Tú no lo sabes, pero antes de que saliera el sol montaron las camionetas de redilas en la selva, en la sierra o la aplanada, para llegar aquí: 25 de enero, justo a las siete de la mañana. Allende la frontera con Guatemala, montaron el transporte con dirección a San Cristóbal de Las Casas. Aún en la oscuridad, salieron convencidos de refrendar su compromiso con la defensa de la Madre Tierra.
Tú no lo sabes porque es la primera vez que los miras, tumultuarios, ruidosos, vestidos con sus trajes tradicionales, coloridos y alzando plegarias. Los ves desde el sitio que ocupas en la cafetería El Grano, y bajo ese edificio con arcos al frente de la plaza, disfrutas de esta escena folclórica que es parte de tus vacaciones. Pagaste por ellas: por este café ý esto que miras: vale la pena detenerse un poco a observar: ¿esos de allá, tan animados, serán tojolabales, kanjobales, chujes, mames, tzotziles, tzeltales, choles? No logras distinguirlos, pero sabes que vienen de distintas partes porque sus ropas son diferentes. Hay otros, incluso, que carecen de traje, pero se mantienen fervorosos: cantan y lanzan consignas mesiánicas, igual que el resto; consignas de libertad; contra la explotación y el extractivismo. El enjambre de indígenas rodea la catedral de San Cristóbal Mártir, en cuya parte trasera del altar reposan los restos del obispo Samuel Ruiz García. Vienen a rendirle homenaje, a recordar su obra; aquí descansa el Jtatik, “el padre”, El Caminante, el Kanan Lum, “el cuidador de la tierra”.
Preguntas al hombre de sombrero de la mesa de al lado quiénes son; te dice sin miramientos que son inconformes: “indios huevones sin nada qué hacer, más que extender la mano”. Pero eso no te convence, volteas a otras mesas en busca de alguien con más información. Me cautiva que no te hayan persuadido sus palabras; tú aspiras a respuestas más certeras. Parte de esa respuesta está aquí, en estas páginas. Las escribo porque cuando volteaste a donde yo estaba, no pude decirte todo cuanto quería en ese momento. Me permito regresar el tiempo; te digo: Estos que ves ante ti, peregrinando, cargado carteles contra el feminicidio, la minería y la violencia estructural es el Pueblo Creyente.
Es un pueblo que se organizó porque fue necesario, ¡porque urgía! Dicen que todo inició en 1991 cuando el entonces párroco de Simojovel, Joel Padrón, fue encarcelado; acusado por algunos terratenientes de robar gallinas, y dicen que su feligresía lo defendió porque lo sabían inocente. Dicen que así nació el Pueblo Creyente, peregrinando contra la injusticia social, cantando en defensa de los derechos humanos y movilizado para mitigar los abusos del Estado hacia sus hermanos. Es verdad que la congregación defendió a su párroco y es verdad que el robó de gallinas fue un embuste. Sin embargo, el verdadero motivo por el cual Padrón fue encerrado no inició en 1991, fue muchos años atrás: en 1971, cuando la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas acogió la opción preferencial por los pobres. Ese año inició un proceso dinámico de concientización para los indígenas chiapanecos por medio de la institución menos prevista: la iglesia católica.
¿Sabías que el Pueblo Creyente es la organización política más grande de Chiapas, más numerosa que el EZLN, más combativa que el FNLS, más congruente que Luz y Fuerza del Pueblo, más leal que los cuadros del PRI, del PAN, del PRD o de Morena? Esto no nació de la nada y tampoco de un intento por liberar a “un ladrón de gallinas”. Comenzó, como dije antes, en 1971, cuando Samuel Ruiz decidió que la Iglesia debía renovarse y generar los cambios que permitieran la transformación social. Avergonzado de pertenecer a una institución que se había dedicado a colonizar a lo largo de su historia, había decidido descolonizarla. Inspirado en el Concilio Vaticano II, el entonces obispo propuso construir una iglesia más incluyente y menos jerárquica: restó poder a los sacerdotes, dio voz a las monjas —en igualdad de circunstancias que los varones—, permitió a los laicos tomar decisiones pastorales, impulsó diáconos matrimoniados para oficiar los santos sacramentos en lenguas indígenas y promovió el desarrollo autogestivo de las comunidades. Con ello inauguró una fuerza que hoy se traduce en más de 10 mil catequistas que estimulan la organización autónoma en sus comunidades.
