A Marcelo Castillero del Saz
Flavio Héctor Castillero del Saz,[1] mi tío muerto, fue pronto un signo a descifrar. Cuando tenía 5 o 6 años, y era de noche y me encontraba a solas, venía a mirarme. Al sentirlo, corría hacia la luz a buscar compañía. Su mirar discreto, oscuro, entresalía de los muros. Sobre la textura lisa se volvía la mezcla de una voz grave y una sombra. Me seguía a donde fuera, pero sobre todo se posaba en la máscara mortuoria de Beethoven (que colgaba de la pared de la sala de los abuelos), en su gesto angustiado y en el café cobrizo como de catacumba. Huí de él durante los años de mi infancia. En la adolescencia no volvió a visitarme. Lo olvidé hasta que un día descubrí en la biblioteca de mi padre, perdida entre papeles del pasado, su libreta de apuntes. Pequeña y de piel negra. La tomé y ya no pude desprenderme de ella; el mundo de sus páginas comenzó a poblar no solo mis horas sino también mis obsesiones y mis sueños. Así comencé a deletrear su retrato.
Su letra manuscrita, tan negra como recién hecha, en momentos más enérgica a veces más pausada, se volvió el cuerpo —el enlace— para encontrar el tiempo convertido en nada con su muerte. Al asomarme a sus páginas, esa escritura se proponía ser un inventario, me revelaba el estado de las cosas en ciertos momentos de la vida de mi tío.
Negras y grandes las letras desesperadas se tejen en un intento por sobrevivir. Sin embargo, ellas mismas van trazando la desaparición de su hacedor, preparan su fin.
Nunca lo conocí, lo comienzo a ver en la voluntad de existencia de estas líneas poseedoras de un ritmo ciego, explorador de potencialidades, de formas. Pero la forma no es un fin sino un aspecto de la existencia. Tampoco es una imagen de la eternidad, es la memoria involuntaria que viene de las profundidades del tiempo perdido. Si como dice Deleuze, la memoria implica la contradicción extraña de la supervivencia y del vacío, las inconexas notas que leo, van formando una teoría de la nostalgia.
Porque el tiempo se le escapó a Flavio Castillero. Quedó del lado de la muerte, y lo fue sabiendo a medida que escribía, fue palpando su deterioro, por eso en sus palabras inicia el regreso y ya está triste y dolido, ya dice adiós.
Yo trato de unir ambos mundos a través del puente de su escritura, de la memoria, e intento elaborar una síntesis de esa ambivalencia entre su deseo de sobrevivir y el vacío que afronta. En el tiempo que se le perdió hay verdades, hay signos de una vida “como un meteoro cayendo de noche estrellada”. Hay tiempo encontrado, fruto del desciframiento.
Un sentido y un olvido van en este hilo que se desenrolla a lo largo de las páginas, un sentido porque la escritura intenta aprehender el mundo; un olvido, pues rompe el enigma que ella encierra, un círculo interrumpido por el silencio con su naturaleza rudimentaria, que me obliga a ver sus pupilas en las letras, a percibir la plenitud de concordancia de mi tío consigo mismo, pero fuera del mundo.
Como poeta, su mundo literario está contenido en Cintia, un ideal romántico, “un destino esplendoroso”, la imagen inalcanzable de perfección resuelta en la cadencia de un nombre y este nombre encarnado —contradictoriamente— en una mujer irreal, aunque bosquejada en sus poemas. Cintia es la virtud misma, aunque —nos dice— la virtud, suponiéndola, es inhumana. Por eso Cintia es solo una aproximación: “la síntesis melódica del universo”. Y, sin embargo, “la tragedia por la desarmonía” es tal vez lo que se respira en sus textos, su estar suspendido entre lo conocido y lo desconocido. La decepción de llegar a donde no ocurre todavía el encuentro con lo sublime o lo recóndito, la frustración de no desarrollar su ímpetu, su intuición.
Dentro de la inercia de los días, Flavio se dejó llevar por sus sensaciones, pero sin encontrar lectores ni confidentes, entablando un perpetuo diálogo interior, cuyos momentos brillantes los asentó en su libreta. ¿Y no es eso finalmente la escritura, un diálogo interno, interrumpido sólo por la inteligencia para convertir ese flujo en un momento lúcido, y extraer su verdad, comprenderla y volverla signo sensible para los otros?
