I. ¿No hay de otra?
Nací en un país donde ser lector es un milagro, una chiripa, y a menudo un ser antisocial y engreído. Los niños que leen, dice la gente, no se desarrollan sanos, gastan la vista, se llenan la cabeza de mentiras y el cerebro se les seca. Además, muy ademásmente, son niños tristes, ensimismados, ausentes, ¡ven cosas que nomás ellos! Andan pensando en vaya usté a saber qué. Tienen ese mal que le dio la enfermedad de disvariar al Señor Quijote en la película de Cantinflas… Mi país se llama México y uno de esos niños fui yo.
He caminado mundo, desde entonces, dentro y fuera de los libros, en bibliotecas y palacios, en páginas y montañas, en capítulos y versos, en mares y ríos, en playas donde las olas de la metáfora estallan al sol de la imaginación de la gramática. Perdón, que me distraje delirando en palabras. Vuelvo a mi testimonio:
Crecí en Uruapan del Progreso, Michoacán, una ciudad próspera por voluntad propia, donde había una papelería en mi calle, con una docena de libros en sus vitrinas, y un estanquillo, en el Tercer Portal, que vendía revistas que sí se vendían y algunos libros que malsevendían. Inexplicablemente para los demás y muy menos explicablemente para mí, yo quería leer por admiración del mundo: era tal la maravilla de vivir en ese paraíso de la Tierra, que me daban ganas enormes de que hubiera más, más. Más parques como el Eduardo Ruiz, más ríos como el Cupatitzio, más cascadas como la Tzaráracua, tendría también que haber en otros rincones del planeta —decía el niño que vivía en mí— y la gente ya lo habrá contado, por escrito, para que aprendamos a soñar despiertos. Mi intuición fue certera: encontré en Cándido de Voltaire, en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier y en la muerte de Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle, en la ficción, lo que la realidad me confirmaba: el majestuoso río Orinoco, un parque de maravillas: Eldorado, y las cataratas de Reichenbach, leyendo esos libros. O sea que mi mundo, Uruapan, estaba también en otros mundos.
No hubo ni librerías ni bibliotecas en mi infancia, los libros me los tuve que procurar yo mismo, uno a uno, como joyas, como objetos raros. ¿Fue excepcional y solo para mí ese destino? Hoy, 2022, me pregunto: ¿cuántas —que son ninguna, o casi— librerías y bibliotecas hay en, pongamos, Autlán, Ocotlán, El Grullo, Ciudad Guzmán, Lagos de Moreno, Tepatitlán, Jilotlán de los Dolores, Jalisco? Para no apabullar con ejemplos aplastantes de parises o niuyorques, vamos a ponernos a nivel, caseritos, con ejemplos que están al parejo: donde yo vivo ahora, en Huelva, Andalucía, España, hay, a menos de 500 metros de mi casa, dos bibliotecas públicas de préstamo por tres semanas, gratuitas, que hasta obra mía tienen, cinco librerías (¡Correos tiene librería!) y una feria del libro anual. Y el Corte Inglés (el Palacio de Hierro de acá) ostenta en el obligado del primer piso de la tienda, una gran librería. ¿Con qué de esto cuentan, para leer, mis pueblos de Jalisco? En Autlán está instalada una caseta de libros de las ediciones de la Secretaría de Cultura de México, cerrada, empolvándose, con libros para vender, pero nadie pudo decirme dónde estaba la llave. En San Andrés de Tenerife, Islas Canarias, hay casitas, como de pájaros, en las plazas públicas, con libros, abiertas, para que uno se lleve los que quiera, gratis. San Andrés tiene 42.75 km2 y unos 4 300 habitantes; todas las Islas Canarias miden 7 492 km2; Jalisco abarca 78 588 km de superficie, y Autlán tiene 952 km2 y unos 65 000 habitantes. La provincia de Huelva tiene como 525 000 habitantes, el estado de Jalisco anda por los 8 millones y medio, ¿y en librerías y bibliotecas, cómo andamos? No exagero cuando digo que en mi país un lector es una chiripa o un milagro.
