En una entrega anterior dedicada al huidizo concepto del futuro, propusimos cómo, para la conciencia, el porvenir dista mucho del simple hecho de que el pasado ya transcurrió, el presente es ahora y el futuro nos aguarda, y terminamos proponiendo una futura (!) reflexión acerca del concepto del karma.
Todos hemos oído hablar del karma, por supuesto, pero tal vez conviniera hacer algunas reflexiones un tanto más elaboradas, pues el tema reviste una importancia fundamental para la vida individual y social, y aquí intentaremos exponer algunos de sus complejos significados.
El karma no está relacionado con “el destino” ni con aquello que nos depara el futuro, la reencarnación o ninguna de las simplezas con las cuales se le ha vulgarizado. Tampoco es una “ley” moralista, mística o misteriosa, ni se refiere a premios, sanciones o registro de puntuaciones por parte de imaginarias autoridades superiores, como si en el más allá existiera un juez preocupado por seguir y anotar con todo cuidado en un invisible cuaderno todos mis actos y cada uno de mis pensamientos para luego premiarlos o castigarlos. Resulta imposible sostener una idea tan infantil y egocéntrica (nótese que se está hablando en especial de mis acciones, nada menos), y ni siquiera lo intentaremos, porque además esa suposición no tiene ninguna evidencia comprobable (o peor aún, también sobran ejemplos de malas obras que además de no ser castigadas por la providencia producen riqueza y poder para sus perpetradores).
Tampoco hay karma “bueno” ni “malo”: más bien es una explicación de los mecanismos con los cuales nos movemos por el mundo, invariablemente impulsados por las consecuencias (sabidas o no, asumidas o no) de nuestras circunstancias y acciones, y su poderoso alcance es suficiente para determinar los conceptos de responsabilidad, libertad y libre albedrío, junto con la gigantesca cantidad de cuestiones relacionadas.
Ciertamente, en el hinduismo y el posterior budismo, el karma sí se considera como parte de un intrincado esquema que gobierna la interminable serie de reencarnaciones en las cuales descansan esos sistemas, pero esa perspectiva está igualmente asociada con una vida de contemplación, fiera disciplina y años de intenso trabajo meditativo, y dista tanto de nuestro entorno y realidades cotidianas que aquí no podríamos considerarla, pues nos rebasa enormemente. A cambio, analizaremos el tema desde una perspectiva más, digamos, modesta, lógica y operativa.
Basta una somera exploración para encontrar el factor que nos diferencia (y separa) del planeta y de todos los demás seres vivos: el lenguaje, así como la correspondiente y gigantesca cantidad de efectos de esa nuestra virtual incapacidad de relacionarnos con el mundo en forma directa e inmediata y no a través del pensamiento (ideas, conceptos, recuerdos, anhelos, sueños, pesadillas...). Desde la temprana etapa de la infancia cuando aprendimos a hablar estamos condenados a pasar toda nuestra existencia concibiéndonos a nosotros mismos y a todo lo demás a nuestro alrededor mediante descripciones internas armadas con palabras, y no podemos prácticamente nunca separarnos de este monólogo interior. Hasta podría decirse que yo soy lo que me describo de mí todo el tiempo.
El tema es complejo y no tenemos aquí espacio para elaborarlo, pero sí sabemos que el pensamiento (o sea, las palabras) tiene la asombrosa capacidad de producir sensaciones, emociones y deseos, provenientes de… la nada; o más bien, de las palabras mismas y su conexión con el mundo.
Por definición, las experiencias ocurren durante el tiempo presente en el cual se viven, pero cuando ese presente ya es pasado —o sea, ahora al evocarlo mentalmente— la vivencia se transformó en un recuerdo que me acompaña a donde yo vaya, y es así porque ya “forma parte de mí”. También hay imágenes en mi mente, claro, pero requieren de las palabras para dejar de ser tan solo las representaciones físicas y puntuales de los objetos específicos de los cuales provienen: gracias al lenguaje existe el concepto genérico de mesa (y no únicamente una imagen en particular), y por ello la descripción —el concepto— de una mesa las contiene a todas, incluso a las que aún no he visto ni veré jamás. De la misma forma, las emociones anteceden a las palabras, pero requieren de éstas para seguir estando presentes en mi conciencia.
