Padre Marcelo Pérez: ¿Qué pasó el día de las desapariciones en Pantelhó?

Crónica

En esta segunda entrega sobre su actividad en Chiapas, el sacerdote cuenta su versión sobre su presunta relación con el grupo de autodefensas El Machete y los hechos violentos ocurridos en la región de los Altos.

Pueblo creyente, frente a altar maya. (Foto: Enriqueta Lerma Rodríguez)
Enriqueta Lerma Rodríguez
Ciudad de México /

Llegada a Pantelhó

Pareciera que una niebla gris invade el recinto parroquial al momento de abordar las preguntas difíciles. El silencio se hace profundo entre ambos. Llegó la hora de hablar de los desaparecidos:

     —Cuéntenos, padre, hace unos meses empezó una campaña en los medios de comunicación, hablando de usted. Un grupo de personas lo señala como el responsable de la desaparición de 21 hombres en el municipio de Pantelhó. Todo resulta muy nebuloso porque no sabemos la historia de lo que ocurrió. ¿Qué fue lo qué pasó?, ¿cómo sucedieron las cosas? Lo único que sabe la opinión pública es que hay una serie de fotografías en las que usted aparece en el balcón principal del palacio municipal de Pantelhó, rodeado de hombres con el rostro cubierto, identificados como integrantes de El Machete. Se ve que usted dirige la palabra al frente de una plaza llena de gente angustiada. Pero como tampoco es claro qué tipo de organización es El Machete (aunque se asume como grupo de autodefensa indígena), ni qué hacía usted ahí, las cosas son todavía más confusas. Pienso que esta es una oportunidad para que usted nos comente qué pasó en ese sitio.

Justo cuando el padre Marcelo comienza a hablar sobre el caso de los desaparecidos la cámara de video se apaga. (Cuando más tarde revise la grabación de voz descubriré que ésta también tuvo problemas: la grabadora registró un efecto que distorsionó lo que dijo. De modo que el testimonio que redactaré sobre lo que sucedió en Pantelhó, será una reconstrucción hecha con las notas y la memoria de aquel diálogo. Solo eso).

     —A finales de mayo del 2021, las autoridades de las comunidades de Pantelhó me buscaron: comisariados, agentes y algunos catequistas católicos. Fueron a Simojovel y me dijeron: “Padre, ayúdanos, porque ahí el crimen organizado en Pantelhó es muy fuerte, llevamos más de 200 muertos”. “Bueno, les dije, a ver qué puedo hacer. Vamos leyendo la palabra de Dios. Yo los invito a que hagan oración con las comunidades para que encontremos el camino”. No me acuerdo cuántas veces llegaron a la parroquia. Así que llevé el caso a una instancia superior a nivel diocesano. Ahí se decidió formar una comisión de mediación con los hermanos de Pantelhó. Se hizo con diez agentes municipales, cuatro comisariados, tres catequistas de la iglesia católica y tres pastores evangélicos, a la que se llamó Comisión de veinte. Pensamos que esta comisión debía estar bien representada porque el problema no era religioso sino social. Y le dije a sus integrantes que hicieran un documento que explicara cuál era la situación, ya que pediría una cita en el palacio de gobierno del estado para exponer el caso. A finales de junio fuimos al palacio. Nos atendió Leonel Reyes, coordinador de asesores del Gobierno de Chiapas; la verdad es que no nos tomó en serio. Su actitud de omisión fue la que permitió que se desbordaran las cosas en Pantelhó. He tratado con otros funcionarios que, cuando presento un tema, checan cuáles son los puntos y llaman a las dependencias para hacer una reunión interinstitucional, pero éste no.

