A mis discentes que tiemblan, aun así, con ternura, siguen,
iluminan el entorno. Perdonan mis errores.
Si nos detenemos en un sitio del cuerpo por error, donde descansa la mano, es posible que descubramos con asombro ingenuo el latido. Mansamente, a través de la piel, fluctúan sus golpeteos. Entonces nos envolverá la expectativa de atesorar ese pulso y de percibir cómo se entrelaza con la respiración. Mas hay un ser que surge desde el latido: es el temblor involuntario, interferencia caprichosa de la propia carne, del pensamiento, del temor, de la angustia. Es una respuesta a. Dialogando con Blaise Pascal, yo diría que el temblor tiene razones que el corazón entiende. El temblor es el fantasma que se desprende del latido; difiere del ritmo, se muestra y multiplica deseoso de movimiento. A veces, llega de forma insospechada como producto de la ensoñación —la eterna caída desde el paraíso que apenas vislumbramos, permitiéndonos, durante el descenso, apreciar imágenes inclasificables—. Otras veces el temblor es arrojado al mundo por la pesadilla, la enfermedad o la angustia.
Del latido, recordamos aquel instante en que su pulsación, de tan avasalladora, convirtió a nuestra sien en una estrella de mar, presa de agotamiento, de dolor. Percibimos su beat también en el músculo que llevamos más allá de su fuerza; después del pálpito en el pecho, aparece su ánima: el temblor. Es la huella de la viva incertidumbre. Cambia nuestro mundo al interferir con el ritmo.
Al saltar al mar, nuestra cabeza —ante el choque de sonidos al sumergirnos— se convierte en receptáculo de la melodía más antigua: el paseo de la sangre, intervenida por la voz otra, salada. Escucharemos su corriente de la misma forma si cubrimos nuestros oídos con ambas palmas.
El electrocardiograma descubre lo palpable, los brotes del ritmo original que obedecen a un método extraño, libre y, a la vez, atado a una voluntad mayor. Cada pulsación llega al pensamiento. Y el temblor ya ha establecido un acuerdo antiguo con el latido: la traición, desmarcarse del método. El temblor diría: “Método, método, ¿qué pretendes de mí? Sabes bien que he comido del fruto del inconsciente”, tal como lo expresó el poeta Jules Laforgue.
El temblor tiene diversos rostros: el crepitar de la tierra; el de la llama trémula de la vela; o el que surge como renuncia del cuerpo antes de caer; ese otro, producto de la fiebre o del miedo para seguir en esta vida mientras otras manos lo abrazan. Y el estremecimiento erótico.
Nos concierne evocar la sacudida, el temblor, en esta era de hoyos negros digitalizados. Tener presente sus interminables actos resguardados en la sombra; él es la garantía del asombro y el espanto, así como a cada latido que, de tan natural, tan generoso, de tan habitual su nombre, invisibilizamos.
Se lee la médula del latido/temblor en este fragmento del poema “Marianne”, escrito por la gran poeta Enriqueta Ochoa, dedicado a su hija: Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo / y no te importa, / ni te sorprende el nudo de sombra que descubres. / Todo se muere a tiempo y se llora a retazos, / has dicho, / sin embargo, es azul de cristal tu mirada / y te amanece fresca el agua del corazón; / quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las cosas, / y entiendes en tu propio dolor al mundo, /porque ya sabes /que sobre todos los ojos de la tierra /algún día, sin remedio, llueve.
Lavamos el cuello con método. Y así, el latido nos piensa después del contacto. Cada pulsación tiene un rasgo propio; cada latido divide los continentes de los cuerpos y acerca a su misma orilla a cuerpos vivos en búsqueda de paz. Los pies desnudos dentro del río, su pulso, se extiende en el ser del agua. El latido que inicia en el mundo de los vivos y se desvanece en el ahogado mundo de los muertos se replica en la música. La naturaleza lo reproduce a través de gotas constantes de lluvia que caen sobre el lago. Cada una crea círculos concéntricos que se extienden. Ese es el espectro del temblor del agua.
Iván Alexander de León Aguirre, representante Ndé Lipán Apache en Coahuila, a quien recurro cada que me acerco a la belleza no occidental de su pueblo, me comparte un elemento valioso: los tambores de agua. Originalmente eran de barro o de ollas de cobre en las que cocían frijoles y carne sobre la leña, recubiertos con piel de venado o cabra curtida. El tambor representa el aire, la tierra, el fuego y el agua. En la actualidad, la piel se mantiene; lo que ha mudado es el recipiente, ahora es una vasija de metal cualquiera que se emplea en la cocina Lo que permanece también es lo que llevan en su interior: una piedra turquesa de tamaño menor que una nuez y una madera carbonizada. El tambor se llena con un tercio de agua. De ahí el sonido único. Su latido y su estremecimiento.
Toda belleza conserva el significado, a lo largo del tiempo de ciertos elementos, aunque en su derredor haya devastación o cambio. El temblor y la música —mis hijas y mi madre—, más allá de cualquier persona, afortunadamente, poseen una tendencia feroz a recuperar lo perdido.
AQ