El lugar más inútil de la casa

Literatura

Este año se cumplen 430 del deceso de Michel de Montaigne, humanista que gustaba de definirse como soñador y no como melancólico y que coincidió con Cicerón en la idea de la filosofía como vía de preparación para la muerte.

Retrato del ensayista Michel de Montaigne. (Wikimedia Commons)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

En 2022 se han conmemorado los cuatrocientos treinta años del deceso de Michel de Montaigne (1533-1592), el humanista que gustaba de definirse como soñador y no como melancólico y que coincidió con Cicerón en la idea de la filosofía como vía de preparación para la muerte: “Toda la sabiduría y los razonamientos del mundo se concentran en un punto: enseñarnos a no tener miedo de morir […] Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje.” Para encarar esa travesía definitiva, que es la que en realidad le importó a lo largo de su vida ya que solo salió de su Burdeos natal para recorrer Alemania, Austria e Italia entre junio de 1580 y septiembre de 1581 —“[Quiso] dejarse viajar, si se puede decir así, en vez de viajar”, asienta su alma gemela Stefan Zweig—, el hombre nacido como Michel Eyquem creó un equipaje inmortal durante la década homérica (1570-1580) en que se encerró en el piso superior de la torre del castillo que heredara de su padre: el género ensayístico, que le permitió zarpar del orbe exterior que tanto lo incordiaba para alcanzar la Ítaca de su propio yo y así registrar una de las odiseas interiores más apasionantes de la humanidad. Tres días antes de fallecer, Montaigne perdió casi por completo el habla debido a una inflamación de la lengua que se sumó a los cálculos renales que también heredó de su padre y que lo atosigaron en buena parte de la madurez al grado de llevarlo a contemplar el suicidio: “Si uno no puede eliminar sus males, es preciso ponerles fin de forma valerosa y pronta porque esta es la única medicina, la única regla, la única ciencia.” Por efecto de tal inflamación sucedieron dos cosas: primero, la comunicación de Montaigne con quienes lo atendían se redujo a notas escuetas que a la luz de la distancia remiten a las breves reseñas que él mismo hizo en las páginas finales de muchos libros que leyó para mitigar la mala memoria de la que siempre se quejó, y que le impedía recordar sus lecturas con la claridad que anhelaba; segundo, al momento de expirar formuló unas palabras que por desgracia ninguno de los presentes junto a su lecho de muerte logró descifrar. El destino es pródigo en ironías crueles: el padre del ensayo, que durante diez años de soledad creativa se abocó a expresar por escrito su yo en fluctuación constante —“Imprimo a mi alma ya un aspecto, ya otro, según el lado a que la inclino. Si de mí mismo hablo unas veces de diverso modo que otras es porque me considero también diversamente”—, emprendió el último viaje despojado de la capacidad de expresión oral.

Son varios los misterios generados por el deceso de Montaigne. Por un lado está la decisión de Françoise de la Chassagne, la mujer de ascendencia noble con quien el autor contrajo nupcias en 1565 más por conveniencia que por convicción —el matrimonio, se ha señalado en innumerables ocasiones, no merece más que una mención pasajera en las páginas torrenciales de los Ensayos—, de extraer el corazón de su esposo para desprenderlo del cadáver y colocarlo en la capilla de la basílica de Saint-Michel en Burdeos, una imagen que siglos después hallaría eco en la historia del corazón errante de Frédéric Chopin; por otro, el hecho de que el cuerpo del escritor permaneció nueve meses en un enclave hasta hoy desconocido —se podría suponer que en su castillo, pero ¿cómo se le conservó?— antes de ser trasladado al convento bordelés de los Feuillants —los monjes cistercienses establecidos como una orden separada de la abadía de Notre-Dame-des-Feuillants en 1589—, donde en 1593 la propia Françoise encomendó un cenotafio en honor a su marido a Jacques Guillermain y Pierre Prieur, ornamentalistas locales. Dos incendios posteriores incrementaron el aura enigmática: el primero, en 1871, devastó el convento y obligó a que los restos de Montaigne se reubicaran en el cementerio de la Chartreuse para ser devueltos en 1886 al sitio arrasado donde el arquitecto Pierre-Charles Durand erigió la Facultad de Ciencias y Letras de Burdeos; el segundo, en 1885, destruyó totalmente el castillo del escritor pero como por arte de magia respetó la torre circular que sirvió de cuna al género literario que también sentó las bases para lo que en nuestra época se da por llamar autoficción. El acertijo inaugurado por la muerte de Montaigne en el siglo dieciséis se ha prolongado hasta el siglo veintiuno: en septiembre de 2018 Laurent Védrine, director del Museo de Aquitania, que desde la década de 1970 ocupa el edificio de la antigua Facultad de Ciencias y Letras de Burdeos, abrió las puertas a una investigación de bordes detectivescos a raíz de que en el sótano del recinto, justo debajo del vestíbulo que resguardara el cenotafio del autor que empleó su yo como instrumento de indagación universal, se descubrió una pequeña construcción con dos hendiduras a manera de nichos que se encontraba bloqueada por estantes con objetos arqueológicos y en la que se introdujo una cámara que reveló la presencia de un ataúd de madera. Tuvo que transcurrir un año más para obtener los permisos correspondientes para ingresar en lo que resultaría ser una tumba que además del féretro antes visto, junto al que reposaba un cilindro de metal con una botella en la que se había insertado un documento, contenía un cráneo y una mandíbula en su segundo nicho. Así pues, en noviembre de 2019 se realizó la apertura del ataúd de madera, dentro del cual se localizó un segundo sarcófago pero de plomo en avanzado estado de deterioro al que accedió otra cámara que captó dos huesos humanos: un fémur y un fragmento de pelvis. La arqueo-antropóloga Hélène Réveillas, encargada de las labores de excavación en el sótano del museo, manifestó que esperaba hallar el esqueleto entero de Montaigne en el interior del doble féretro al ser abierto junto con el documento embotellado a principios de 2020, pero claro que no contaba con la pandemia que alteraría la faz del mundo y que seguramente en el escritor de la torre habría desatado el mismo horror que le provocó la peste que en 1585 azotó Burdeos, cobrando la vida de diecisiete mil personas —la mitad de la población— en menos de seis meses y forzándolo a huir junto con madre, esposa e hija “sin abrigo, vestido con lo puesto […] sin saber adónde ir, pues nadie acoge a una familia que escapa de una ciudad apestada”, según refiere Zweig. A la intriga de los restos de Montaigne, que hasta ahora continúa sin ser resuelta, se ha añadido un elemento más: el cráneo y la mandíbula del segundo nicho en la tumba subterránea del Museo de Aquitania podrían pertenecer a Francisco de Goya, que fue enterrado en 1828 en el cementerio de la Chartreuse, el sitio adonde los despojos del ensayista francés se trasladaron de modo temporal cuarenta y tres años después del deceso del pintor español; la cabeza de este faltaba cuando en 1919 su osamenta fue llevada a la ermita de San Antonio de la Florida en Madrid. Imposible no escuchar, al cabo de esta vertiginosa serie de relatos entrecruzados, la voz del propio Montaigne: “No pensemos en nada con más frecuencia que en la muerte; en todo instante tengámosla fija en la mente, y veámosla en todos los rostros.”

