Emiliano Monge: “La literatura está en la frontera entre la memoria y la imaginación”

Entrevista

El escritor comenta su novela más reciente, Justo antes del final, donde narra la vida de su madre, mientras traza una historia de la locura del mundo.

Un verso de César Vallejo se lee en el brazo del autor mexicano. (Foto: Ángel Soto)
Ángel Soto
Ciudad de México /

No es indispensable creer en la predestinación para admitir ciertas casualidades irrenunciables. Antes de los premios, del reconocimiento de sus congéneres, del aplauso de la crítica, incluso antes de las primeras publicaciones que lo convertirían en escritor profesional, Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) intuía una historia digna de contarse —quizá dos, para entonces no lo tenía demasiado claro— en las ramas de su propio árbol genealógico. 

“Quién no va a querer escribir si tiene un abuelo que forma parte de la historia fundamental del narco en México —y que además se hizo el muerto—, y otro abuelo que fue perito médico del juicio de Goyo Cárdenas [célebre asesino conocido también como El estrangulador de Tacuba]”, cuenta el escritor en entrevista con Laberinto. “Es difícil no querer contarlo, pero no tenía idea de cómo lo iba a hacer”.

A ese segundo abuelo, el materno, Monge le dedica varias páginas de su novela más reciente, Justo antes del final (Random House, 2022). Sin embargo, aunque ocupa una posición significativa en el devenir de la trama, no es el protagonista. Lo es, en cambio, una mujer —la madre de Monge— y lo que acontece en torno a ella. Su vida se narra cronológicamente, año por año, “a través del estallido de un recuerdo en la vida de quienes hablan de él. Son momentos significativos en la vida de la protagonista”. De forma paralela, se narra también la vida —la locura, apunta el autor— del mundo, mediante acontecimientos que, progresivamente, entretejen su carácter universal a la particularidad de la historia familiar. Así, la novela se comporta como un gran imán fragmentado que, conforme avanza la narración, va recuperando su aspecto verdadero. Cada suceso histórico es la hebra suelta de una malla que sólo revela su forma con el transcurso de la lectura.

La conversación ocurre a principios de septiembre. Apenas una hora antes, se ha anunciado que Mircea Cărtărescu —cuya narrativa despierta la admiración profunda de Monge, y quizá por eso sea posible hallar en sus libros reverberaciones y consonancias con la obra del autor rumano— ha sido reconocido con el Premio FIL de Literatura 2022. Flanqueado por las paredes de intenso color anaranjado de una de las salas de su casa editorial, Emiliano Monge habla, entre otras cosas, sobre la imaginación, la memoria, la maleabilidad del tiempo en su narrativa y la cocina de su escritura.

Emiliano Monge, en las oficinas de Random House. (Foto: Ángel Soto)

—A diferencia de No contar todo, donde recurres a tres narradores, Justo antes del final tiene un solo narrador que se habla a sí mismo, en segunda persona. ¿Cómo construiste esta voz?

Para mí el narrador es fundamental. Siempre me ha parecido el primer personaje de un libro, esté o no dentro de la historia. Un narrador omnisciente, por ejemplo, es un personaje. Y es importante verlo así, porque si no el escritor no construye al narrador.

Cuando la historia está intentando pasar de mi cabeza, de mi cuerpo, de mi sensaciones a la escritura, lo primero que hago es ensayar al narrador. Descarto muchas voces narrativas antes de empezar el trabajo. En el caso de Justo antes del final, llegué más o menos pronto, pero descarté a una narradora-mujer, a una narradora-hija, a otra narradora-mujer que le escribía cartas a la protagonista, y después llegué a este narrador. Decidí que fuera hombre porque es mi historia. La razón por la que es una segunda persona apoyada en sí misma es consecuencia de un asunto formal: yo tenía muy claro que la novela se iba a contar año por año de la vida de la protagonista, y de la locura del mundo. Es casi una línea del tiempo como las que hacíamos en la primaria y eso implicaba darle mucho peso a la linealidad del tiempo. Para responder a eso, quise hacer algo que la envolviera, una espiral que volviera el tiempo cíclico, aunque no lo es. La respuesta a esto es una voz que se habla a sí misma.

—¿Y en cuanto al fondo de la historia?

Aunque es evidente que se trata de una especie de otra mitad de No contar todo (si fuéramos músicos, hablaríamos de un lado A y un lado B), no sé cuál sería cuál. Quería que estuviera muy lejos de ahí. Quería una voz que no hubiera usado en la otra novela. Pero, además, no quería que fuera una historia sobre la madre y el hijo, o sobre el abuelo, la madre y el hijo, como sucede en No contar todo. Ésta es una novela sobre la vida de una mujer y lo que ocurre en torno a ella. Para que el narrador pudiera ser el hijo, tenía que estar completamente diluido. La manera de esconderlo era, precisamente, haciéndolo a hablarse a sí mismo, rompiendo ese vínculo de la narración con el personaje principal. Él está presente todo el tiempo, incluso más que la protagonista. Sin embargo, es mucho menos visible que ella, y eso se debe a que él está repitiendo lo que le dijeron, se está hablando a sí mismo porque hay una inseguridad falsa, algo que lo vuelve un poco intangible.

—Porque es el narrador, pero es también el receptor…

Y también es, de algún modo, el lector. Hay una invitación al lector a tomar ese lugar y eso hace al narrador todavía menos corpóreo.

—Trazas un discurso interesante mediante el cruce de tiempos verbales, porque la historia se narra en futuro, pero cuenta hechos del pasado.

