El libro, un crucigrama de letras y palabras

Marca de fuego

Con esta entrega iniciamos una serie basada en textos escritos para la antología Marca de fuego, en la que 27 escritores reflexionan en torno a la lectura.

A menudo las primeras lecciones literarias de nuestra vida provienen de madres y padres. (Foto: Johnny McClung | Unsplash)
Sara Poot Herrera
Ciudad de México /

Tres leguas a pie

Mi madre —la maestra del pueblo— baja del tren. Mira a lo lejos y se inclina para cargar las dos bolsas colmadas de mercancía. En una de ellas, café, azúcar, galletas, especias (recados, decimos en Yucatán) para los guisos, azafrán, nuez moscada, sal, aceite de oliva, achiote, alcaparras; en la otra, un silabario, cuadernos, lápices, un tajador de punta (sacapuntas, sí), tiza (gises, pues), borradores y una que otra muda de ropa de tonos muy vivos que ella sabía elegir. En su bolso de mano, llaves, polvo de arroz, jabón Maja, una cajita de colorete, lápiz labial, lentes, un periódico abierto en la parte donde viene el crucigrama. Con sus tacones altos y muy erguida, cruza la estación y camina hacia una de las salidas de la población donde se ha detenido el tren. Pasa enfrente de la cerca blanca del pequeño cementerio, esquiva las sartenejas repletas de agua por la lluvia de la noche y con el ritmo de su corazón de alegría y de sus pasos se acercará al pueblo donde da clases. Ha dominado a pie los doce kilómetros y llega a su destino. Vamos con ella uno de mis hermanos y yo, los más pequeños de la familia. Cruzamos la enorme plaza grande, ahora vacía de gente y llena del sol del mediodía. Mamá abre la puerta de la escuela y las puertas que dan al patio. Las gallinas revolotean y vuelven a su gallinero abierto, de regreso del patio de la vecina. Las puertas de los salones de clases que sirven de vivienda seguirán abiertas toda la tarde. Mamá acomoda las cosas en su lugar, se baña (segundo baño del día) y empieza a cocinar en la pequeña estufa de gas que ahora usa en lugar de la leña. Un rato después, el pollo en china (en naranja) nos espera en la mesa. Más tarde, van llegando a la escuela —allí vivimos— los niños del curso vespertino. Hablan maya y también (aunque menos) español. La maestra —mi madre— da clases en las dos lenguas: primero en lengua maya, poco a poco irá castellanizando. Todos serán bilingües y ella lo sabe. Su método deriva de su sensibilidad, de su intuición, del respeto a las culturas, a partir de la de este pueblo de plaza grande, pozo profundo en medio, de tradiciones ancestrales, de un templo de aire fresco, rodeado de árboles de almendras, de una escuela donde dos personas —mamá y el profesor Jaime— darán las clases a la niñez que en la escuela empieza a leer y a escribir durante el primer año. Los dos maestros atienden el primero, el segundo y el tercer grado de primaria; con ellos aprendemos a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir. Nos explican ahora también por escrito la lluvia y las fases de la luna, lo mismo que el ciclo de las cosechas. Entre todos, se hace un gran libro, con huellas de manos de campo, de olor a milpa, aviento y agua de lluvia. Las cajas de libros llegarán un día y se abrirán para ya no cerrarse. Qué lindo pensar que mi mamá es como un hada madrina, lo mismo que el profesor Jaime, un guardián de las letras que creyó en una niña que abrió esa caja que de la ciudad llegó al campo, con la que ella se asomó años después al campus, a la universidad, y supo que sus primeras letras nacieron casi en el monte, en el imaginario de las hojas verdes, de las ramas de las palabras, en las raíces de un hogar que al mismo tiempo era una escuelita.

