Cuando el ex presidente Enrique Peña Nieto dijo que la corrupción es “un asunto de orden a veces cultural” (en una entrevista del programa Conversaciones a fondo, organizado en 2014 para celebrar los 80 años del Fondo de Cultura Económica), muchos rieron a carcajadas porque consideraron el aserto una cínica ocurrencia, otros lamentaron el simplismo para referirse a la peor lacra del país, y algunos festinaron el analfabetismo funcional del último prócer del Grupo Atlacomulco, aunque para ciertos interlocutores esa definición no era del todo absurda, pues lo cultural, la cultura, según la RAE, no sólo significa “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico” sino “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.” y, acaso, para esos avezados interlocutores lo que empañó la afirmación de Peña Nieto fue la locución adverbial a veces, pues en su gobierno la corrupción no se ejerció en ocasiones sino que fue la regla, digamos la Casa Blanca o la mansión de Malinalco o la Estafa Maestra o las transas en Pemex.
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En efecto: en este país la corrupción, como patología cultural, es un modo de vida y una costumbre, pero también un sentimiento, como afirma Gabriel Zaid en El poder corrompe (Debate), su libro más reciente:
“En México, la honestidad es tragicómica. Hay que disimularla, para no causar lástima o no causar problemas. Todo mexicano movido por un deseo de honestidad en la vida pública se siente ridículo. Hay, por supuesto, los solemnes, que no tienen malicia de su buena conciencia, ni del papelazo de creerse buenos. Pero, más bien, hay el sentimiento nacional de que la vida limpia es imposible”.
Imposible e impensable. Como expone Zaid en los veintidós textos que conforman El poder corrompe, escritos entre 1978 y 2019, la corrupción es, a simple vista, inatacable y sin remedio, de tanto que influye en la vida cotidiana, sea como motivo de frustración o como anhelo usufructuario, sea como mito emanado de la soberanía popular o como impostura, aunque lo cierto, explica Zaid, es que hay múltiples alternativas para cambiar la estructura de un sistema inmutable por naturaleza, un sistema que de administrador o vigilante se convirtió en propietario del país entero: “La corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema. Consiste en declarar que el poder se recibe de abajo, cuando en realidad se recibe de arriba; en disponer de las funciones públicas como si fueran propiedad privada; en servir al país (porque el sistema le ha servido al país, eso no se puede negar), pero sin dejar a juicio del país: ni quiénes le sirvan, ni cómo le sirvan, ni cuánto sirvan como pago de sus patrióticos servicios, ni si el trabajo quedó bien hecho o procede una reclamación. México está bajo tutela, como un príncipe menor de edad a cargo de un regente, supuesto servidor que usa el poder como suyo, hasta para servirle de verdad”.
Breve pero certera radiografía de la vida pública, esencialmente desde el sexenio de Miguel de la Madrid y su lema de campaña “La Renovación Moral” al gobierno de EPN (sin omitir las herencias de Porfirio Díaz, de Plutarco Elías Calles y los bandos revolucionarios), El poder corrompe es lectura fundamental para entender a este país, sobre todo ahora que la 4T, como los regímenes pasados, pone en marcha una supuesta limpia de los actores políticos y la burocracia, quizá la impostura del sexenio, ya que las otras crisis del Estado fallido como la violencia, el crimen organizado, los feminicidios, la impunidad o la inseguridad, derivaciones de la corrupción, no se resuelven o se impugnan ante la opinión pública porque el soberano desconoce la realidad y siempre cuenta “con otros datos”.
ÁSS