Aristóteles pensó en dos formas de plantear los problemas del mundo: desde la reducida lupa de lo esotérico, o desde el faro que salvaguarda el inmenso mar de lo exotérico. Desde sus inicios la filosofía pareció dividirse en dos estilos expositivos muy notables, el primero se encontraba destinado sólo a los iniciados, y estaba construido por las caras lánguidas de la erudición vestida de toga. Mientras que la exposición exotérica tomaba por público a los no iniciados, al vulgo, a hombres y mujeres que habitaban afuera del privilegiado mundo de las teorías académicas.
Independientemente de los extremos de una u otra posición, también se puede hacer filosofía desde un punto medio. Siempre han existido pensadores que han incluido en sus palabras al mundillo del vulgus —a veces tan menospreciado por el abolengo filosófico— y que al mismo tiempo han logrado ser lo suficientemente profundos para ser considerados por el déspota carácter de los más eruditos. Bajo este carácter de phrónēsis intelectual, el trabajo del filósofo y politólogo Gerardo Ávalos ha logrado caminar a lo largo de las décadas, planteando con prudencia epistémica asuntos que han sido formulados por los iniciados, pero siendo expuestos en un lenguaje claro y no por ello de menor hondura y rigor.
Ávalos ha entendido muy bien a quiénes debe ser dirigida la exégesis del pensamiento, y escribe para ser entendido lo mismo por un público amplio, un estudiante de cualquier nivel, y aquellos lectores que están y no fuera de la universidad.
En su reciente libro, El monarca, el ciudadano, el excluido. Hacia una crítica de lo político, Ávalos se vuelve un hegeliano de la praxis, aplicando para su labor ensayística el método dialéctico, por medio del cual supera tanto los vicios de la criptología académica como las reflexiones vanas de columnistas o analistas comprometidos con el proselitismo, con el sensacionalismo y la inmediatez coyuntural. Ávalos alcanza en esta obra una síntesis de ideas que terminan resolviéndose en una hermenéutica novedosa del problema de lo político. Para ello, también retoma el lúdico arte de la dialéctica clásica, como esa techné de conversar no sólo con un amplio público de lectores, si no también, con una pluralidad de autores y épocas.
Por las páginas de Ávalos desfilan desde los iconos griegos del pensamiento político —Platón y Aristóteles— hasta los más modernos y contemporáneos, como Maquiavelo, Kant, Hobbes, Arendt, Schmitt, y aun el por muchos repudiado Žižek. Pero no nos confundamos, porque el objetivo de El monarca, el ciudadano, el excluido. Hacia una crítica de lo político no es volverse una “largometrología” académica de los pensadores antes mencionados, ni tampoco esbozar una genealogía de cómo es que, a partir de una evolución, o involución, llegamos a lo que hoy entendemos por “política”.
Lo que Ávalos hace —y quisiera ponerle un nombre porque mi deformación académica me lo exige— es un tipo de reflexión “trascendental” del ejercicio político, o, mejor dicho, una “ontología de la política humana”, me explico: el autor piensa el asunto de lo “político” desde tres figuras arquetípicas principales, que son el Monarca, el Ciudadano y el Excluido. Mismas que se pueden encontrar en todo ejercicio del poder y, por supuesto, en todo siglo, para así distinguir “entre la política como la actividad práctica orientada al gobierno de una comunidad humana, y lo político, como el universo conceptual que configura la forma que hace las veces de denominador común de cualquier política”.
Pero ¿cómo es que, a partir de la política, se llega a lo político —y a la inversa— usando las tres figuras arquetípicas que subyacen a toda época alrededor del ejercicio del poder? Pongamos un ejemplo para responder a esta que es la cuestión central del libro. Imaginemos cualquier comunidad que está adherida a determinada institucionalidad política. Imaginemos nuestro propio republicanismo democrático como esa figura —metafórica— del “Monarca”, que desde la reflexión filosófica de lo político se explica como la Unidad de lo que se construye a su alrededor: un ejecutivo, un legislativo, secretarías de estado, servidores profesionales no sólo a cargo de elaborar, sino también de hacer cumplir la aplicación de las leyes, de “gestionar la violencia”, etcétera. Dicho orden —por supuesto— habrá de ser legitimado por la figura del “Ciudadano” que asume la Institución política, y los parámetros económicos, sociales y de convivencia regulados por aquella Unidad.
Pero como toda época también consigna sus negatividades y contrariedades, es en la figura del “Excluido” en la cual Ávalos —muy a la Hegel— habla de esos movimientos antitéticos que van sumando contradicciones a lo institucionalizado por una época, movimientos que tras cierto tiempo serán nuevamente subordinados a una dialéctica positiva de la política, que conformar nuevas formas y órdenes para regular un Estado.
No sería ocioso ahora situarnos en cualquier otro siglo en el cual las monarquías y las dictaduras fueron las que cayeron a manos de lo “Excluido”, deviniendo así en sistemas políticos más respetuosos con las libertades económicas e individuales. Pensemos que esa misma efervescencia de contradicciones y negatividades que en el pasado sumaron a la Unidad de un orden democrático, en el futuro podrían sumar también a la existencia de órdenes y sistemas políticos no democráticos.
Nada de la tragedia del eterno retorno de lo humano debería resultarnos ajeno.
Es y será en la convulsión del malestar y negativismo representado por el Excluido —del cual habla Ávalos— en donde se encierra la posibilidad de repetir la historia de sistemas políticos totalitarios, y otros tipos de prácticas alejadas del republicanismo. Mismas que cada cierto tiempo vuelven bajo el velo de propósitos progresistas y transformadores, pero que en realidad se fundan por la inconformidad frente a lo establecido. Dichas negatividades son las que ocupan el espacio o la imagen de lo Excluido, volviéndose “el lugar de la negación, la condición de posibilidad de todo movimiento dialéctico que da forma, contenido y perfección, a toda la institucionalidad del Estado e incluso del imperio en tanto orden político mundial”.
Ávalos navega así por el abstracto mundo de lo “político” que después se materializa en la “política”. Lo político es la semilla de los ideales y las utopías sociales, que después se objetivan como luchas colectivas contrasistema. Lo político siempre ha sido pues “un rasgo esencial de la política como momento de creación colectiva o comunitaria de lo nuevo, de lo que no estaba preestablecido en el orden institucional”.
Cuando leía el libro de Ávalos, no paré de recordar las sabias palabras de Gómez Dávila: “las ideas de izquierda engendran las revoluciones, las revoluciones engendran las ideas de derecha”.
AQ