Caminito de la escuela

Las voces de las niñas se mezclan con los cantos de las aves, los silbidos de los niños se escuchan cada vez que, con su pico madrugador, el pájaro carpintero toca el tronco del árbol. Mi hermano y yo vemos venir las filas alegres de quienes de su casa vienen a la escuela, donde vivimos nosotros. Cómo quisiéramos ser esos niños y llegar caminando con ellos a la escuela, conocer las orillas del pueblo y amanecer en las blancas casitas redondas con techo de paja. No es así. Vivimos en la escuela, que está en la plaza del pueblo. Ésta, desde nuestros ojos de infancia, es enorme. Algunas veces, pocas más bien, suena el motor de un camión de redilas que llega al pueblo. Jóvenes y niños corren tras él, y la gente se amontona. Nosotros los vemos a lo lejos y seguimos repasando letras y palabras, descubriendo mundos en los cuentos que nos narra la maestra (en clases no le digo mamá), siguiendo con los dedos los números que el profesor Jaime apunta en el pizarrón, saliendo a los corredores para ver caer la lluvia mientras imaginamos cómo desde el cielo lanzan fósforos de rayos y centellas, y hacen zigzag los truenos en los cuatro puntos cardinales de esa plaza tan grande, marco de nuestra escuela. Luego vuelve la calma, las pisadas de los caballos, los rumores que anuncian el atardecer. La despedida de la escuela se da con un rumor de libros que, abiertos toda la tarde, ahora se cierran para dejar descansar a las letras que saltan y vuelan a su lugar después de los mil rompecabezas que hemos hecho con ellas inventando nuevas palabras a partir de las que el libro nos regala hechas hileritas de historias y cadenitas de versos. Los niños salen de la escuela y se van a su casa. Los vemos irse, y mi hermano y yo quisiéramos irnos con ellos y llegar a una casa que no sea la escuela aunque, viéndolo bien, nos gusta vivir aquí. Podríamos irnos con los niños, darle la vuelta a la escuela (aquí no hay manzanas), volver por el otro lado y creer que caminamos mucho para llegar de nuevo a la escuela, nuestra casa de donde cada día salen figuras vestidas de palabras y números, de historias que no se acaban porque mi mamá las continúa siempre y las adorna con nuevas fantasías. Se va apagando el barullo, nos quedamos en casa. Cenamos y felices platicamos. Mamá nos dice que no usemos el pronombre “yo”. Digo que no tengo hambre. Nachito mi hermano dice “ni yo”. Le reclamo que haya dicho “yo”; contesta que “ni modos que diga ni”. A mi mamá le da literalmente un ataque de risa. Ya para dormir, vamos por un libro al salón de clase, que está pegadito al cuarto donde dormimos. He empezado a leer y quiero hacerlo siempre. No sé dónde leí “Por el caminito blanco/ una mañana encontré/ un precioso cochinito/ y me puse a jugar con él./ Tenía la trompa rosada / …/ …/ un chinito de papel”. Es lo que recuerdo, nunca he encontrado esos versitos. Los busco, los busco y “no los busco”. Sigo buscando a ese cochinito rosado. Abro libros en mi camino, creo que un día va a aparecer y el encuentro será en las hojas de seda, de aquellas sendas de fantasía que son sedas de ilusión.

Mesabancos a media noche y al amanecer

En la cocina que está afuerita de la escuela, donde comienza el patio y donde mi hermano del “ni” hizo reír a nuestra mamá, lavamos los trastos (niños, no son trastes sino trastos) y salimos un rato a los corredores. La luna ilumina la plaza, y hay cachitos de luz que por allí se mueven. Son caballos, seguramente yeguas también, y hay toros y vacas, todos echados en la tierra, y nosotros los zigzagueamos para no pisarlos porque queremos correr tras esa lunota y atrapar con las manos las estrellas que se encienden arriba de nuestras cabezas y en el infinito que llena de ilusión el horizonte. No nos dimos cuenta y ya es tarde. Pero, ¿y el libro? Entramos de nuevo a casa y de pronto, en el salón de junto, se oye cómo caen los mesabancos que, como es viernes, el profesor los acomodó apilados a una pared para poder limpiar muy bien los salones. Caen uno tras otro, y el ruido se escucha por todas partes. Abrimos la puerta: los mesabancos están donde se pusieron esta tarde, todo está en orden. No se entienden esos ruidos, bam, pam, bam, tan claros. ¿A dónde se fueron? No ha pasado nada. ¿Serán los ecos de los días de clases? ¿Será que los mesabancos quieren volver a su lugar y estar listos para el lunes por la mañana? Misterio. Ah, eso sí. Allí está el libro que busco, mi primer libro. ¿Sería el primero? Lo tomo y me lo llevo a mi hamaca. Lo ojeo, lo hojeo (aún no me preocupo por las “haches”), me adormezco con él, me arrulla, me acompaña; el susurro de sus hojas me abrirá los ojos cuando amanezca, los abre hoy, los abrirá mañana y pasados los mañanas. Amanece, la escuela se vuelve a abrir, con un libro como cuña, ese artefacto mi compañero. Por ahora, un librito que leo y releo. Es el libro que en la imaginación se abre al mundo, con las explicaciones de una maestra, mi madre, y las del profesor Jaime quien, recuerdo, desde esos ayeres sugería la letra script y la de él era muy bonita, mientras la de mi madre era redonda y clara, cantarina. Ellos dos confían en mí. Lo supe desde siempre. No sé aún si he respondido a sus esperanzas, pero mi agradecimiento ocuparía un libro sin punto final y lo dedicaría a ellos dos.

