Con mucho afecto para Marianne Toussaint
Ella era el jardín, de Gilberto Prado Galán, es un libro que me resulta incómodo. Entro en una zona donde la rogativa, la sinceridad, el duelo, el planto, la pérdida, me dejan al margen. Un rosario que me canta un camino con sus estaciones, un Vía Crucis con sus caídas y el Gólgota, allá, a lo lejos, coronando el paisaje. Las cuentas del rosario se multiplican a lo largo de las páginas de esta vehemente voluntad de no olvido. Aquí me quiebro.
Pienso en El cuervo, de Edgar Allan Poe. El dictado consiste en un eterno subrayado, en una puerta cerrada, en la imposibilidad del amor porque la tapia de un exilio sentimental se impone. La línea se ha quebrado. Ya no se trata de una sucesión de puntos; se trata de horadar la página, de no avanzar, de hacer un alto que lo cubra todo con su oscura dimensión. La vida se transforma en recuerdo, la película se ve una y otra vez. Lo visto pierde realidad porque la imaginación, la reiteración, degrada la visión del doliente, del viudo, del príncipe de Aquitania, y el paisaje deja de ser tal, y se convierte en muro, en límite que nos cierra el paso, que interrumpe, precisamente, la sucesión de puntos que conforman la línea, el camino, que es la propia vida.
La dimensión de El cuervo es el subrayado, la tinta indeleble de la pérdida. Cuando Mary Shelley escribe sus elegías por la muerte de su hijo y de su amante, el mar, en un caso; Italia, en el otro, sirven de escenarios para presentificar su dolor. Pero el yo lírico, en su desgarradura, en su falla, parece alejarse, poner distancia, moverse con una lentitud puntillosa y hostil, filosa y cruel, del epicentro del temblor. Sin embargo, en Ella era el jardín, el hueco nos atrapa, nos pasma y confunde. Somos un planeta que gira en una órbita que nos esclaviza. “Todo tiempo pasado fue mejor”. La frase es un tópico de la literatura petrarquista.
Francesco Petrarca compone su Cancionero, y al dividirlo en vida y muerte de Laura, nos condena a vivir, a sobrevivir en la pérdida, no con la pérdida que, considero, es un abismo de diferencia. La pérdida entonces será la estrella que nos guíe por el valle de la desolación y la amargura. No toco el libro que hoy nos propone Gilberto Prado Galán, pero sí lo transito, me expongo a su continuum. Me pongo en marcha y tropiezo, vuelvo a tropezar y no tengo seguridad de avanzar. Entonces me veo en un monte recogiendo leña, ramas y troncos que alimentarán un fuego que deberá calentarme e iluminar la estancia donde me encuentro. Leo los poemas póstumos de Juana Bignozzi. Estoy en mi cama, en Higueras, en invierno, solo, en plena pandemia, y los poemas, como reses en fila, alineadas para entrar a su baño contra las garrapatas, en pleno corral, se suceden ante mí y yo me emociono por la fuerza, contundencia, madurez de su expresión estética, pero también por el Logos poético que rezuman. Y de pronto, súbitamente, como en el poema de Salvatore Quasimodo, me encuentro ante mi propio rostro cuando leo: “sin olvido no hay vida”. Y así me quedo, y así, y con esto, voy caminando el jardín que Gilberto Prado Galán me hace transitar entre los textos que lo componen.
Ella era el jardín, Leticia era el jardín, y el jardín llega a constituirse en paraíso, y todo paraíso, para serlo, debe estar irremediablemente perdido. No obstante, y pese a su situación de ausencia, este paraíso está, inexorablemente, presente en su calidad de fantasma, de presencia de una ausencia que nos acecha. Ahora, para calentar la estancia donde me encuentro leyendo este libro, avivo el fuego de la chimenea con los troncos y ramas que recogí en un monte feraz que no es el jardín leído, pero que sí lo rodea, y es el espacio que yo, como lector, habito. Se trata del poeta ruso Ósip Mandelstam en versión de Jesús García Gabaldón. El poema dice:
Vivo en huertos importantes.Vanka, el casero, podría pasear por aquí.
El viento trabaja en vano en las fábricas,
y los troncos de la ciénaga conducen lejos.
Arada y negra, la noche de las orlas de las estepas,
se heló en los pequeños adornos de las luces.
Tras el muro, el dueño, ofendido,
va y viene con sus botas negras.
Y cruje suntuosa la lápida
de este cobertizo.
Duermo mal en casas ajenas.
Y cerca de la banca solo acecha la muerte.
Me descubro lector de Mandelstam, pero no así de Nadezhda, su mujer, que escribió un tremendo libro donde se revisan los días, las horas, los minutos y segundos; el frío, la inclemencia, el abandono, la locura que perfilaron el fantasma del poeta que la acompañaría por esas espesas, sinceras, urgentes páginas que le tocó escribir.
Soy un lector, pero también un continente emocional que ejerce su derecho a decidir si se sienta a ver el paisaje, por la ventana, o si se calza las botas negras y emprende de nuevo el camino por los senderos de un paisaje, de un jardín que no se congela en la memoria, donde se sufren días de invierno, sí, pero también, de un inclemente y asfixiante verano. Insisto, hay libros que me retan, están ahí en los anaqueles de mi biblioteca. Pienso en el Libro del desasosiego, de Bernardo Soares.
Un clásico de la literatura portuguesa que, junto a Contra toda esperanza, clásico de la literatura soviética, reposan dentro de un silencio inquietante. Los veo y me ven, me saben y los sé, pero, fiel a mis emociones, prefiero, por ahora, leer los poemas de Alberto Caeiro. Poemas que se escribieron de noche, como Georges de La Tour, en el siglo XVII, pintaba, también, de noche, a la luz de las velas y hoy, tanto los poemas como las pinturas nos asombran con la luz que despiden, con esa intensa luz del sol negro de la melancolía.
Ella era el jardín, de Gilberto Prado Galán, es un libro sincero, íntimo, muy próximo a su autor. La literatura está ahí, pero también está el reclamo, la pena, el amor, la angustia, la culpa, la idealización, la ficción que, lejos de empañar, descubre, pero también crea. Hay libros, me parece, urgentes, otros son necesarios. La diferencia entre lo urgente y lo necesario, la diferencia entre crear imágenes y sufrir y padecer visiones está, quizá, en lo sublime. Hay una expresión literaria que se debe acometer, y hay otra que se impone, que no depende de nuestra voluntad, de nuestros compromisos, estrictamente, de un oficio. Sé que hay empresas que, por muy diversas e íntimas razones, tienen que llevarse a cabo; también sé que hay otras que se sufren y que no pasan por los cauces de la estricta sinceridad. Pero esto no lo tengo del todo claro.
Olga Orozco, esa grande poeta argentina que me señaló con su bendición y me regaló un beso en la frente, escribió un verso memorable que me acompaña y sostiene: “memoria, no me bastas”. Lo escribe en una elegía de enorme dimensión. Antonio Gamoneda ha llegado a afirmar con una contundencia de miedo “que la sabiduría, la única sabiduría, es el olvido”. Terminaré afirmando aquello que dije al iniciar este texto: Ella era el jardín, de Gilberto Prado Galán, es un libro que me resulta incómodo, y esta es la perla, el Logos, la incomodidad —precisamente—, el fuego que hoy agradezco a su autor.
AQ