Las cosas se complicaron, todavía más, por dos asesinatos que se sumaron al contexto, de por sí, violento; primero mataron a un hombre llamado Pedro Sántiz, el 3 de julio, y dos días después, el 5, mataron a Simón Pedro, un catequista que vivía en la comunidad Nueva Israelita y que había sido presidente de la cooperativa Las Abejas, formada con sobrevivientes de la masacre de Acteal. Lo mataron en Simojovel enfrente de su hijo. Me tocó acompañarlo al hospital, pero ya había muerto. ¿Se imagina la tristeza de ver morir al propio padre por las balas disparadas desde una motocicleta? Lo pienso y me invade la tristeza. Después del asesinato de Simón Pedro, la violencia se intensificó en Pantelhó, aunque, de por sí, ahí, desde hace tiempo, siempre hay muertos. Pero ahora la violencia se vino en cascada. Estaba apenas asimilando el asesinato de Simón Pedro, cuando me llamaron de la Comisión de veinte para decirme que fuera a la fiscalía de Pantelhó para ver qué hacíamos con el caso de Simón Pedro, pero también para atestiguara que habían encontrado dos bombas en Nuevo Israelita. Nadie quería supervisar si realmente eran detonantes, no sabían quién las había colocado, ni cómo desactivarlas. El 6 de julio fui con la Comisión de veinte y, en efecto, encontramos los explosivos. La fiscalía dijo que no podía desactivar las bombas porque estaban muy sofisticadas, así que mejor se decidió llamara a la Guardia Nacional para que las detonara de forma controlada, antes que causaran un mal mayor. Sin embargo, la Guardia Nacional pospuso la detonación de las bombas hasta el día 8. El hecho de que se postergara la explosión hizo que en la Comisión de veinte nos dispersáramos hasta un nuevo llamado.

Las Abejas en una peregrinación en contra del alza del precio de la gasolina. (Foto: Enriqueta Lerma)

Aquella noche, día 7 de julio, no sé a qué hora —o si amaneciendo el día 8, justo cuando bajamos un poco la guardia en la comisión—, fue que se dio conocer el grupo de autodefensas El Machete. Yo no puedo decir mucho de El Machete porque no lo conozco. Dicen algunos que yo lo comando, pero no es así. Igual que todos, me enteré de su existencia por las redes sociales. Me di cuenta, el día 8, por Facebook, que se había presentado un enfrentamiento entre un grupo “que se hacía llamar El Machete” y otro de sicarios. Lo que sí puedo decir es que esa zona estaba azotada por la violencia, y, me parece, que El Machete, cuando se organizó, lo hizo porque estaba cansado de tantos muertos y desaparecidos; porque, eso sí es cierto: la gente se quejaba del amedrentamiento de un grupo armado al que todos los conocen como “los Herrera”. Yo no sé si sea cierto, pero dicen que “los Herrera” tomaron fuerza como matones en la zona, debido a la impunidad de la que gozaba un ex juez municipal de Pantelhó, llamado Austruberto Herrera. Dicen que sus hijos, junto con él, se metieron en cosas turbias y por eso les interesaba controlar la región, y por eso la gente les tiene miedo, y los acusa de la muerte de varias personas.

En la Comisión de veinte intentamos pacificar el área y de encontrar una salida negociada a la violencia. Pero las cosas se pusieron peor el 26 de julio. Resulta que llegó a Pantelhó un fiscal de justicia indígena, Gregorio Pérez Gómez, enviado a resolver el conflicto. Pero no pudo porque la gente no quería hablar, ni negociar, ni nada. Lo que la gente quería era que el juez llevara a la Guardia Nacional y detuviera a los miembros de “los Herrera” y demás sicarios. Entiendo que el juez se negó porque no tenía ninguna orden para hacer detenciones. Pienso que el problema con este juez fue, como me dicen los hermanos de la iglesia, que le dio permiso a la gente para actuar de mala manera. Porque cuando el juez se sintió presionado por un grupo de hombres encapuchados y con la cara cubierta, les dijo: ‘Bueno, yo no puedo detenerlos, pero hagan según sus usos y costumbres’.

