“Contrariamente a lo que pretende una célebre frase, creo que la buena literatura se hace con buenos sentimientos”, así responde Michel Houellebecq a la pregunta sobre el lugar del Mal en su escritura, durante la entrevista exclusiva que concedió al diario Le Monde, antes de la publicación de su novela Anéantir (Aniquiliar), el 7 de enero pasado. “A lo largo del siglo XX —continúa explicando—, una fascinación por la transgresión y el Mal ha atravesado la literatura. De ahí la complacencia con autores colaboracionistas como Morand, Drieu la Rochelle, Chardonne, que me parecen mediocres. ¡No es necesario celebrar el Mal para ser un buen escritor! En mis libros, como en los cuentos de Andersen, comprendemos enseguida quiénes son los malos y quiénes son los buenos. Y si hay pocos malos en Anéantir, me llena de satisfacción. El logro supremo sería que ya no hubiera ni uno solo”. Si estas palabras del autor ya en sí resultan sorprendentes —a cualquiera de sus lectores le costará sin duda recordar en sus libros los buenos sentimientos que menciona aquí—, lo resultan también por el medio en que aparecen: durante seis años, Houellebecq se negó rotundamente a cualquier entrevista o colaboración con Le Monde y prefirió expresarse en el muy conservador Le Figaro, diario de derecha por excelencia. Incluso, demandó a dicho periódico tras una serie de reportajes realizada sin su autorización en 2015, juicio que, por cierto, perdió.
La entrevista con Jean Birnbaum, director de su suplemento literario, no sólo pone fin a una relación hostil entre el escritor francés más leído y el diario de referencia galo. Significa ante todo una consagración como el escritor nacional, si no es que oficial. Toda la acostumbrada denuncia de la carga ideológica —anti islam, anti feminista, anti izquierda— de sus novelas ha desaparecido. Toda duda sobre su genio o su virtuosidad también ha quedado atrás. El mismo Birnbaum que, en 2015, al momento de la publicación de Sumisión, lo acusaba de contribuir al odio contra los musulmanes y afirmaba que su novela era “literariamente mediocre”, defiende hoy a capa y espada su estatuto de gran escritor. De ahí tal vez que, durante su conversación, publicada en dos entregas, se escuche más la voz del entrevistador que la del entrevistado. Lo cual es una verdadera lástima, pues no deja de ser interesante —comparta o no uno sus opiniones políticas y estéticas— conocer la visión de Houellebecq sobre la literatura y el lugar del escritor en las sociedades actuales.
No obstante, algo de ello, deja entrever la breve transcripción de sus respuestas. Por ejemplo, la importancia que otorga al sueño en su proceso creativo: “Nunca me he interesado mucho en Freud, de hecho, tengo muchos reproches que hacerle. Me interesan en realidad los sueños. Me alegra haber puesto tantos en Anéantir. El sueño es el origen de toda actividad ficcional. Por eso, siempre he pensado que todo el mundo es creador, porque todo el mundo reconstruye ficciones a partir de elementos reales e irreales. Es algo importante. Yo escribo apenas me despierto, cuando todavía me encuentro un poco sumergido en la noche, cuando aún me queda algo de mis sueños. Debo escribir antes de ducharme. En general, en cuanto nos bañamos, se jode todo, ya no servimos para nada”.
O bien la importancia que da a la infancia tanto en su vida como en su entendimiento del mundo y que su más reciente novela, profundamente nostálgica, confirma: “Cuando era niño, casi nunca caminaba. Para ir de un lugar a otro, corría. Después, en algún momento dado, dejé de correr. Cuando hoy de repente corro, algo que ya casi nunca pasa, vuelvo a ser un niño. Cuando escribo poesía, no estoy tan seguro de serlo. Sin embargo, mi infancia me hace volver a una ausencia de distinción entre lo real y lo imaginario que, de cierta manera, persiste. Pero, al envejecer, con dificultad podemos salir del estado de vigilia, estamos más apegados al mundo. Cuando era joven, la gente se drogaba mucho, creo que de hecho sigue haciéndolo. Buscamos escapar de una conciencia clara de las situaciones, pues un estado de plena lucidez es incompatible con la vida”.