Es también una lucha contra el carácter monolítico del año por año. El narrador habla en futuro porque está contando la historia a quien la quiera escuchar. Los recuerdos están resignificándose en presente y en futuro todo el tiempo. Cada vez que recordamos, estamos destruyendo un pedazo del pasado para traerlo al presente con una nueva forma. La colamos con el lenguaje, con la intención, con el inconsciente. Este libro busca hacer patente que todo está en constante reconfiguración, y por eso se oponen las visiones de un mismo suceso. Es un juego entre la memoria y la imaginación. Se pregunta mucho para qué sirve la literatura, y yo siempre he dicho que para nada. Es un lugar. Y si algo pienso ahora, después de escribir este libro, es que precisamente en la frontera entre la memoria y la imaginación, está la literatura.

—Hablabas del tiempo y de su maleabilidad. En tu literatura, este elemento tiene un peso muy relevante. ¿Qué significa para ti la posibilidad de modificar el tiempo a placer?

Yo hablo de literatura con mucha gente. Una de esas personas era Daniel Sada. Él decía una cosa muy interesante: “lo primero que hay que tener claro de un libro es cuánto dura. Antes de pensar tantas cosas, tienes que saber si tu libro dura un día, un año, tres meses, 15 minutos… Ya luego puedes jugar con el tiempo”. Y yo me obsesionaba en decirle: “que dure un año no quiere decir que dura un año”. Mi rebelión ante eso tiene mucho que ver con esas pláticas.

La cuestión del tiempo tiene que ver con el caos y el orden. En esta novela por primera vez me metí frontalmente con ese tema. Es también una historia de la locura, y por eso los personajes están buscando constantemente darle algo de orden a un caos. Cuando nace algo que puede ser un relato, hay un estallido que va hacia todas partes. Encontrar cómo convertir eso en algo que se pueda contar, es tratar de darle un orden al caos. La escritura implica una ruptura del presente y, por lo tanto, tenemos que asumir la importancia del tiempo. El lenguaje es también una forma de tiempo, nos permite romper el presente. Jugar con el tiempo me ayuda a ordenar y a desordenar.

—¿Qué mecanismos entran en juego para darle orden a ese caos?

En este caso, el hecho de que cada año fuera un instante determinante de la vida de una persona, me obligó a recortarle un montón de cosas al caos. Es decir, sólo podía contar un instante de cada año. Lo que hace que esto funcione como novela, que se entreteja el mega zoom con el ultra macro del mundo, es que haya tensión entre una cosa y otra. La ficción está en construir esa tensión.

—La literatura ocurre en los resquicios…

Totalmente, como sucede entre la memoria y la imaginación, entre el silencio y el sonido, entre la palabra y el silencio, en cada corte del ritmo de una novela y en su arquitectura.

—En Justo antes del final, hay oraciones subordinadas muy largas, que sirven para nutrir con detalles y para dar contexto. ¿Esa fue una decisión de estilo?

Claro, es una decisión. Tiene que ver con una postura ante la manera en la que pensamos, en la que sentimos y en la que recordamos o imaginamos. Por alguna razón —yo creo que porque es más fácil para el sistema en el cual nos forman y nos achatan— se pide que no se usen subordinadas. Se pide el uso del sujeto-verbo-predicado, porque facilita cierta comunicación, pero cierta comunicación básica. Uno, con uno mismo, no piensas así. Cuando estás divagando, pensando, deseando, imaginando o recordando, lo haces con una cantidad insólita de subordinadas. Es lo que se llama perderse en la imaginación. Proust lo tenía clarísimo: en Por el camino de Swann hay una serie de subordinadas que abarcan 16 o 17 páginas. Ahí entre en juego el flujo mental.

—A propósito de la mente, en su reciente discurso de recepción del Premio Cervantes, Cristina Peri Rossi escribió que “la locura puede ser un pretexto de exclusión de aquellos que esgrimen verdades incómodas”.

Y con el imperio lo políticamente correcto es todavía peor, porque cada vez cabemos en espacios más reducidos de pensamiento. Y todo lo que se sale de ese esquema se califica como locura. Yo iría más allá: ¿cuál es la diferencia entre un loco y un creador? Es sutil: el loco crea una metáfora en la que entra y queda atrapado; no es consciente de que está viviendo la metáfora que él mismo creó. El creador puede entrar y salir de ella, mirarla desde afuera. Pero lo que hicieron fue básicamente lo mismo.

—¿Cómo planeas una novela donde las hebras se entretejen como ocurre en Justo antes del final?

Esa es la cocina de la escritura. Hay cosas muy intuitivas y otras muy tramposas. Pero a la trampa, que es fundamental en una novela, no se llega desde el pensamiento sino desde la intuición. La literatura es un juego de trampas, de artificios y trampantojos. Pero a eso llegas desde el trabajo. No hay inspiración ni hay musas, hay oficio. Las horas de trabajo te permiten encontrar esos hilos.

—¿Esa intuición se afina con el tiempo?

No sé si se afina, pero se hace más presente. La escuchas más, la respetas más, entiendes que es más importante de lo que creías. Y, sobre todo, desconfías menos de ella. En un primer libro la tratas de callar, la quieres controlar demasiado, pero con el trabajo te vas dando cuenta de que es importante respetar que esté ahí. Y dejas que ese rumor, ese murmullo, se quede.

Bibliografía


Cuento

Arrastrar esa sombra (Sexto Piso, 2008)

La superficie más honda (Random House, 2017)


Novela

Morirse de memoria (Sexto Piso, 2011)

El cielo árido (Random House, 2012)

Las tierras arrasadas (Random House, 2015)

No contar todo (Random House, 2018)

Tejer la oscuridad (Random House, 2020)

Justo antes del final (Random House, 2022)


ÁSS

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