La muerte es una figura que desde un inicio ronda con tenacidad los Ensayos, cuyo origen bien pudo ser el intento por extender la conversación con el gran amigo difunto (Étienne de La Boétie) y cuya publicación póstuma luego de que el autor supervisara en vida cuatro ediciones (1580, 1582, 1587 y 1588) fue confiada no a Françoise, con quien Montaigne aceptó fincar un vínculo que él mismo definió como racional y no amoroso, sino a Marie de Guernay, la escritora considerada como una precursora del feminismo cuya pasión intelectual por el ensayista muchos años mayor que ella la convirtió en su editora y prologuista. ¿Habrá sido Marie un sucedáneo inconsciente de las seis hijas que Montaigne y Françoise engendraron, y de las cuales solo sobrevivió una ya que las otras cinco perecieron al poco tiempo de nacer? ¿Qué habrá imaginado Marie al leer una de las opiniones más controvertidas de su ídolo literario: “En nuestro siglo las mujeres acostumbran a reservar sus sentimientos y su buena disposición hacia sus maridos para cuando ellos mueren”? Jamás lo averiguaremos. Lo que sí sabemos, en cambio, es que el último viaje significó para Montaigne una preocupación e incluso cabría decir una obsesión que le dio escasa tregua, quizá porque en él vio la victoria final de su lucha incesante por la independencia y la libertad: “Ignoramos dónde nos espera la muerte; aguardémosla en todas partes. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la vida para aquel que ha comprendido bien que la privación de la misma no es un mal: saber morir nos libra de toda sujeción y obligación.” El primer contacto con el orbe mortuorio se remonta a la adolescencia del autor durante el alzamiento popular de 1548 contra la gabelle o impuesto sobre la sal instaurado por el Antiguo Régimen francés, una revuelta que lo impacta hasta lo más profundo: “El muchacho —anota Zweig— ve cómo cientos de personas son torturadas hasta la muerte con todos los suplicios que el peor de los instintos puede llegar a inventar: ahorcadas, empaladas, atadas a la rueda, descuartizadas, decapitadas y quemadas. Ve cómo los cuervos revolotean durante días alrededor del patíbulo para alimentarse de la carne calcinada y medio descompuesta de las víctimas. Oye los gritos de los torturados y no puede dejar de percibir el hedor de carne quemada que inunda las calles [de Burdeos].” Veintidós años después de atestiguar este episodio dantesco, y al cabo de cumplir con varias funciones legadas por su padre fallecido en 1568, Montaigne se enclaustrará en el piso superior de la torre de su castillo, “el lugar más inútil de la casa” según su descripción, para convertirlo en una atalaya que mira no tanto hacia sus propiedades terrenales como hacia sus fértiles dominios espirituales, que cultivará con brío a lo largo de la siguiente década con ayuda de un lenguaje que bebe de los clásicos griegos y latinos pero también del gascón coloquial escuchado en sus primeros cuatro años de vida entre los humildes leñadores que colaboraron en su formación, y esta decisión de evitar el rebuscamiento verbal para dialogar con el pueblo será retomada por dos contemporáneos suyos, Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare —quien conoció los Ensayos en la traducción inglesa de John Florio de 1603—, para inaugurar la novela y el teatro modernos. “Tu último día contribuye a tu muerte lo mismo que los anteriores que viviste. El último paso no produce la lasitud, la confirma. Todos los días van a la muerte: el último llega”, escribe Michel de Montaigne desde su reclusión libérrima, y con esta certidumbre en calidad de estandarte se lanza a peregrinar por el lugar más útil que hubiera podido localizar: su individualidad fecunda e inagotable.

AQ

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