Pese a los intentos de su entrevistador por ofrecer una nueva imagen de él, más positiva —Birnbaum elogia su “candor” e “ingenuidad” y lo compara incluso con un bebé que agita su sonaja cuando lo ve destapar su primera botella—, Houellebecq persiste en confirmar su mala reputación. “El vino blanco siempre es mejor. Soy un poco alcohólico, sabe”, le dice tras la cortina de humo que cigarro tras cigarro crea en torno suyo. Y luego de que el periodista identifica como un emotivo regreso a la poesía su vuelta al escenario para leer sus textos acompañado de música electrónica, el escritor se empeña en aclarar sus verdaderas motivaciones para escribir: “Es cierto, en aquella época veía a la gente emocionarse cuando leía en público. Pero al principio, lo hacía para gustarle a las chicas y nada más. Se trataba de mostrarles que era alguien interesante, lo cual no era evidente con solo verme. Así que no hay que exagerar con la infancia y el espíritu infantil en mis libros. Fundamentalmente, soy una puta. Escribo para que me aplaudan. En absoluto me interesa el dinero, quiero ser amado, admirado”.
Un escritor político
Estas declaraciones confirman la gran labor que le ha supuesto ser aceptado hoy por los medios y el mundo literario que ahora casi unánimemente celebran Anéantir como una obra maestra (con la excepción de los medios de la izquierda parisina, como Les Inrockuptibles o France Culture, y sus muy previsibles críticas). Aunque no siempre fue así. Tanto su gusto por la provocación como los temas que introduce en la novela francesa —antes de él, nada era menos atractivo literariamente que los ejecutivos y funcionarios, principales protagonistas de sus relatos— dividieron desde el inicio la opinión, a pesar de sus éxitos de venta. Su crítica acerba contra el espíritu libertario de 1968 le atrajo también fieles detractores. Desde 1998, explicaba la hostilidad contra él comparándose con el escritor estadunidense Bret Easton Ellis: “Como él, yo traigo malas noticias y muy rara vez se nos perdona a los emisarios de malas noticias”. Hasta hace poco, se quejaba con sus amigos de la campaña de odio dirigida hacia él. “Sería justo hablar de una guerra de exterminación total contra mí”, aseguraba al muy mediático filósofo Bernard Henri-Lévy. O en entrevista con su amigo, el polémico escritor Frédéric Beigbeder, afirma: “Soy un caso histórico de odio. Desde Rousseau, nunca se había visto algo semejante”.
Las diatribas se intensificaron en 2015 con Sumisión, donde imagina una Francia gobernada por un presidente musulmán que impone un régimen islámico. La triste coincidencia de la salida de este libro el mismo día del atentado contra la redacción de Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015, lo obligó a suspender la promoción. Incluso el primer ministro de entonces, Manuel Valls lo denunció como instigador de la islamofobia creciente: “Francia no es Michel Houellebecq, no es intolerancia, odio, miedo”. Triste coincidencia también: el periódico satírico le había dedicado la portada de su último número. Lo representaban como un mago haciendo predicciones, “en 2015, pierdo los dientes”, “en 2022, hago el ramadán”. De hecho, su novela había dividido a la redacción, entre quienes la defendían, como Philippe Lançon, autor del impactante testimonio El colgajo, y quienes la criticaban con firmeza, como los caricaturistas Cabu y Luz, pues veían la confirmación de su peligrosa hostilidad contra el islam. En efecto, en 2001, había declarado que “la religión más estúpida es por mucho el islam” y había afirmado que “la lectura del Corán es de lo más repugnante”. Sin hablar de los controvertidos pasajes en Plataforma sobre los fieles de esta religión.