Igualmente, las palabras exhiben otro muy poderoso e inesperado efecto: si uno se encuentra, por ejemplo, con la descripción de su platillo favorito, probablemente ese simple hecho le cause el antojo de comer, aunque en realidad no tenga hambre en el momento; o si sus amigos lo invitan a nadar a la alberca en un día caluroso tendrá ganas de estar allí, o mil posibilidades similares más. Piense suficientemente en algo agradable y acabará por anhelarlo, y esto es así porque las palabras pueden, de manera sorprendente, producir deseos.
Y digo “sorprendente” no porque sea raro —es todo lo contrario— sino porque un simple sonido o la lectura de unos renglones pueden tener efectos tan poderosos como para movernos a actuar o a desear hacerlo.
Nada de lo anterior nos es ajeno: todos lo experimentamos en forma cotidiana y lo consideramos perfectamente natural y normal, y más bien lo extraño sería si una noticia triste no nos afectara, o si un buen chiste no nos hiciera reír, mas no por ello se pierde esa extraordinaria característica de que las palabras se transforman en sensaciones físicas e incluso nos lleven a la acción, y a continuación veremos cómo todo esto dará lugar al concepto del karma, nuevamente considerándolo desde una perspectiva un tanto distante del budismo.
Si lo pensamos, una primera indagación nos muestra que el mundo está poblado por cuatro clases de entidades: los objetos inanimados, los animales, los otros… y yo. Por supuesto, el asunto se vuelve perfectamente democrático al considerar que “yo” se refiere a quien en este momento esté leyendo; o sea, a todos, uno a uno en su individualidad.
Las tres clases de entidades externas a mí pueden interactuar conmigo mediante estímulos presentes ante mi percepción y provienen del mundo en el cual me sitúo, sin ser yo ninguna de esas instancias, pues por definición los objetos me son ajenos (y además no están vivos); los animales sí tienen vida, pero son diferentes a mí. Los “otros” también están vivos y sí son como yo, pero no son yo. Pues bien, de todos ellos puedo recibir “mensajes” en forma de acciones cuando, por ejemplo, un objeto, un animal o una persona chocan contra mi cuerpo. Casi siempre al recibir esos estímulos de inmediato los transformo en emociones y pensamientos sin siquiera proponérmelo, pues en forma aparentemente mágica una acción física puede transmutarse en palabras.
El monólogo interior suele ser entonces una de mis respuestas ante un hecho proveniente de afuera y, claro, suelo pensar más cosas si proviene de una persona conocida que si se trata del simple y pequeño golpe de una ramita caída de un árbol mientras yo pasaba por debajo. Ni los animales ni las cosas pueden en realidad enviarme mensajes armados con lenguaje, aunque yo así lo pudiera interpretar en muchas ocasiones, sobre todo cuando en forma antropomórfica califico el comportamiento de mi mascota como si se tratara de un diálogo con palabras. Claro que mi perrito pudo “enojarse” conmigo si lo agredí o lo asusté, pero aun en ese caso su molestia es genuinamente instintiva: real y física.
También, del mundo exterior me llegan tanto acciones físicas como palabras producidas por las personas en la realidad con la cual interactúo. Analicemos el primer caso: cuando recibo una acción física (un pequeño choque al caminar, o quizá un beso en la mejilla), en forma inmediata surgen en mi interior pensamientos (en forma de más palabras) y emociones y sensaciones, lo cual desencadena una compleja serie de combinaciones, dando como resultado una reacción de mi parte que aplico al mundo exterior en forma de —en este primer caso esquemático y simplificado— otra acción física (me muevo para amortiguar el empujón, o quizá contesto el beso con una sonrisa).
Pero si del exterior me llegan palabras (y ni siquiera es necesario que la persona en cuestión esté presente ante mí, porque también puede ocurrir por teléfono o en forma escrita), entonces igualmente esas palabras me producen pensamientos (o sea, más palabras), muchas de las cuales generan emociones y deseos que a su vez evocan más palabras, más imágenes y más emociones, sensaciones y sentimientos; otras palabras y otros deseos. Esta pulsante realidad continúa hasta hacerme producir una reacción en forma de palabras o de actos, mediante un complejo esquema de palabras, acciones, emociones y reacciones.
¿Pero todas estas reacciones mías —acciones y palabras— emitidas hacia el mundo exterior acaso no podrán ser captadas luego por otra persona? ¿Y si cada uno de nosotros es “el otro” para cada uno de los demás, no significará eso que mis reacciones de salida podrían ser los estímulos de entrada recibidos por otras personas, y viceversa?
