La reciente invitación de Vicente Quirarte para hablar en el Colegio Nacional sobre mi experiencia en la traducción de poesía, me hizo releer, entre tantos otros autores predilectos, a Henri Michaux (Namur, Bélgica, 1899-París, Francia, 1984). Al volver sobre su obra extraordinaria encontré en una carpeta las primeras versiones que hice de cuatro poemas que recogí de varios libros suyos y en los que se escucha hablar a un conspicuo “Maestro de Ho”.
Parábolas de fingida moraleja, son una pequeña muestra del talento de Michaux para ensayar, tras una máscara chinesca, el agudo escalpelo de la ironía. Viajero incansable, el autor de El infinito turbulento optó siempre por no establecer una diferencia entre la travesía sobre la superficie terrestre y aquella otra —no menos distante e igualmente escabrosa— que hallaba en su propio interior. “Escribo para recorrerme, como quien se toma el pulso”, decía.
A lo largo de su vida, Michaux transitó por diversos rumbos de la escritura y la pintura. Su tentativa fue llevar a cabo un demoledor proceso de liberación espiritual que no eludió la exploración con psicotrópicos ni la escritura inspirada por dibujos de personas internadas en hospitales psiquiátricos.
Celoso guardián de su intimidad, se mantuvo al margen de la vida literaria en París: no daba entrevistas, rehusaba ser fotografiado, no hacía presentaciones de sus libros. En una carta, recientemente conocida, rechaza la invitación a publicar en ediciones de gran tiraje, prefería hacerlo con editoriales que le garantizaran menos de doscientos ejemplares. Hoy en día la obra completa de Michaux ha sido publicada en tres lujosos tomos por la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.
Michaux es artífice de una vasta obra poética en la que verso y prosa se alternan, se mezclan, se confunden y en la que tienen cabida las descripciones minuciosas de estados alterados de percepción, el diario de viaje por regiones profusamente imaginadas y el desdoblamiento en calculadas máscaras. Aquí una de ellas. Entrego estos cuatro poemas en versiones revisadas y puestas al día, al cumplirse el segundo año de mi travesía en el Laberinto digital.
Las esfinges
Todo cae, dice el Maestro de Ho. Todo cae y tú merodeas en las ruinas de mañana.
El hombre que te habla: Esfinge. El hombre que fuiste, el padre que tuviste: Esfinge. Entonces, ¿qué has comprendido de la Esfinge que te fue encomendada?
Una Esfinge se forma en el sitio de aquel que no disuelve, y Esfinge es la causa de tu muerte.
Todo endurece, dice el Maestro de Ho, todo endurece y vuelve a la cabeza. El gesto inacabado, la insuficiencia del corazón, la señal que golpea la oreja.
La sonrisa, el rostro puro que contemplas con avidez, han de ser ellos mismos –incomprendidos- tu plaga. Llegado el tiempo, te cubrirán con duros peñascos.
Todo sedimenta. Todo se vuelve piedra, dice el Maestro de Ho. Del labio a la piedra, del rayo a la ruina.
Laberinto
Laberinto la vida, laberinto la muerte.
Laberinto sin fin, dice el Maestro de Ho.
Todo se hunde, nada libera.
El suicida renace a una nueva desdicha.
La prisión se abre a otra prisión.
El pasillo se abre a otro pasillo:
Aquel que cree desenredar la madeja de su vida
no desenreda nada.
Nada desemboca en ninguna parte.
Los siglos también viven bajo tierra, dice el Maestro de Ho.
Mundo
Debe nacer aquel cuyo destino es morir. Cada nacimiento es una enorme desgracia, dice el Maestro de Ho. Es un enlazarse y un entrelazarse.
Al ganar se pierde. Al avanzar se retrocede.
La muchacha de yoni estrecho, por grande que sea su corazón, tiene un defecto. Y es así en muchas otras cosas.
Alejen de mí al hombre sabio, dice el Maestro de Ho. El ataúd de su saber ha limitado su razón. ¡Ah, Libertad! Dice el maestro. Aparten de mí al hombre que se sienta para pensar.
Es mejor hablar. Hablen y no serán ignorantes. Esperen y se acercarán de inmediato.
Todo fluye, dice el Maestro de Ho. Todo desborda. Todo está ahí.
Una mirada con alas de libélula se posa sobre la persona amada, y rima el mundo sin conocerlo aquel que debe cantarlo.
La calma
He oído a una multitud de cobardes hablar del valor, dice el Maestro de Ho. Y no me he reído.
Nuevas leyes se han dispuesto. Nuevas leyes han llegado. Las leyes se acumulan, dice el Maestro de Ho, pero se trata siempre del mandato de la vieja enana, hojas esparcidas de un árbol sin raíz.
La calma, dice el Maestro.
La calma y la inquietud. Las peregrinaciones de la cierva y la pantera hasta el sitio en que al fin se encuentran. ¡Qué momento! ¡Un momento extraordinario! Y todo se vuelve tan simple, tan simple.
La calma, dice el Maestro de Ho.
AQ