“Y en ese contexto, los ‘usos y costumbres’ toman un rostro sangriento. Algunas personas dicen que los encapuchados, acompañados de una torva de gente, quemaron algunas casas y fueron por los 21 hombres, los llevaron a golpes al quiosco que está en el centro del pueblo, los ataron de brazos, los lleva a un paraje lejano y los desaparecieron. Yo vi a los hombres que dicen, amarrados de las manos en el quiosco, a través de un video que todavía circula por internet. Todo esto que te digo es lo que me contaron, porque yo no estaba ahí. Yo estaba en Simojovel en mis tareas como sacerdote.

“Como pensamos que las cosas podían ponerse todavía peor, en la Comisión de veinte decidimos que era momento de intervenir para detener la violencia. Entramos con la Guardia Nacional el 27 de julio. Llegamos más o menos como a las diez y media de la mañana. Cuando llegamos el padre Miguel (párroco del lugar) estaba presidiendo la misa en la iglesia porque ese día había novenario de Jesús de la Buena Esperanza. Cuando nos dirigimos al parque estaba llenísimo de gente, y todos con sus rostros tapados. No sé si sabían que iba a entrar la Guardia Nacional, si esperaban que entráramos los de la comisión o si aguardaban algo más. Pero todo mundo estaba ahí reunido, en espera de que pasara algo. El ambiente se sentía pesado y se notaba mucha tensión, como si algo muy malo fuera a pasar.

Seminaristas diocesanos cantando frente al Altar Maya. (Foto: Enriqueta Lerma)

No sé si la gente se cubría el rostro por seguridad. Supongo que sí: todo era muy hermético y entre murmullos. Y entonces, fue que me dijeron: “háblale a la comunidad”, y ya me hicieron subir en el palacio municipal. Es ahí donde me tomaron las fotos que después salieron en la prensa. De esas fotos se agarran algunos para decir que yo encabezo al Machete. Pero no es así: yo aparezco rodeado de personas con el rostro cubierto en el balcón del palacio, pero no sé quiénes son; son hombres que nunca había visto. Algunos dicen que son del Machete y que, por estar detrás de mí, me estaban escoltando, pero no de ese modo.

“No subí solo, iban conmigo algunos de la Comisión de veinte. Les dije: “Hermanos, ustedes son hijos de Dios, no caigan en la misma violencia como han caído los otros. Vamos a buscar una solución por la vía del dialogo; yo voy a hacer interlocución con el gobierno por ustedes para resolver esto. Y entonces, escucho —entre otras palabras que dije—, escucho a la multitud: estaban dolidos y preocupados por lo que había pasado. Fue después de esa platica que la comunidad me pidió que hiciera un patrullaje con el ejército y la Guardia Nacional. Estos se habían replegado en su cuartel, instalado provisionalmente en un kínder. Hablamos con ellos y les pedimos, a petición de la comunidad, hacer el patrullaje. Tampoco estaban seguros de hacerlo: ‘¿Y, no nos van a hacer nada?’, preguntaban. ‘No —les aseguré—, ya pasó la violencia’. El patrullaje se hizo. Eso calmó la persecución de más personas, sino se hubiera hecho ese patrullaje, tal vez, no solo estaríamos preocupados por la desaparición de 21 personas, tal vez estaríamos buscando a más hombres. Lo que hicimos fue detener la violencia.

“Las cosas se calmaron un poco en Pantelhó, pero eso no significó que se acabara con la violencia y las injusticias… ¿Supiste que después mataron al fiscal de justicia indígena, aquí en San Cristóbal? Dicen que lo mataron porque dio manga ancha al abuso al permitir al pueblo actuar según usos y costumbres. Pero, realmente, no sé si esa fue la causa.