Es fácil inferir que esa cadena de causas-efectos acabará también por incluirme cuando mis reacciones regresen de nuevo después de un tiempo —y seguramente ya transformadas, para bien o para mal— en forma de acciones y de palabras, que serán tomadas por mí como estímulos de entrada para continuar el ciclo. No digo que esto surja así en forma determinista ni automática, pero sí suele suceder, como todos lo experimentamos cotidianamente.
Más aún, gran parte de las relaciones e interacciones sociales están gobernadas por este mecanismo: las reacciones generadas ante nuestras emociones, así como las palabras y acciones recibidas, producen nuevas acciones y palabras, extendiendo el alcance e intensidad de la red de actos, hechos y dichos hasta definir y casi llenar el espacio de la convivencia entre las personas, incluido su entorno.
Desde esta inescapable perspectiva de cadenas causales —manteniendo un espacio para las infaltables eventualidades—, el karma no es sino la enunciación de esta simple pero rigurosa expresión:
“En la vida no hay recompensas ni castigos: hay consecuencias”.
En términos generales, mis emociones, mis palabras y mis acciones producen efectos en mí, en los demás y en mi entorno en forma de desenlaces y secuelas, y a veces se pueden salir de mi control si afectan a otros agentes quienes también disponen de la capacidad de actuar y reaccionar en forma autónoma. El resultado es que muchas veces me arrepiento de lo que hice o dije, aunque casi siempre es demasiado tarde porque la acción ya tuvo consecuencias, y algunas de ellas hasta pudieran ser irreversibles. Para terminar de complicar más las cosas, tampoco tengo a dónde ir a quejarme, pues yo fui quien lo causó.
Además, lo anterior no debe verse como algo necesariamente malo ni doloroso, y bien puede ser al revés: ¿acaso no suelo recibir cosas buenas de aquellos a quienes he demostrado mi amor y mi protección? En términos generales —y siempre cabrán excepciones, claro (sobre todo en el quehacer político)— recibiré un mejor trato del mundo que me rodea si soy una buena y decente persona y a mi paso dejo más bien que mal porque respeto a los demás, cuido la vida y el medio ambiente y me preocupo por mis semejantes.
Toda esta complejidad configura en mi conciencia un elaborado proceso de equilibrios dinámicos que no puede perderse, so pena de enfermarme en realidad y convertirme en “una persona desequilibrada” de sus facultades. Conocemos el funcionamiento de algunos de los mecanismos empleados por la mente para compensar las inestabilidades producidas por acontecimientos del exterior, que van desde los regresivos, como refugiarme en mis pensamientos, inventar supuestas realidades o alterar el pasado (esto último es muy común, por increíble que pudiera parecer) hasta los constructivos, como aprender mis lecciones y prepararme para afrontar mejor el futuro.
Y hablando nuevamente del futuro, hay una dimensión adicional del karma en la cual no suele pensarse mucho, y se refiere a eso que hoy en día no hago pero que sin duda me afectará más adelante pues aunque crea que por no elegir algo me mantengo al margen, en realidad no es así, porque elegí no elegir. Casi siempre se considera al karma como las futuras consecuencias de mis acciones presentes o pasadas, y sin embargo lo que hoy no estoy haciendo para preparar el porvenir pudiera incluso ser más importante, y debiera entonces tomarlo activamente en cuenta, pues mi destino estará afectado tanto por mis actos como por mis omisiones actuales. Hablemos de mi condición física, que seguramente disminuirá en el futuro si no comienzo ya a hacer algo al respecto, o también de mi comportamiento. Si tengo la idea o la vaga esperanza de que en forma automática el futuro nos depara mayor sabiduría o más paz interior, sería bueno desde este momento considerar la eventualidad de que eso no fuera sino un mito más que ya debiera comenzar a deshacer (o, mejor dicho, a deconstruir).
Si no inicio ahora a desarmar, cambiar o desactivar ciertas costumbres, “mañas”, conductas manipuladoras y formas de actuación todavía tolerables por mí y por quienes me rodean, hay una enorme probabilidad de que éstas se vuelvan en mi contra cuando en la madurez o en la vejez ya me sea imposible revertirlas, para desgracia de todos. Mentira que todos los ancianos sean sabios: algunos lo son, pero no por viejos… sino por sabios, en contra del refrán. Si hoy no me es posible controlar algo, menos lo haré dentro de veinte o más años, y de eso puedo estar seguro.
