Lo volví a ver en el sueño. Estaba un poco más delgado, pero lleno de vitalidad. Tenía una camisa blanca, arremangada, que contrastaba con su tez bronceada. Sobre la nariz aguileña, los finos aros redondos de los lentes son como cristales de un acuario que magnifican su mirada inteligente y aguda. Es mi amigo, el escritor Mauricio Molina. Su sonrisa cómplice se abre por completo como siempre. Ya que ambos sabemos que ya no está en el mundo en el que usualmente nos encontrábamos —un mundo donde él cuidaba sus ajolotes y hablábamos de literatura—, nos sorprendemos de este encuentro en una suerte de universos paralelos. Este es un tema que nos apasiona. Aparecía de manera recurrente en sus cuentos. Le inquietaba también lo que planteaba la física al respecto. Recuerdo que me hablaba de David Deutsch, un científico que toma muy en serio la exploración de universos paralelos y que plantea que también se podrían dar en mundos macroscópicos. Deutsch dice que toda ficción que no viole las leyes de la física es un hecho y piensa que los universos paralelos están enraizados en dichas leyes. En el mundo en que habíamos vivido como amigos entrañables por varios años, recuerdo cómo Mauricio escuchó con gran interés un breve ensayo que yo estaba perfilando en torno a un cuento de Borges y algo que podríamos llamar el colapso de la función de onda en la física y en la poesía.
Justamente, el día en que tuve el sueño en donde volví a ver a Mauricio yo había dado una conferencia por Zoom en donde hablé sobre ese tema. Tal vez por eso no es extraño que, en esa noche, la batidora de las ondas cerebrales que traen los ojos cerrados al dormir me llevara a la sorpresa de que Mauricio y yo estábamos ahora sentados juntos, encantados porque experimentábamos el lugar de nuestras hipótesis. Para tener una visión más clara de lo que ocurrió en ese sueño, narraré brevemente el ensayo que le esbocé a Mauricio antes de que falleciera.
El colapso de la función de onda en la física
En el mundo de la física de partículas subatómicas, una función de onda es una ficción matemática que nos permite modelar todas las posibilidades en las que se puede encontrar una partícula antes de ser observada. De hecho, se dice que, como una ola en el mar que baña a una playa, se encuentra en todas partes al mismo tiempo y lo que ocurre es que, en el momento de la observación, colapsa la función de onda y solo emerge una posibilidad. ¿Qué les pasó a las otras? ¿Nunca existieron? Para enfrentar esta paradoja, los físicos Wheeler y Graham plantean lo que se conoce como la interpretación de los diversos mundos de la física cuántica, que apunta a la idea de universos paralelos en los extraños territorios de las partículas subatómicas. Todas las posibilidades existen de manera simultánea. Esto lleva a una inquietante imagen: una partícula, como un electrón, en lugar de tomar un camino por aquí o por allá, ¿puede tomar varios senderos al mismo tiempo?
Este escenario es familiar a los deseos de autores como Robert Frost. En el poema “El camino no elegido”, dibuja el conflicto que tiene un viajero al caminar por un bosque amarillo: ha llegado a una bifurcación. Siente tristeza al no poder escoger ambos caminos. No tiene más que un solo cuerpo. Tiene que elegir entre esto o lo otro; nunca hay esto y lo otro. Algo parecido nos dice Jorge Luis Borges en el cuento “El jardín de senderos que se bifurcan”. Plantea que cada vez que un personaje se enfrenta a una alternativa, elige un camino y elimina el otro. Sin embargo, el personaje de su relato hace algo fantástico: opta simultáneamente por todas las posibilidades. Crea así varias copias de sí mismo con diversos destinos.
Esto tiene un eco con el mundo de la física cuántica en donde las partículas subatómicas pueden estar aquí y allá al mismo tiempo. El físico Seth Lloyd, autor del libro sobre computación cuántica Programar al Universo, dice que esto es como tirar un penalti y ver que el balón se va al mismo tiempo por los dos lados de la portería. El destacado físico Richard Feynman fue uno de los primeros científicos en darse cuenta que las fabulosas propiedades del mundo cuántico se podrían aprovechar en la computación. La programación clásica se basa en la unidad mínima del bit representada por el apagado o encendido de un cero o un uno. En la computación cuántica se habla de un cubit, de un bit cuántico que tiene la capacidad de registrar ambos, el uno y el cero al mismo tiempo. Esto lleva a la posibilidad de realizar millones de cálculos simultáneamente. La promesa es una revolución en la informática en donde laboran hoy en día algunas de las mentes más brillantes del planeta. Se trata de utilizar el jardín de senderos que se bifurcan en nuestras computadoras.
Uno de los problemas centrales en este desafío es que cualquier perturbación, una leve interferencia, rompe el encanto y hace que se colapse la función de onda. Es por eso que Seth Lloyd dice que él es una especie de masajista de átomos para que conserven sus extrañas propiedades y funcionen como un coro, como una ola de voces armoniosas.