En localidades donde no había escuelas, ni hospitales, donde los niños morían de infecciones estomacales, de males propios de la Edad Media, como el cólera, persistente en Chiapas, los catequistas se dieron a la tarea de rescatar los saberes de la medicina tradicional y ponerla al servicio del pueblo a través de comisiones de salud. Ahí donde el ingeniero de la Secretaría de la Reforma Agraria “se equivocaba” y trazaba mal el plano del reparto ejidal, llegaba un sacerdote con estudios en derecho y traducía las leyes agrarias para que los catequistas hicieran las gestiones y defendieran el linde como era justo. En espacios donde el finquero bloqueaba la venta de los productos del trabajo indígena, los catequistas se capacitaron en la diócesis para formar cooperativas productivas y distribuir el fruto de sus cosechas. El último eslabón de la sociedad chiapaneca, marginado cinco veces por ser pobre, indígena, monolingüe en un idioma vernáculo, trabajadora del campo y mujer, encontró en una iglesia renovada el espacio para construir comités femeniles que le enseñaron sus derechos. Las mujeres reconocieron que valían, que contaban, que tenían derecho a hablar, a votar, a decir lo que pensaban, a tener un futuro feliz. Resultado de aquel trabajo constante, la Coordinadora Diocesana de Mujeres (Codimuj) es hoy en día la organización de mujeres más grande de Chiapas, con aproximadamente seis mil integrantes.
¿Fue el robo de gallinas lo que se condenaba con el encarcelamiento del padre Joel Padrón? No. Los terratenientes de entonces y los terratenientes y rancheros de ahora lo que temen es a esta fuerte organización social, campesina, indígena, horizontal y contestataria, llamada Pueblo Creyente. Sin embargo, los católicos organizados bajo este nombre no la han tenido fácil. La masacre de Acteal, perpetrada el 22 de diciembre de 1997 en el municipio de Chenalhó, fue un intento de eliminar, por medio de un cobarde derrame de sangre, la fuerte resistencia que se oponía a las fuerzas paramilitares en Chiapas. Los masacraron rezando, cantando, orando, ayunando. Los masacraron porque no se podía acusar de matar gallinas a toda una congregación, porque no podían parar “el robo de gallinas” de otra manera. No la ha tenido fácil porque sus catequistas han sido perseguidos, difamados o encarcelados, como sucedió con Alberto Patishtán de El Bosque, con Joaquín Santis López de Ocosingo o con Salomón Vásquez Sánchez de Salto del Agua, y con otros que, con peores resultados, han sido asesinados. Tal es el caso del defensor de derechos humanos Simón Pedro Pérez, activista a favor de la paz, muerto de un disparo en el municipio de Simojovel.
Este pueblo, que se manifiesta cantando, es el brazo más fuerte de adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. Aun cuando no todos sus integrantes se adscriben zapatistas, se solidarizan con el EZLN cuando saben que es necesario. El Pueblo Creyente se abre de improviso a nuevas organizaciones, a nuevas posibilidades, a nuevos membretes. Es parte de su plástica, de su inventiva... Puede mimetizarse con el EZLN o proponer una nueva organización, llamada Modevite; y si hay que ampliar horizontes, puede unirse a otras fuerzas para volverse Zodevite o negociar con más grupos para actuar como Luz y Fuerza del Pueblo (que exige a la Comisión Federal de Electricidad cobros justos por uso de energía).
Cuando decidió oponerse al despojo territorial, agrupado en el Movimiento en Defensa de la Vida y el Territorio (Modevite), logró parar la construcción de la autopista San Cristóbal de Las Casas-Palenque. Es también el pueblo que logró expulsar a la minera Blackfire Exploration Ltd. de Chicomuselo; que pudo organizar a distintos sectores del norte de Chiapas y del sur de Tabasco en el Movimiento Zoque en Defensa de la Vida y el Territorio (Zodevite), el mismo que se planteó parar el avance de la ronda petrolera 2.2 de extracción de hidrocarburos. ¡Y lo logró!
El Pueblo Creyente —el primer actor social que se manifestó en Chiapas cuando sucedió el atroz asesinato de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa— es el mismo que ves aquí, este día. Es un pulpo enorme con diez mil brazos que se expanden a todas las comunidades indígenas con un mensaje de libertad y justicia; un mensaje que llega a cada ermita, que se replica y alcanza cada casa, que penetra en los oídos de cada persona, que invita a dejar la silla, a abandonar el azadón, a salir de la casa, tomar la camioneta desde la madrugada y venir aquí, otra vez, como hoy, como cada año, como cada aniversario de la muerte de Jtatik Samuel, como cada que es necesario.
Algunos los miran de soslayo para no escucharlos. Les molestan sus sacerdotes combativos, del lado del pueblo, sus monjas que dicen groserías sin tapujos para gritar “¡Pinche gobierno!, ¡pinches paramilitares!”
No, no fue por robar gallinas que nació este pueblo que canta. Tú los ves desde el café El Grano en mi recuerdo. Pude haberte dicho más de estas personas, pero no hubo tiempo… ¿Fue el ruido, la emoción que tenía yo misma de apreciarlos: valientes, sencillos, cargados de historia…? ¿Fueron los cantos que elevaban y me hacían imaginar tantas cosas? No sé qué fue, pero no pude contarte nada de esto. Lo siento.
Espero que estas letras lleguen a ti, estimado y curioso desconocido, que te den una idea aproximada de por qué, sin falta y cómo sea, ellos están aquí cantando y soñando que pueden cambiar el mundo.
AQ