Los filósofos mexicanos no leemos a José Vasconcelos. No nos gusta. Sus candentes profecías sobre una raza cósmica o sus disparatadas comparaciones entre América y la legendaria Atlántida tienen el efecto instantáneo de fruncir los ceños y de producir escozor. Los trabajos recientes sobre la filosofía de Vasconcelos pueden contarse con los dedos de la mano. Este desdén tiene su historia, viene de mucho tiempo atrás. Lo inculcaron nuestros profesores y los profesores de nuestros profesores.
Hace poco leí una anécdota al respecto. El 8 de septiembre de 1948, Vasconcelos dictó una ponencia sobre La raza cósmica, su bestseller de 1925, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Más de un asistente se removió en su asiento con nerviosismo. Al acabar la conferencia, varias manos se arrojaron al aire, entre ellas las de Samuel Ramos, viejo colaborador de Vasconcelos en la SEP, heredero de su revista La Antorcha y en esos momentos director de la Facultad. “¿Cómo entender el concepto de ‘raza’? ¿En un sentido biológico o en otro más amplio? ¿No debería corresponder al mestizaje biológico un mestizaje también cultural? ¿Pero es éste posible?” Vasconcelos —un Vasconcelos canoso y reducido a director de biblioteca, sin injerencia real en la vida política del país, sospechoso de nazismo y fervoroso creyente— no alcanzó a defenderse de las objeciones con la vehemencia de antaño. Sólo alcanzó a decir que sus ideas había que colocarlas en “el reino de la espontaneidad y del milagro, en donde escribe la Providencia sus surcos eternos”. Un joven filósofo de 21 años, Ricardo Guerra Tejada, sacudió la cabeza con desaprobación: “Para muchas personas, la tesis de Vasconcelos es pura imaginación y arbitrariedad, un sinsentido”.
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La condena se extiende hasta nuestros días. Vasconcelos no forma parte del canon. Estamos convencidos de que no era un filósofo en sentido estricto. ¿Por qué habría de serlo? No concatena ideas, no horada pacientemente su camino de una premisa a otra; se conduce por corazonadas poéticas y como por arrebatos de pasión. Eso podrá ser muy incitante y muy propicio para una arenga en la plaza pública o para un rezo en la intimidad del oratorio, pero ¿cuenta como investigación filosófica? Ahora que el rigor de la filosofía analítica es lo más apreciado, la síntesis vasconceliana que culmina en la experiencia mística suena —nunca mejor dicho— fuera de tono.
Ultra-católico, anti-semita, pro-nazi, poético y emotivo: estas son algunas de las piedras que mantienen sepultada y en el abandono a la filosofía de Vasconcelos. En cambio, su labor al mando de la SEP, hace justamente cien años, arranca un aplauso sincero y unánime. Su trágica derrota electoral, en 1929, conmueve a los filósofos mexicanos. Nunca México estuvo —ni estaría— tan cerca de realizar el ideal platónico de un gobernante-filósofo. Al mismo hombre se le denuesta y se le alaba. No es ninguna contradicción. Solemos distinguir entre (por lo menos) dos Vasconcelos.
La UNAM acaba de publicar un libro titulado El pensamiento del segundo Vasconcelos. Guillermo Hurtado, el autor, nos advierte desde un inicio que para él no son dos, sino tres Vasconcelos: el primero iría de 1909, con su adhesión al maderismo, a 1929; el segundo de 1929 a 1940; el tercero y último de 1940 a 1959. Los puntos de quiebre nadie los discute: la ya mentada derrota electoral y el bochornoso episodio de la revista Timón.
El libro de Hurtado es una invitación a sacudirnos de encima la flojera y a adentrarnos en las espesuras de la selva vasconceliana. No basta con despachar a Vasconcelos, cómodamente, bajo la acusación de haber sido un antisemita. Hay que esclarecer los motivos y la naturaleza de este antisemitismo. ¿Tiene raíces filosóficas y metafísicas? La respuesta de Guillermo Hurtado es un “no” tajante. La postura que adoptó Vasconcelos en los albores de la Segunda Guerra Mundial no compromete la totalidad de su sistema filosófico. “Los orígenes de su pensamiento político, histórico y social de esa década (los treinta) están claramente en otros lados: en su desencanto con la democracia liberal, su rechazo del capitalismo financiero internacional, su repudio del comunismo soviético, su condena de la subordinación colonial de América Latina, su entusiasmo por el hispanismo, su nacionalismo latinoamericanista y, sobre todo, su reencuentro con el catolicismo, entendido como una concepción integral de mundo. El monismo estético no está comprometido con ninguna de estas doctrinas políticas, históricas y sociales.”