Es decir, el karma es una especie de “ley de inercia de la vida”, según la cual nada tiene de raro que mañana coseche lo que hoy sembré, lo sepa o no, me importe o no, lo comprenda o no. Desde esta perspectiva (¡y es la única que en realidad se puede comprobar!), mi desenvolvimiento en la vida está signado por mis acciones y actitudes, así como por mis emociones, comportamientos y formas de reaccionar, pues el modo en que hago —y pienso— las cosas va conformando esquemas que luego tal vez ya no podré detectar ni modificar, a menos de que adquiera conciencia sobre ellos y sobre sus consecuencias presentes o futuras.
Mi karma me envuelve como si fuera una red y va configurando mi futuro, por lo cual no resulta raro incluso llegar a considerarlo como si fuera una inmerecida sanción. Pero casi lo de menos es si erróneamente yo pudiera sentirlo así: igual o más grave es cómo afecta a quienes me rodean o dependen de mí.
El karma no es ninguna condena, o al menos no una impuesta por nadie que no sea yo mismo, sino más bien es una cadena de causas y efectos casi por completo predecibles, en el mismo sentido, por ejemplo, en que no resulta tan difícil anticipar que si sigo tensando la cuerda, ésta podría llegar a romperse, por lo que si tal cosa finalmente ocurriera no tendría mayor sentido quejarme de que así haya sucedido, pues era previsible. Si lo anterior parece totalmente obvio —y lo es—, entonces igualmente debiera ser evidente que mis vicisitudes actuales en la vida son básicamente el resultado de mi forma de proceder, por más que yo quisiera podérselas adjudicar a alguien más, o a la mala suerte, la desventura, las desafortunadas condiciones de mi niñez, las envidias y venganzas, la falta de oportunidades y la maldad de los otros, o a los complots en nuestra contra, las malas coincidencias y mil otros factores a los que ya nos acostumbraron las conferencias matutinas...
Es fácil saber entonces de dónde proviene la simplificada vulgarización del karma como castigo o como ajuste celestial de cuentas por mis buenas y malas acciones, pues la idea de asumir la responsabilidad de todos mis pensamientos y actos puede ser abrumadora, y más aún si no mantengo la cercanía interior ni conozco el concepto de ser aliado de mí mismo, porque en ese usual caso estaré un tanto a la deriva, tomando un camino aquí y otro allá, sin mayor seguridad en mis decisiones por no saber en realidad cuál es el rumbo, o incluso si lo hay. Estos son temas complejos, y sin embargo, la idea guía sigue siendo demoledoramente sencilla: como adulto, en principio soy yo quien define mi existencia y mi camino, y éste me lleva por diversas rutas y modos de vida, algunos de los cuales me causarán satisfacción y otros pena, pero en general siempre me encontraré en el sitio definido por el karma que yo mismo he construido; es decir, por las consecuencias directas e indirectas de los actos de ese individuo que escogí ser, conscientemente o no.
Indiscutiblemente, por el simple hecho de haber nacido ya estoy inmerso en un cierto esquema kármico acerca del cual no puedo hacer nada, pues esa fue mi herencia: las circunstancias emanadas del entorno donde me crie y las acciones (o falta de ellas) de mis familiares y de la sociedad, pero justamente el hecho de que el karma no sea una condena implica que sí se puede cambiar la manera en la que ese pasado me afecta hoy y lo hará en mi futuro. Incluso considerando los impredecibles designios del azar, bien pudiera también decirse que cada uno de nosotros instituye ya desde ahora la forma en la que va a terminar sus días, pues la muerte no suele ser por completo ajena a como conduje mi vida. Si durante decenas de años fui negligente y desamoroso con mi cuerpo y falto de respeto con sus procesos y mecanismos, ¿podrá entonces caber sorpresa en el hecho de ver la etapa final de mi camino más llena de dolor e incomodidad que de armonía y tranquilidad?
Antes de finalizar, existe también otra perturbadora posibilidad acerca de la cual habremos de estar pendientes. Si una persona nos hiere con sus comentarios, al menos tenemos la justificación de sentirnos agraviados por la intervención de un tercero, pero ¿qué sucede cuando ni siquiera es necesaria la presencia del otro para sentir las consecuencias de las palabras de crítica o de reproche, pues emanan de nuestro propio pensamiento? Ante un caso así no queda sino concluir que no hace falta que las palabras provengan del exterior para causar efectos. La potencia del lenguaje alcanza para volver innecesaria la aparición física de quien me regaña o me felicita o me agrede: ¡basta con la descripción mental de ese alguien, que incluso pudiera ni siquiera existir fuera de mi mente!
Pero, ya. Lo analizaremos en alguna otra ocasión…
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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