“En Occidente se ha buscado lo permanente y no lo efímero, razón por la cual se han construido monumentos de mármol inmortal. La conciencia de que esos monumentos se hacen pedazos —prueba del efecto devastador e inexorable del paso del tiempo— ha hecho que los hombres, desde la época de los griegos, reflexionen sobre la incertidumbre del mundo”.
El párrafo forma parte del luminoso libro de Donald Keene: Los placeres de la literatura japonesa. En las primeras páginas del volumen, el académico neoyorkino comienza siguiendo de cerca los breves Ensayos sobre la pereza, escritos por el monje budista Kenko, a principios del siglo XIV. En ellos, entre otras cosas sabias, Kenko apunta: “Si nunca desaparecieran las gotas de rocío en Adashino, si se mantuviera siempre inmóvil el humo de la colina de Toribe y viviésemos eternamente, sin cambiar, ¿nos podría conmover el encanto frágil de las cosas? Las cosas son bellas precisamente porque son frágiles e inconsistentes”.
Durante mi adolescencia, explorando la biblioteca paterna, di con un libro: Un día… Poemas sintéticos. Su autor, el poeta José Juan Tablada, había encontrado la forma de trasladar la concentrada energía del haikú japonés a nuestra lengua, dotándola, además, de la entonación y el colorido del paisaje mexicano. Poemas brevísimos, compuestos únicamente por tres relampagueantes versos, que recuerdo haber leído con una sonrisa. Había en ellos, además de gracia y humor, una suerte de aguda sensibilidad ante el permanente cambio de las cosas y de su fugacidad: las abejas se transformaban en gotas de miel, el cielo en el reflejo de unas violetas, un árbol –un sauce- se diluía en la luz…
No mucho después cayó en mis manos un librito: Zen Flesh, Zen Bones, que recoge, entre otros textos deliciosos, 101 relatos de esta disciplina característica de Oriente que consiste, básicamente, en sentarse en silencio. Sus traductores al inglés, Paul Reps y Nyogen Senzaki, creen poder establecer sus orígenes más allá de Japón, China y la India. Disfruté –no he dejado de hacerlo- con la lectura de las pequeñas historias de los severos maestros y sus casi siempre abnegados discípulos, tan envueltas en paradojas y enigmas que a mis ojos de lector occidental siguen resultando fascinantes. Y, aunque no soy practicante, con los años leería un poco más acerca de la tradición budista y sus ramificaciones. Las traducciones de poesía china y japonesa de Kenneth Rexroth al inglés (quien, dicho sea de paso, se dio el gusto de inventar a Marishiko, una espléndida poeta japonesa), las de Marcela de Juan al español y el hallazgo feliz de Sei Shonagon, con su Libro de la almohada, tan querida por Borges. Entre nosotros, Octavio Paz y Eikichi Hayashiya tradujeron Sendas de Oku, el diario de viaje del enorme poeta Matsuo Basho, donde prosa y verso se alternan con la mayor naturalidad y sobre el que nuestro poeta sugiere: “Quizás haya que leerlo como se mira al campo: sin prestar mucha atención al principio, recorriendo con mirada distraída la colina, los árboles, el cielo y su rincón de nubes, las rocas… De pronto nos detenemos ante una piedra cualquiera de la que no podemos apartar la vista y entonces conversamos, por un instante sin medida, con las cosas que nos rodean”.
Fue en este contexto y con un impulso semejante que hace once años escribí la breve historia de Ciruela Amarilla (Petra Ediciones, 2022), un monje que también es un poeta y un jardinero. Durante la presentación, en la pasada FIL de Guadalajara, dije que el libro estaba dirigido a los niños, quienes son los principales destinatarios —aunque no los únicos— de los maravillosos libros que hace Peggy Espinosa. Luego, a pregunta expresa y sin pensarlo demasiado, comenté que el niño es una dimensión del espíritu. Todavía no sé qué quise decir exactamente con esa frase. Tal vez porque pienso que ese niño que fuimos sigue viviendo en cada uno de nosotros, de manera oculta, agazapándose frente a los embates de una realidad que lo niega y lo obliga a padecer contenidos tantas veces anodinos.
En la misma Feria, Alberto Manguel —lector de sabiduría proverbial— dijo que la literatura infantil de nuestro tiempo es en gran medida intrascendente, y añadió: “como objeto de consumo se ha convertido en inofensiva y obvia o lo que es peor: pedagógica. La imaginación no caza en manadas”. Imaginé a Ciruela Amarilla con la convicción de que la poesía, la que se escribe al margen de las maquinarias de la publicidad y del mercado, apunta en una dirección bien distinta. Se aparta del rebaño precisamente para singularizarse y mostrar, sin ostentación ni moralejas, el camino hacia una nueva relación con el mundo.
AQ