“Yo pienso —continúa Hurtado— que a las personas y a sus actos hay que juzgarlos no por lo peor sino por lo mejor.” Y lo mejor de la filosofía de Vasconcelos está contenido en tres tomos: su Tratado de Metafísica (1929), su Ética (1932) y su Estética (1935). “Yo no cambio mi Estética por la mejor de las batallas de Simón Bolívar”, llegó a decir Vasconcelos. Seguramente no exageraba. La suya fue, en toda regla, una batalla defensiva a favor de la unidad y la independencia de Hispanoamérica y en contra del cientificismo, el segregacionismo, el utilitarismo y el imperialismo yanqui.
El segundo Vasconcelos es contestatario y bilioso. Dirige sus saetas envenenadas a medio mundo: a Plutarco Elías Calles por haberse vendido al Norte; a los intelectuales mexicanos por ser tibios y colaboracionistas; a los marxistas por su materialismo dialéctico, su ateísmo y su colectivismo; a Benito Juárez y los liberales del XIX por ceñirse a la agenda (monroísta) de los Estados Unidos; al pragmatismo de John Dewey y su mezquina noción de “verdad”; a la ortodoxia clerical, que no terminaba de entender la ética de Cristo; a los universitarios, finalmente, por repetir como loros las doctrinas disfrazadas de universalidad de las metrópolis. “La liberación filosófica —comenta Hurtado— es la antesala de la liberación política, económica y militar… Si no tenemos una filosofía, la dominación habrá logrado cortar nuestras últimas alas”.
Vasconcelos padecía un doble exilio, físico e interior. Se convirtió, dice Hurtado, en una especie de “fantasma chocarrero”. Sus memorias (Ulises criollo, de 1935) y su Breve historia de México (1937) cimbraron la vida pública del país. Vasconcelos no dejó títere con cabeza. Hernán Cortés (por mencionar sólo un ejemplo) figura como el padre de la nación y como “el más humano de los conquistadores”. Maximiliano: una oportunidad desaprovechada de contener la voracidad nórdica. Estos dos libros todavía encienden rubores.
El virulento rechazo al dominio yanqui adoptó cada vez más para Vasconcelos la forma de un nacionalismo hispanista y anti-indigenista. Se trataba de una lucha a muerte entre dos concepciones diametralmente opuestas del mundo: la hispana y la anglosajona. Más aún: una lucha a muerte entre la civilización cristiana y sus enemigos. Si a esto le añadimos una desilusión absoluta de la democracia partidista liberal y una fe en las individualidades de excepción, podremos, quizá no justificar, pero sí comprender las penosas declaraciones pro-nazis y antisemitas que ventiló en las páginas de su revista Timón (1940), ya de regreso en México. “Únicamente un triunfo alemán —escribió Vasconcelos— puede librar al Continente Hispánico del monopolio comercial que ya de hecho ejercen los norteamericanos en todo el Continente”.
Emilio Uranga lo expresó mejor que cualquiera en un artículo de 1962: “Nuestra filosofía no puede asimilar las enseñanzas filosóficas de José Vasconcelos sin dejar muchos residuos inasimilables. Hay en su vida mucho desgaste; semeja una máquina poderosa o un animal primitivo y monstruoso que consume combustible en grandes cantidades, con inauditas pérdidas, y que muy a menudo da la impresión de consumirlas sin avanzar ni una pulgada. Le ha gustado vivir a contratiempo.” La buena noticia: Guillermo Hurtado encaró a la máquina poderosa y consiguió domeñarla.
José Manuel Cuéllar Moreno esMaestro en Filosofía de la Cultura por la UNAM y en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018)
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