Fui un niño lector. Es decir, un niño que además de jugar futbol y ver televisión, leía. Debo de haber aprendido a leer a muy temprana edad, pues me encantaba la caligrafía, cuyos rudimentos nos enseñaban desde el kínder, y no así la aritmética, una ciencia con la que siempre he tenido dificultades (no olvido cuando pude, por vez primera, leer de un solo golpe y sin tener que deletrearla antes, una palabra completa; fue una suerte de acto mágico que aún ahora me sorprende). Leía cómics, todos los que caían en mis manos: Tarzán, Batman, El Hombre Araña, Supermán, La Pequeña Lulú, Memín Pinguín, Los Supersabios, Rolando Rabioso, Chanoc, las historias de santos en la colección Vidas Ejemplares y las aventuras en color sepia del otro Santo, el paladín de la lucha libre mexicana, entre muchos más. Dos de mis héroes de entonces, Kalimán y el Llanero Solitario, han tenido breves apariciones en algunos de los poemas que he escrito. No es de extrañar que la lectura de historietas sea el camino iniciático de muchos futuros lectores de libros. El filósofo Fernando Savater confiesa que sigue prendado por ciertos cómics. Mi amigo Vicente Quirarte, notable poeta y erudito, ha hecho del tímido Peter Parker el héroe urbano de nuestra era, y José Carlos Becerra —tan tempranamente desaparecido— nos legó un poema inolvidable: “Batman”.
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Leí mi primer libro a los 9 años, gracias a mi abuelo materno, el doctor Edmundo Azcárate, quien además de la lectura era un apasionado de la ópera, el ajedrez y el béisbol. Muy joven, en los años de la Revolución, mi abuelo cayó prisionero de un grupo zapatista que asaltó un tren en el que viajaba de Cuernavaca a la Ciudad de México. Al ser interrogado, mi abuelo, con la franqueza que lo caracterizaba, respondió que él era apenas un estudiante de medicina. Esta declaración le valió ser inmediatamente reclutado en las filas revolucionarias y llevado ante la presencia del mismísimo Emiliano Zapata. Durante los meses de su servicio forzado, mi abuelo entabló cierta amistad con Zapata y, entre una campaña y otra, jugaban ajedrez. “Jugaba bastante bien”, nos decía. Una vez le pregunté quién de los dos ganaba esas partidas. Mi abuelo, que había sido campeón nacional y era un maestro en el arte de jugar partidas simultáneas, me respondió, muy serio: “ganaba el General, por supuesto”. Pues bien, además de enseñarme el arte de Capablanca, mi abuelo, seguramente intrigado por las horas en que me veía pasar de un cómic a otro, me obsequió mi primer libro: La mujer del pirata, de Emilio Salgari. Conservo esa edición —y buena parte de la colección a la que pertenece— tan precariamente encuadernada que no me atrevo a abrirla, pues temo que se me desbarate en las manos. Me contó, además, la historia de ese libro. Niño de recursos limitados, mi abuelo había reunido unas monedas recogiendo botellas vacías que vendía después. Con ese dinero pudo comprar el libro. Luego de leerlo tuvo la idea de juntar a los niños del vecindario —la mayoría analfabetas— y contarles, de viva voz, la historia. El éxito fue rotundo. Todos querían escuchar más. Mi abuelo les pidió entonces que contribuyera cada uno con un centavo prometiéndoles que a la semana siguiente escucharían otra historia. De esa manera se fue haciendo de la saga completa que muchos años después llegaría a maravillarme a mí también. El gran Sandokan, sus camaradas Yáñez y TremalNaik, la hermosa Mariana “La Perla de Labuán” y los piratas de Mompracem, poblaron mi infancia con épicas batallas e inagotables aventuras por la reconquista de un reino usurpado.
Los 9 años son una edad axial. Baste con decir que a esa edad —toda proporción guardada— Dante Alighieri sitúa su primer encuentro con la inalcanzable Beatriz. Yo vi de manera contundente los ojos azules de mi prima Martha y su cabello castaño claro que habían de recordarme, inevitablemente, a la Mariana de mi admirado Sandokan. Un descubrimiento fundamental en esos años y para lo que vendría después. He escrito en otras ocasiones que tuve una primera infancia nómada. A causa del nuevo trabajo de mi padre —quien había sido gerente de la Editorial Aguilar en la Ciudad de México y lo era ahora de las máquinas de coser Singer— hicimos breves estancias en Guadalajara e Irapuato hasta instalarnos en León. Ahí, en el Instituto Lux de los jesuitas cursé tercero y cuarto de primaria. Vivíamos en la colonia Martinica, a una cuadra del estadio de futbol y a tres de un enorme llano al que bautizamos como “el campito”. Mi padre, quien durante una corta temporada había escrito sonetos y estudiado pintura en La Esmeralda, era impermeable a cualquier entusiasmo deportivo, pero había reunido una pequeña biblioteca y adonde quiera que hiciéramos mudanza cargaba siempre con una reproducción de La bordadora, el hermoso cuadro de Vermeer. Enmarcada con sencillez, esta pintura ocupaba un lugar importante dentro del espacio consagrado a sus libros (conservo, entre otros que le pertenecieron, las Obras completas de Santa Teresa de Jesús y las de Federico García Lorca, en las lujosas ediciones impresas en papel biblia y encuadernadas en piel de Aguilar). Luego de la gozosa inmersión en el mundo de Salgari comencé a explorar esa biblioteca. Nuevos y felices hallazgos: Tom Sawyer, La isla del tesoro, Robinson Crusoe… Dos libros, colocados en la parte más alta de la estantería, llamaban mi atención. Una tarde convencí a mi hermano Luis, un año menor que yo, para que me ayudara a bajar el más grueso de esos tomos. Se trataba de la enorme edición de la Biblia ilustrada por Gustave Doré. Comenzamos a hojearlo y nos quedamos pasmados: había cuerpos desnudos en cada lámina. Eran escenas del diluvio universal y las mujeres voluptuosamente ahogadas se ofrecían a nuestros ojos de niños provincianos con un extraño y ambivalente poder de seducción. A pesar de su título conciliador y de su esbelto formato, el otro libro nos deparaba aún mayores sorpresas. Acapulco en el sueño mostraba fotografías en blanco y negro del puerto, el malecón, sus playas y sus habitantes, acompañados de textos inexpugnables… Todo un tanto aburrido hasta que, de pronto, al volver una página, nos asaltó la imagen de los portentosos pechos desnudos, provistos de negros pezones, de una acapulqueña. Creo que ambos soltamos una sonora carcajada. Y aunque nuestros padres nunca nos prohibieron tomar libro alguno, esperábamos siempre a que se ausentaran para volver a hojear estos volúmenes.
Hoy, tantos decenios después y ante la definitiva ausencia de nuestros progenitores, nos repartimos esa mínima herencia: Luis conservó el tomazo bíblico y yo me quedé con aquella primera edición que reúne el talento fotográfico de Lola Álvarez Bravo y la espléndida prosa de Francisco Tario; un autor, dicho sea de paso, que tardaría años en incorporarse con pleno derecho al canon de los “raros” de nuestra literatura. Pero esta es, literalmente, otra historia.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura' (Universidad de Guadalajara, 2022), coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares. Publicado con autorización de sus editores.
AQ