Sin embargo, ahora, todo eso ha quedado atrás. Michel Houellebecq ha sabido frecuentar a la gente indicada y ganarse los honores, desde el Premio Goncourt, en 2010, máxima recompensa de las letras francesas, hasta la Legión de Honor que le otorgó el presidente Emmanuel Macron en 2019 por sus libros “llenos de esperanza”. Pues Houellebecq nunca ha dudado de su valor ni del lugar que ocuparía en la literatura francesa. Así, a su primer editor, el legendario y temible Maurice Nadeau, para convencerlo de que lo publicara, se describió con una comparación sorprendente: “Soy el Georges Perec de hoy. Lo necesito”.
Ahora, con Anéantir, busca afirmar su influencia como un escritor político, visionario, al situar la historia en un futuro cercano, las elecciones de 2027. “Si miro mis libros, decía ya en 2015, diría que constato y luego hago proyecciones, que no son profecías… Es algo difícil de explicar la proyección en ciencia ficción. Tomemos un caso típico: cuando Orwell escribe 1984 en 1948, en Inglaterra, no dice que va a ocurrir lo que escribe. Quiere expresar más bien un miedo inconsciente en los británicos de su época, el cual era ‘nos van a socializar y controlar’”.
Con esta nueva novela, un thriller político que al final se transforma en una meditación metafísica, Houellebecq se sitúa nuevamente como revelador de una época. Pone en escena a un alto funcionario del ministerio de economía, Paul Raison, de 47 años, que poco a poco saldrá de su vacío existencial y se reconciliará con su padre al afrontar la muerte. Su posición como confidente del ministro de economía Bruno Juge —alusión apenas velada a Bruno Lemaire, actual ministro de economía y amigo suyo, que le abrió las puertas de Bercy para documentarse— lo hacen tener una posición privilegiada de las elecciones. Junto con el candidato de la mayoría presidencial, una estrella televisiva, Bruno Juge, intentará prolongar la política del mandatario saliente, Emmanuel Macron que, sin nunca ser nombrado, es fácilmente reconocible.
Como en sus anteriores novelas, su crítica de la sociedad actual se basa en la sátira humorística. El lector no se sorprenderá al encontrar las mismas críticas violentas contra las mujeres —divididas entre quienes les gusta coger y quienes no—; contra los periodistas, oportunistas sin ninguna convicción política real; contra los políticos que dirigen el país de manera desastrosa al abandonar el combate por una política económica que defienda los intereses nacionales.
Son quizás las partes dedicadas a la relación entre el protagonista y su padre en coma donde aflora algo distinto, un ánimo de reconciliación, casi de apaciguamiento. “Mucho de las relaciones padre e hijo en este libro, confiesa Houellebecq en su entrevista con Le Monde, están muy ligadas a las relaciones que tuve con mi padre. Me parezco a él terriblemente. Cuando era bebé ya decían que era su vivo retrato. Y en efecto entre más envejezco más me parezco a él. Probablemente moriré de lo mismo que padeció, algo de vasos sanguíneos. Pero morir no es grave, el problema es que cada vez veía menos y mi vista comienza a disminuir mucho. Por eso, para la nueva presentación de mis libros, me importaba que la letra fuera lo suficientemente grande”.
Como él mismo lo resalta, el objetivo subyacente de sus novelas, “aunque parezca un poco anticuado”, es “hacer reír y llorar”. De sobra sabemos lo que hace reír a Michel Houellebecq. Nada detesta más que la hipocresía, lo políticamente correcto y lo biempensante. Pero ¿qué lo hace llorar? ¿La tristeza que le suscita esta sociedad decadente nuestra? ¿La soledad del mundo contemporáneo cuyo testimonio más sórdido son las residencias para ancianos que minuciosamente describe? Los lectores encontrarán quizás en Anéantir una respuesta a esta interrogante, probablemente la única válida para él: ¿cuál sería el hacha que rompa el mar helado en nosotros?
AQ