Mucho trajín ha habido en torno a Amado Nervo en ocasión de conmemorarse los cien años de su fallecimiento, acaecido en Montevideo, cuando fungía como Ministro Plenipotenciario de nuestro país. Su entierro multitudinario en la Rotonda de los Hombres Ilustres, que tuvo lugar el 14 de noviembre de 1919, lo consagró como el escritor mexicano más popular de todos los tiempos. Ahora se le recuerda por “La raza de bronce”, que el poeta habría leído en 1902 en presencia del entonces presidente de la República, Porfirio Díaz, y por más de una docena de poemas edificantes y a veces francamente píos, de inspiración franciscana y conciliatoria, al grado que mi amigo Juan Villoro lo considera un precursor del movimiento jipi.
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No cabe duda que estaba tocado por el genio. Pero las prédicas piadosas acerca del “misterio” de la vida y sobre la armonía teosófica del universo, de tintes orientalistas, son la parte “comercial” de su imagen. A mí me gustaría que se rescatara sobre todo el “primer” Nervo, la etapa del escritor contagiado por el virus del decadentismo quien con su poema “Ante el sepulcro de Gutiérrez Nájera” (1896) rinde tributo al gran iniciador de nuestra modernidad literaria, y unos meses antes, cuando apenas cuenta los veinticinco años, publica su primera novela corta, El bachiller, la historia de Felipe, un devoto seminarista que ante las insinuaciones sexuales de una jovencita decide seguir el ejemplo de Orígenes, y se emascula para cortar de raíz la base de la tentación. El texto causó escándalo en su época. Además, muy pronto se tradujo al francés, lo que le dio una temprana fama internacional.
Me impresiona el Nervo que colabora primero en la Revista Azul, que dirigía Manuel Gutiérrez Nájera, y después en la Revista Moderna, en la que fraterniza con los conocidos decadentistas Jesús Valenzuela y Julio Ruelas. Éste último ilustrará algunos de sus poemas más escabrosos.
Lo primero que me viene a la mente es un magnífico soneto dodecasilábico titulado “Andrógino”. El autor declara estar enamorado de un ser refinado y exquisito que no es ni hombre ni mujer, sino una mezcla que de cierto modo resulta superior a ambos. Es de imaginarse que los castos oídos porfirianos, todos moralidad y orden, tendrían que haber crujido con la música de este texto que no quisiera reducir con ningún comentario. Por eso prefiero transcribirlo para que el lector juzgue y disfrute:
José Emilio Pacheco, de cuya Antología del modernismo (1884-1921) transcribo este soneto, aclara en una nota que se antoja modelo de recato: “Este poema no parece responder a ninguna experiencia vivida de Nervo sino más bien a la temprana imitación libresca de una moda (…)”. Experimentado en carne propia o no, según se atienda la observación de Pacheco, el asunto del poema es tremendo y rompe con la moral establecida.
Otros sonetos mencionables en esta línea serían “El viejo sátiro”, que ilustra Ruelas en la Revista Moderna (“Ya murió para él la venusina/ estación, Afrodita no le asiste/ ni le quieren las ninfas…; ya no existe/ el placer, y la atrofia se avecina”) y “Las sirenas”, evocación de un abrazo lésbico a lo Courbet que se disfraza de amor entre dos hermosas sirenas. Escribe Nervo, sin duda deleitándose: “…tornan, giran,/ se besan en los labios escarlata,// sumérgense abrazadas en las olas,/ y resurgen unidas sus dos colas/ como una lira trémula de plata”. Aquí vemos cómo se conjuntan en armonía, para citar a Pacheco, “la música de la palabra aprendida en los simbolistas y la precisión plástica tomada de los parnasianos”.
La pieza de resistencia del Nervo decadente y nihilista la encuentro en su poema “Implacable” (1895), también ilustrado por Ruelas. Aunque es cierto que ya José Juan Tablada, en su famoso poema “Ónix”, aparecido un año antes, había concluido con una escalofriante síntesis en la que se declaraba al mismo tiempo ateo, insensible al amor y apátrida (en la tediosa calma de mi vida “no hay un Dios, ni un amor, ni una bandera”), Nervo pone ahora el acento en el tema nietzscheano de la “muerte” de Dios. Los modernistas mexicanos, y entre ellos de modo señalado Julio Ruelas, quien sabía alemán, fueron los primeros divulgadores del pensamiento de Nietzsche en la cultura mexicana, sin necesidad de pasar por la mediación de los franceses como alguien ha llegado a escribir.
“Implacable”, texto endecasilábico que corre a lo largo de siete secciones, expone la búsqueda frenética de una fe, de un asidero trascendente que otorgue calma y certidumbre ante la zozobra de la existencia. Así habla la voz poética central: “Cristo, Brahma,/ Alá, Jove, Adonai, quienquiera que seas,/ retira de mis labios este cáliz,/ Padre, ¡Ten compasión de mis tristezas!/ Solíviame la carga de una estéril/ juventud que intoxica la increencia,/ o dame una fe tal cual la tenían/ los guerreros antiguos en su empresa (…)”.
La crisis está ahí, y busca una respuesta. La alternativa a esta imploración desgarrada la aporta, de modo por lo demás inesperado, la voz de una mujer: “Y Ella dice envolviendo en el escándalo/ de sus vastas pupilas mi alma entera:/ «Dios ha muerto… hace mucho… le matamos/ Nietzsche y yo, en el azur y en las conciencias./ Ven, levanta tus ojos al vacío:/ ¿qué ves?»/ La vía Láctea, sementera/ de soles.../ <<No por cierto: es su cadáver,/ ¡el cadáver de Dios en las esferas!»".
Me parece que lo notable no es tan solo esta muy temprana referencia a Nietzsche, y además dentro del cuerpo de un poema, sino que en el texto de Nervo el filósofo tenga un cómplice, alguien que le ayuda en la tarea inconmensurable de acabar con Dios, y que en este caso, el cómplice sea ni más ni menos que una mujer. La mujer, ¿culpable del deicidio? ¿Qué quiso decir Nervo al otorgarle a la mujer este papel de coadyuvante del filósofo? ¿Será que sin el concurso de la mujer, la famosa “muerte” de Dios no habría podido tener lugar?
El asunto, lo confieso, me sigue intrigando y no tengo de momento una respuesta que me satisfaga.
ÁSS