Arcos como libros

Nos vamos a vivir a Mérida. Allí seguirá la lectura, la escritura, todo con base en las primeras letras. Los arcos son entradas a la cultura de la ciudad. Lo adivinaba, pero no lo sabía. Nuevos y distintos días. Ya no seremos los hijos de la maestra, ni viviremos en la escuela; ya no nos llamarán con nuestros nombres en diminuto, aunque en casa sí: mi abuelita, mi padre, gran lector, mi hermana y mi otro hermano. Ahora que ya no vivimos en la escuela, caminaremos para llegar a clases y volver a casa. Todo es nuevo, menos mi libro, mi viejo amigo. No me deja sola y aparece una nueva experiencia: la libreta de mi tío herrero, un inventario donde trazo letras, copio, borro, invento. Sobre todo, copio. Mi tío revisa los renglones. Si la letra no es parejita, a volver a escribir. Si se desprende una falta de ortografía, a repetir la palabra varias veces. Me gusta hacerlo y es cada día, de lunes a viernes, después del almuerzo de mediodía. Mientras me subo a una mesa para escribir, tío Pedro convierte el hierro en primorosas rejas que no he vuelto a ver, mientras que mi tía abre el ropero y me presta aquellas figuritas con las que juego una vez que la prosa y el verso que copio (no sabía que se llamaban así) quedan puliditos en los renglones de la libreta de inventario de aquel taller de herrería, el imaginario barroco de mi infancia. Los arcos, ahora lo pienso, fueron sobre todo estos que enmarcaron el taller de mi tío, quien continuó con el cuidado de mis maestros, aquel profesor, sabio del pueblo, y aquella hermosa mujer que me prestó su nombre a la hora de mi bautizo.

Ferrocarril del sureste

Pasaron los años y los grados de la primaria y la secundaria. En un tren mayor, un ferrocarril de muchos vagones de primera y segunda clase, viajamos mi madre y yo a otras tierras, donde ya no (solo) aprenderé, sino que enseñaré las primeras letras: primero a leer, a seguir leyendo siempre, a escribir, a formar hilos de palabras, hileras de historias, ovillos de voces impresas. Escucharé variantes de mi lengua, nuevos sonidos de letras, aprenderé otras palabras que no estaban en mi diccionario, volveré al medio rural para, entre los surcos, descubrir los dientes del maíz y, entre filas y rondas, los dientitos de los niños a los que ahora me toca a mí dar clases. Es un abrir de ojos, un nuevo camino, un ir y venir por las líneas y los dibujos, la historia y el civismo, la naturaleza y la geografía, la lengua nacional de los libros de texto gratuito con los que me toca dar clases. A la pareja de maestros tan cercana a mí, siguieron maestras en la primaria, maestras y maestros en la secundaria, y profesores de los siguientes niveles. La memoria es una cadena que rescata de la primera letra a las penúltimas que aprendemos (la última será el final); es un abrazo que, como los crucigramas de mamá, reúne las líneas horizontales y las verticales de nuestras vidas.

Subir la cuesta

No solo fue una aunque, literalmente, por allí —“subiendo la cuesta”— comenzó la vida adulta, que siempre trae consigo la vida de la niñez. Desde Los Altos de Jalisco vi a lo lejos aquel pequeño pueblo que me parecía del tamaño de un libro “en natural”. El camino sigue subiendo — sube y baja— y, con las hojas de los árboles y la solidez y la liquidez de las sílabas, las hojas de los libros se duplican del lado izquierdo y del lado derecho, van girando como girasoles de palabras. El marcador de libros cambia de lugar cuando leo, y las mismas y primeras letras brincan, se acomodan, se desacomodan, se hacen leer de una y mil maneras en cada lectura de sus lectores. Es el secreto de los libros que, abiertos, comparten con nosotros lo que guardan y que, cerrados, nos seducen para volverlos a abrir. Hubo un primer libro y dio lugar a muchos más, porque quienes nos lo presentaron —y fue mi experiencia— siguen en ellos, infinitamente en “las tretas de los signos” (expresión de Sor Juana), signos de todas las edades, de caminos y caminitos, cuesta arriba, cuesta abajo, nuevas sendas (¿mi primer libro?). Mi primera escuela fue mi casa. Mi primera maestra, mi madre: mujer sola, mujer fuerte, inteligente, independiente. Inventó su propia tiza de colores y con ella marcó su destino de crayolas. Herencia de colores, sostenida en cada esquina por el blanco y el negro de los signos, que me regaló. Lo mismo que su nombre, aras de mi propio camino en líneas horizontales y verticales, como los crucigramas del mediodía.

Sara Poot Herrera es fundadora y directora de UC Mexicanistas. También es escritora, investigadora y académica de la Universidad de California en Santa Bárbara, entre sus numerosas obras se encuentran 'De las ferias, la de Arreola es más hermosa' y 'Los guardaditos de Sor Juana'.


La antología 'Marca de fuego' es coordinada por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares, y publicada por la Universidad de Guadalajara


ÁSS

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