II. ¿Sí hay de otra?
¿Será —como así fue en mi vida— que la lectura siempre lleva a otra parte, mientras uno lee, mientras uno habla: mientras uno lee lo que los otros escribieron por hablárnoslo? Sí, es lo que me acaba de pasar, por andar leyendo. Vuelvo a mi testimonio.
Durante mi niñez, la única posibilidad de acercarme a un libro estaba en mi calle, Manuel Ocaranza, en la Papelería Cárdenas. En lecturas posteriores sabría que este pintor, Manuel, fue novio de Ana Martí, la hermana de José Martí, el prócer cubano (prócer es una palabra que aprendí por lecturiento). Gracias al periodo de verano entre segundo y tercer año de secundaria, pude trabajar en la pizca de algodón en Nueva Italia (por Dante Cusi, mi tocayo), y con esos ahorros me cumplí un antojo de “hombre de mundo” (más tarde me gustaría más que ser “hombre de mundo” ser “hombre de letras”, que es lo que soy ahora: no cosmopolita sino bibliopolita).
Que fueron dos los antojos y profundos: un anillo para mi madre y dos libros para mí (los que había, de lectura, en la papelería): El Quijote, de Cervantes, y Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Así creció Uruapan para mí, mi geografía; un nuevo río, el Mississippi; otro paraje: La Mancha; y otro espacio orográfico: la ínsula de Barataria. Conviví con un par de divertidos personajes de mi edad, Tom Sawyer y Huck Finn, y con la dupla genial de dos hombres que van volviéndose uno mismo: Alonso Quijano y Sancho Panza. Poco me importaba (dicho en español correcto) y me valía madres (dicho en mexicano correcto) ser el niño raro que leía.
¿Por qué mis compañeros de vida no leían, por qué en mi país no se lee? Años de preguntármelo me llevaron a acumular datos, observaciones, experiencias. Los niños que leen no son simpáticos; los que echan maromas, sí. Con leer, solo se consigue humanidad, tolerancia, plenitud de espíritu, comprensión, empatía, ¡puros abalorios devaluados nomás! Tirar patadas y meter goles, eso sí, hasta un arte es, y deja dinero, fama y chavas buenototas. Las musas de los lectores son lánguidas, melancólicas, lectoras y hasta frágiles (La dama de las camelias, Ana Karenina, Susana San Juan), mientras que aquellas de los futbolistas, pechugonas y operadas de todo hasta del cerebro, de las que no podemos decir nada porque nada se ha escrito para que lo podamos leer los lectores de un país que abarrota estadios aztecas (sin puta idea de lo que fue la cultura náhuatl) de casi noventa mil asistentes; minusválido país en el que per cápita, según las estadísticas oficiales, le toca leer tres libros al año (ante los 47 de Finlandia, nomás por no joder con Alemania o España, países que sí saben medio hacia qué continente quedan los amantes —qué chinga le pusieron a esa palabra aplicándola a las patas— del futbol), de cuyos tres libros yo, y muchos de mis amigos, nos tenemos que echar la placentera tarea a cuestas para sostener la estadística de los que jamás han abierto las páginas, ya no digamos de un libro —cosa fácil—, sino del corazón de papel de una mujer —algo tan sofisticado que es muy indispensable saber leer en la penumbra de sus ojos qué Tzaráracuas, qué Cupatitzios, qué parques encantados espera su imaginación que le relates. Es evidente que leer no sirve para nada. Solo ayuda a vivir. Muy poca cosa. Una minucia, frente a la ignorancia, la vida.
Dije, al principio, dos palabras: milagro y chiripa. Y luego conté cómo a mí me tocaron, inexplicablemente, ese milagro y esa chiripa. México tiene 130 millones de habitantes, y si, como dicen las cifras oficiales, cada uno lee tres libros, eso nos da 390 millones de libros, ¡qué bonanza para los editores, hay que invertir en la industria editorial mexicana, señores magnates de Wall Street! Lamentablemente, esto no es ficción —una maravilla del imaginario—, sino que es falso —una tragedia de la realidad—. En México, solo leen los raros.
Los raros son los como yo; los como usted, si me está leyendo. No habría adictos a las drogas si no hubiera drogas. Habría lectores si hubiera libros. Las drogas están a la mano, los libros no.
AQ