El silencio y sus relámpagos

Desde el desierto

Acudimos al silencio para hacer una pausa del mundo e idealizar la carne. Acudimos al silencio de la creación con la fuerza del viento.

Bleeding Tree, 2014. (Foto: Alfredo De Stefano)
Mercedes Luna Fuentes
Ciudad de México /

Aúlla bordeando la inmensidad de la montaña, sisea al rozar la elevación de colinas que se abren al camino. El viento ensordece a viajeros y nubes, e intenta, solo intenta doblar a mezquites de profundas raíces. No lo logra porque crecieron sintiendo su ímpetu. Por eso doblan su tamaño al interior del vientre de la tierra, en búsqueda del agua que los ayuda a permanecer erguidos, en silencio.

La mayor parte del tiempo el viento se deshace de su identidad musical para meditar sobre sí mismo. Paradojalmente forma parte del silencio. En él anida el silencio, como en la piel que duerme oculta, alejada del horror. Federico García Lorca describió lo que es el silencio —uno de sus momentos— en un breve poema del mismo nombre: Oye hijo mío el silencio. / Es un silencio ondulado, / un silencio / donde resbalan valles y ecos / y que inclina las frentes/hacia el suelo. De esta forma en el silencio del desierto se gestan los frutos de la poesía, de la oración. Y también del dolor del mundo: así nace la filigrana de ese silencio en particular. Su exquisitez, de tan sofisticada y sublime, es monstruosa. Nos negamos a ver, desde la urbanidad de nuestros días, a quienes se refugian en esa urdimbre compleja del temor, la misma que detalla las innumerables veces que deseamos cese la angustia y las guerras, que el trabajo no falte, que la maldad cierre su boca y no devore las distintas formas de la bondad; para que el descanso por fin llegue.

Acudimos al silencio para hacer una pausa del mundo e idealizar la carne. Acudimos al silencio de la creación con la fuerza del viento. Nos adentramos en el silencio, bebemos de él, nos vestimos de él para sembrar en la noche de la página lo que vivirá a través del signo: tratados, música, ecuaciones, imagen, teorías. De esta forma, ya sin el sentido del oído, la mente prodigiosa de Ludwig van Beethoven concibió sus tres últimas sonatas para piano: opp. 109, 110 y 111. Al escucharlas consecutivamente pareciera tratarse de la voz del viento, donde el artista alemán nos muestra cómo el silencio del que es cautivo le revela armonías de la naturaleza: huracanes que elevan las aguas del océano colosalmente, vendavales que levantan la túnica vaporosa de la arena, susurros que arrullan entre el pastizal, o aire rozando un río débil, cristalino, que fluye sobre piedras temblorosas.

Un ademán callado, henchido de dolor, provoca fisuras en el tiempo. Callar una lengua de nacimiento para no ser exterminados es una cicatriz heredada. La podemos palpar dentro y fuera del silencio. Iván Alexander de León Aguirre, representante del pueblo Ndé Lipán Apache, el pasado 23 de marzo de este año, dirigió un mensaje al Pleno de la cámara de diputados de México, este es un fragmento: En tiempos de mis bisabuelos fuimos perseguidos y casi exterminados en nuestras tierras por rancheros y soldados en nuestros propios territorios en Coahuila y Chihuahua, eso fue en los tiempos de 1870, aún en 1940 había recompensas por nuestras cabelleras. […] Mis bisabuelos y sus familias tuvieron que esconderse en las montañas y en las cuevas para evitar que los mataran. […] Muchas veces nos cazaban como venados, como presas. […] no podíamos migrar en las temporadas de caza del bisonte o de recolección de piñones. Su voz y presencia corporal quedaron grabadas en video, para recordarnos el origen de su silencio: etnocidio y racismo. Mas la búsqueda del reconocimiento de su pueblo no inició ese día, sino en 2017 cuando preparó las bases de la recuperación de su cultura con hechos concretos como el solicitar ser reconocidos como etnia mexicana y el que las variantes de la lengua del pueblo Ndé fueran incluidas en el catálogo del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI).

Un aire silencioso se filtra entre las manos manchadas de lo que no debió ocurrir, de la misma forma es capaz de introducirse en lo íntimo a través del ventanal: cambia las hojas de los libros de Historia que escrutamos, las partituras que ejecutamos —porque él lee ávidamente todo, lo hace siempre, desde el pasado, desde nuestros secretos—. Pareciera que el viento también descifra a la voz que irrumpe su silencio. La voz es un código dual de la humanidad, signo de belleza en el canto y, otras veces, signo de terror. Ludwig van Beethoven compuso, ya sin escucha, la Novena Sinfonía. En el cuarto y último majestuoso movimiento incluyó el poema de Friedrich Schiller “Oda a la alegría” —decisión innovadora en su época—, escuchamos en una plenitud de voces y coros el deseo del poeta que Beethoven también profesaba: paz y hermandad.

De León señala que el español los conecta con las otredades y lo que les rodea. Es parte de la formación Ndé, como lo es el concepto de armonía y belleza: estar en unidad con toda persona y con la madre tierra —quien no tiene dueño, porque ellos y todos nosotros le pertenecemos—.

En este tiempo donde ya no se les persigue, los ndé reciben al viento como lo hacen las montañas, uno de sus lugares sagrados, para que nosotros observemos sus riscos, sus enormes rocas donde el aire es música. Hoy honran su cultura recuperando, poco a poco, lo inmaterial de un pasado orgullosamente nómada. Legado de sus ancestros, de las primeras personas llamadas Dahoosday’iin —los que emergen de la tierra—, quienes regresan del silencio y sus relámpagos, del silencio con raíces de viento.

AQ

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