“Aunque para mí es reprobable, no todos vieron mal lo que pasó con los 21. Algunos en Pantelhó opinan que realmente los desaparecidos sí eran sicarios y que sí eran quienes tenían azotada a la gente. Otros dicen que no, que eran completamente inocentes. Por eso es tan difícil hablar de lo que pasó con ellos; nadie quiere decir abiertamente lo que piensa; nadie da una pista; nadie quiere declarar ante la ley. Les pregunto: ¿Qué pasó el día de las desapariciones? Y todos contestan: ‘No sé’, ‘no sé’, ‘no sé’. Si nadie habla, nunca podremos resolver la situación. Eso se debe a que la comunidad está dividida: unos tienen familiares asesinados por los sicarios, otros son familiares de los 21 desaparecidos, otros son parientes de “los Herrera”, otros están con El Machete, otros no. ¿Te imaginas lo que será vivir en un lugar donde todos están divididos?

“El problema en Pantelhó no parece que vaya a resolverse pronto, desgraciadamente. Por ejemplo, Pedro Cortés, una pieza fundamental en la Comisión de veinte, empeñado en construir la paz, ahora se encuentra encarcelado, acusado de ser responsable de las desapariciones. Primero lo puso El Machete al frente del Consejo Municipal de gobierno cuando tomó el palacio y luego lo hizo renunciar, cuando desconoció ese mismo consejo. Las cosas están muy revueltas, pero nadie tiene claro el panorama porque nadie quiere hablar. Creo que nos tardaremos en entender lo que realmente está pasando porque todos guardan silencio”.

Pueblo creyente, frente a sacerdotes. (Foto: Enriqueta Lerma(

El sacerdote me mira con una tristeza profunda. Sé que él tampoco va a hablar más, ni de más. Retoma la palabra para concluir la entrevista:

     —Pienso que hicimos bien en entrar con la Guardia Nacional para terminar con la quema de casas. Como le comenté antes, he construido mi trayectoria como ayudante en rescatar personas. El gran problema que pasó allí, es que nadie me daba información, por eso no pude mediar para saber dónde estaban los desaparecidos. No tuve la información para saber con quién y cómo negociar su liberación. Eso me entristece: saber que pude haber hecho más, pero nadie me dio ningún dato. Todos guardaron silencio.

     —¿Y qué les diría a los familiares de los desaparecidos? —pregunto para cerrar el tema, antes de que su secretaria vuelva a entrar para recordarle que le esperan afuera.

Él también sabe que debe concluir la entrevista:

     —Por desgracia, ellos también están divididos: sé que una parte actúa con dolo contra mí, y me responsabilizan de las desapariciones porque están movidos por fuerzas que me consideran un estorbo para sus planes y proyectos. Soy incómodo para algunos sectores: empresarios, sicarios, políticos, y lo que pretenden es deshacerse de mí por cualquier motivo; así que manipulan a estas familias para que me ataquen. Otro sector de familiares ha venido a verme, hemos estado aquí varias veces hablando del caso. Saben que cuentan conmigo y que no los dejaré solos. Pero eso no sale en las noticias porque lo que pretenden, quienes me consideran incomodo, es inculparme”.

La secretaria le avisa por enésima vez, en tono perentorio: “le buscan, padre”. El sacerdote deja su asiento. Me dice que debe retirarse. Se despide y me da un abrazo. Sé que se le han movido emociones fuertes. Nos miramos fijamente. Trato de aprenderme su rostro para no olvidarlo, para reconocerlo en cualquier parte que volvamos a encontrarnos. Quero que él también me reconozca dondequiera que me vea. Siento que algo me duele en el corazón, me despido de él con esa infinita angustia que deja su testimonio. Sé que llevo una cámara y una grabadora con la mitad de su historia. Guardo mi equipo de grabación, consciente de que el último apartado que escribiré sobre la entrevista tendrá más de mí que de él, que será una interpretación de lo que dijo. Tal vez era otra forma en que Dios ocultó su rostro. Tal vez, sólo tal vez.

AQ

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