El colapso de la función de onda y la poesía
¿Podríamos tener un modelo similar al de la función de onda para apreciar los múltiples sentidos con los que nos bañan las palabras? Toda palabra tiene una ola de significados múltiples. Por ejemplo, la palabra luz tiene, entre otras, las connotaciones de claridad, luminosidad, fosforescencia, fuego, destello, resplandor, pero el problema es que con la perturbación de la memoria se colapsa la ola de significados. Esto se puede ilustrar con una experiencia del novelista David Grossman quien tenía el temor atávico de que su hijo nunca pudiera decir su primera palabra. Cuando eso ocurrió —fue la palabra luz—, sintió un alivio. A su hijo se le abría un nuevo mundo al poder nombrarlo. A la vez, sintió una ligera tristeza. La palabra dejaba de nombrar las diferentes clases de luces y fulgores del mundo: la luz que cae en una camisa, la que se filtra por una cortina, la que se demora en el cristal de un vaso, la que se enciende en un ojo. Dice Grossman: “Toda esa diversidad se coloca en una pequeña palabra, en una pequeña caja, y uno olvida todas las entidades de luz a las que se exponía antes de tener esa expresión”.
Colapsó la ola de luces posibles y solo quedó una palabrita que ya no atrapa los significados paralelos. En este contexto, propongo que la poesía tiene una vertiente en la cual podría verse como un masaje a las palabras, que permite conservar sus olas de significados sin que se colapsen en el reduccionismo de un solo término.
Hay un ejemplo muy hermoso, que ilustra esta experiencia, que nos da el poeta Jorge Fernández Granados. En el libro Lo innumerable (Ediciones Era), narra el momento en que vio por primera vez la nieve. Eso ocurrió en 1967, en una extraña nevada que se dio en la Ciudad de México. Describe así la visita de la nieve: “Y yo miraba a aquella visitante de otra latitud a/ través de una empañada ventana y a través de un/ cuerpo tan pequeño todavía que alguien decidió/ levantarlo en brazos para que alcanzara con más/ campo de perspectiva el paisaje de aquella noche/ inusual/ no era una imagen exactamente no era siquiera un/ acontecimiento reconocible en el registro de los/ sentidos era solo una sensación maravillada y/ gélida, una emoción que nos enmudecía/ […] Lo que en mí miraba miraba un color/ únicamente un color que lo cubría todo como un/ lento bautismo/ y alguien pronunció la palabra nieve/ y ese sonido rodó por el aire como una llave, un menudo conjuro para no olvidar aquel momento/ […] nieve no era siquiera un vocablo/ porque el pensamiento por entonces aún no los/ necesitaba para acceder al mundo/ sencillamente la nieve era la nieve/ y quedó en mí/ cifradamente/ como una llamada blanca”.
Y más adelante, nos dice el poeta que hay “una edad donde todavía los vocablos/ eran únicamente vaho en la boca de la gente y la luz era/ el idioma original de todas las cosas/ cuando una noche el mundo fue un blanco silencio/ donde parecía que alguien estaba a punto de/ llamarnos”.
Con este masaje a las palabras, la poesía de Jorge Fernández Granados deja intacta la ola que acompaña a la palabra nieve y nos abre a la llamada de un tiempo que arde con todas sus posibilidades antes del tiempo.
Regreso al sueño
Y ahí, en un tiempo sin tiempo, estábamos Mauricio y yo, intactos en un universo paralelo, asombrados de que podíamos dar fe de que existían destinos alternos. Decidimos que íbamos a videograbar en un teléfono celular nuestro testimonio. La emoción era intensa. Tomamos el celular y lo apuntamos a nuestros rostros para hacer la video-selfie. En ese momento apareció una mujer con un vestido de color azul claro con estampas de flores amarillas y rojas. Se ofreció a ayudarnos a grabar.
Hablamos de lo que implicaba ese momento que confirmaba nuestros sueños. En efecto, existían los universos paralelos. Mauricio y yo estábamos radiantes. Cuando la mujer nos regresó el celular, quisimos ver el testimonio histórico. Corrimos el video en la pantallita del aparato. Entonces caímos en cuenta que la mujer dejó la grabación en modo selfie. Todo lo que se veía era su vestido de color azul claro.
Mauricio y yo nos miramos y nos atacamos de risa. A esas alturas, el sueño se empezaba a revelar como tal, por eso era más asombroso el misterio de la selfie como una especie de esfinge. Realmente era un buen desenlace dramático que jamás se nos hubiera ocurrido —ni en sueños— para mostrar un pensamiento que había marcado a la literatura de Mauricio, quien solía citar El Zohar, El libro del Resplandor, de la cultura judía: “El Mundo solo existe por el Secreto”. Por lo visto, los Mundos… también.
Al despertar, el sueño todavía estaba vivo. Como dice Hugo Hiriart, estaba pringoso. Pensé en el reto que propone Coleridge ante los mundos alternos: “Si un ser humano pudiera cruzar el Paraíso en un sueño, y se le diera una flor como prueba de que su alma ha estado allí en verdad, y al despertar encontrara esa flor en su mano… Ah, ¿entonces qué?”
En mis manos no estaba ni por asomo un teléfono celular con una grabación (con un ingenuo y humorístico testimonio hi-tech), pero estaba tal vez algo más poderoso: una ola de significados en torno al Secreto se movía en mi corazón. Y también la complicidad con mi amigo Mauricio Molina de que rozamos el misterio mediante el masaje de palabras de la literatura que deja intacta la ola que baña al universo.
AQ