Intento dar un sentido al signo, romper el círculo de su misterio, descifrar y poseer su encarnación. Descubro entonces que el verdadero lazo con mi tío muerto es la emoción, reveladora de la memoria invisible que se puede sentir en los pliegues y los repliegues de la tinta —el agua negra—, los signos que me bañan de significación para acompañar o seguir su sentido, y poder participar de ese mundo verbal, donde tomo conciencia del envés de la vida de Flavio Héctor Castillero. Porque su lenguaje me transporta hasta su propia perspectiva, así logro ser sujeto expuesto al otro, y entro en un sistema de relaciones que me hacen vulnerable a su palabra. El lenguaje entonces “simple despliegue de imágenes, alucinación verbal —como lo expresa Merleau-Ponty— se convierte en la pulsación de mis relaciones conmigo mismo y con el otro”. [2]
Cuando hablo de la memoria, se trata de la memoria como la define Henri Bergson: un pasado que se amontona incesantemente en el inconsciente. Pero voy más lejos, aquí me interesa la representación de esa memoria, y más bien mi lectura de esa representación, mi percepción de las imágenes que Flavio Castillero fue asentando en su libreta al actualizar sus recuerdos; pues como también dice Bergson: “un recuerdo, a medida que se actualiza, tiende a vivir en una imagen”. [3]
El yo que reflexiona y recuerda en las páginas de la libreta de mi tío, se va conociendo a sí mismo en el curso del ejercicio de esa escritura, se aprehende y aprende de sí. Para Castillero el arte nace de la vida y la exalta, pero la vida —su realidad— con frecuencia lo decepciona al interpretarla objetivamente, ya que el objeto no se abre para revelar su secreto profundo. Entonces, la revalora subjetivamente a través de la vía de las analogías, las asociaciones, el arte. Y entramos en un tiempo que no despliega su duración en el espacio sino en el ser, tiempo que se aparta del tiempo vuelto cantidad y es percibido por el yo no como una sucesión, más bien como fusión y organización. Para Bergson el universo dura, y mientras más se profundiza en la naturaleza del tiempo, más se comprende que duración significa invención, creación de formas: encuentro con el yo fundamental.
En la tesitura de los apuntes de Flavio Castillero encuentro la herencia del romanticismo. Su escritura es un continuo suicidio hasta conseguir en el silencio el estadio último —invulnerable— de la palabra, y considerar a la muerte parte del acto creador. Prefigurarla para encontrar en ella la reconciliación. En sus notas la escritura se vuelve epitafio. La trama que lo liga todo es el afán de relacionar esa totalidad dispersa que es el mundo, y más, el ser —su ser— en el mundo. Se instala en el presente desde la nostalgia, en busca de un origen ininteligible. Por eso ve el mundo desde un rincón, lo celebra con las ventanas cerradas, y rescata lo más humano desde la misantropía.
Mi tío muerto nunca me comunicó nada, solo me dio su propia desaparición como un signo. Por eso tal vez ya no me mira cuando estoy a solas, ahora su presencia es total. Pero no huyo: penetro en su tiempo perdido, en esa sucesión de instantes que a fuerza de visitar se ha vuelto una sustancia que me reconcilia con mi propio tiempo. A esa reconciliación, al encuentro de dos tiempos que jamás coincidieron sino a través de la escritura (al espacio creado por la percepción de su recuerdo vuelto escritura y mi lectura de esa representación) le llamo tiempo absoluto, tiempo dentro del que florecen los signos sensibles, esos que nos dan un fragmento de eternidad.
Notas
[1] Nació en la ciudad de Puebla de los Ángeles, el 24 de mayo de 1924, y falleció en la fecha de su nacimiento, a los 33 años. Fue cablista (redactor de noticias internacionales) del periódico Excélsior, y más tarde colaborador de Diorama de la Cultura, así como de Revistas de Revistas. Autor del poemario El adiós.
[2] Maurice MerleauPonty. La prosa del mundo. España: Taurus, 1971, p. 47.
[3] Henri Bergson. Memoria y Vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze. Barcelona: Ed. Altaya, 1995, p. 49.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.
AQ