La gasolina y su escasez, fabricada desde el poder, son una maqueta del conflicto que viene. Las fuentes de energía que activan nuestra era vienen todas del consumo de recursos naturales: yacimientos, minas, el mar, la tierra. Al petróleo le quedan menos de 30 años de vida viable. Y todo bajo un concepto que no existía hasta la Revolución Industrial: concentrar la combustión y reducirla a usos productivos transformó nuestra relación con el mundo. Cundió un nuevo esquema de pensamiento, que consiste en dos grandes procesos: primero acumular y distribuir después. Todo en el Estado moderno está imaginado según el esquema de acumular y distribuir: el agua, la electricidad, los combustibles, el transporte público, los hospitales, las escuelas; el capital, las riquezas, los dineros públicos, y, desde luego, el poder. Concentrar y repartir. El Estado es un armatoste de la era industrial y reproduce las taras de su concepción: vigila y castiga a sus ciudadanos, pero se olvida de incluir su propio costo, es decir, lo más caro del proceso. El Estado es una bestia irreflexiva, pero no es el único animal idiota. Muchos conglomerados industriales se hallan en peligro, no porque sus productos hayan quedado fuera del mercado sino porque ya no les alcanza para costear su propio tamaño. El proceso de acumular y distribuir esconde gastos y costos improductivos, enormes desperdicios y contamina: lo mismo el agua, la energía eléctrica, los combustibles o el dinero público.
Mientras no tuvimos miedo de ver agostadas las fuentes del poder, la energía o el capital, los anarquistas eran un pensamiento marginal, jipi, con ensueños o bombas, generoso u homicida, pero marginal. Y con un conflicto: es una pura teoría, una ética, pero con una práctica imposible: el acto anarquista, por más que busque restablecer la dignidad humana, resulta criminal.
Difieren mucho los anarquistas, pero quedan dos grandes tendencias básicas. Unos, como Michel Foucault o Noam Chomsky, han vivido bajo la obsesión del poder; otros persiguen, con igual obsesión, la energía. Por ejemplo, Pierre Clastres y, sobre todo, Ivan Illich. Curioso, de paso, que los anarquistas prendidos del poder hayan vivido toda su vida como académicos universitarios, mientras que los de la energía hayan intentado un poco de todo. Foucault quedará entre lo más importante del pensamiento del siglo, pero mientras él averiguaba la eficacia del poder, Illich observaba la energía y la torpeza de su gasto.
Hace 50 años, cuando ni en sueños aparecían las computadoras personales, ni mucho menos internet, Illich dijo que “dos terceras partes de la humanidad pueden aún evitar atravesar por la era industrial si eligen, desde ahora, un modo de producción basado en un equilibrio posindustrial, ese mismo contra el cual las naciones súper industrializadas se verán acorraladas por la amenaza del caos” (La convivencialidad, que se halla en la edición de las Obras reunidas, FCE, 2006).
Como “teóricos de una sociedad por venir que no sea híper industrial”, dice Illich, “debemos reconocer la existencia de escalas y de límites naturales... Hay umbrales que no deben rebasarse. Debemos reconocer que la máquina no abolió la esclavitud humana; solamente obtuvo un rostro nuevo, pues al trasponer un umbral, la herramienta se convierte de servidor en déspota. Llamo sociedad convivencial a aquella en que la herramienta moderna está al servicio de la persona integrada a la colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas. Convivencial es la sociedad en la que el hombre controla la herramienta”.
Nuestro actual consumo de energía dejó de ser sostenible. A futuro queda una realidad austera. Casi todos imaginan que austero quiere decir pobre. No necesariamente. Y tampoco, suponer que el próximo colapso sumergirá el mundo en una era renegrida. Las alternativas son modestas: la generación eólica resultó menos eficaz que lo deseado; la conversión por celdas fotovoltaicas sigue siendo la esperanza, pero es disfuncional y pobre si se piensa bajo el modelo de la acumulación y distribución en gran escala; su posibilidad es el menudeo: cada casa, cada edificio, cada vehículo. En principio, suena carísimo: costear desde ahora cada inmueble con su propia fuente energética. Pero queda la gran esperanza: siempre aparece el ingenio individual, o grupal, con nuevas soluciones. Pero hay que pensar en pequeña escala. Sin el Estado.