Qué mejor manera de celebrar los 80 años de Guillermo Ceniceros que presentar un libro de arte que reúne una buena selección de su trabajo como dibujante, y ya se sabe que el dibujo es la base de todo artista plástico que se respete. A esto hay que añadir la extraordinaria semblanza de vida del pintor Ceniceros que ha urdido el poeta, novelista, crítico, editor y entrevistador José Ángel Leyva.
Para realizar Guillermo Ceniceros. Laboratorio de formas (Fundación Guadalupe y Pereyra-Grupo Cultura en Construcción, México, 2018), Leyva inventa procedimientos que ponen de cabeza, por decirlo así, el género de la entrevista tal y como lo conocemos. De tal suerte, su participación en este libro en su calidad de crítico de arte aparece travestida bajo la forma de una entrevista imaginaria en la que la voz cantante parece llevarla el conocido crítico, ya fallecido, John Berger, frente a cuyas breves intervenciones se despliegan las “respuestas” o los “comentarios” del propio Leyva. Se trata de una crítica de arte que se disimula bajo los ropajes de un diálogo que nunca tuvo lugar. El talento de Leyva como novelista algo tiene que ver con lo anterior.
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Y con lo que sigue. La pieza fuerte de este libro es la entrevista que el mismo Leyva le hace a su amigo y coterráneo: el pintor, dibujante y grabador Guillermo Ceniceros. A diferencia de lo que había hecho en su libro de homenaje a la familia Revueltas, aquí José Ángel Leyva desaparece, se “borra” como entrevistador. La entrevista, en efecto, se llevó a cabo, de seguro a lo largo de varias sesiones, pero el editor, de manera astuta, ha borrado todas y cada una de las preguntas que le hizo al artista, y todavía más, conjeturo, ha editado las respuestas, apretándolas, cambiando el orden de las mismas, ensamblando diversos materiales e incluso realizando un trabajo minucioso con el lenguaje (que acaso podríamos llamar “estilístico”) con el propósito de conservar las huellas peculiares del de la voz, quiero decir, con el propósito de preservar el acento y la entonación de Ceniceros.
Lo que leemos en el libro no es una entrevista sino un monólogo. Tan convincente, por cierto, que se tiene en todo momento la impresión no tanto de leer un texto sino de escuchar el habla desenfadada y cordial del pintor duranguense.
La entrada tiene el aplomo de un texto novelístico: “Me llamo Guillermo Ceniceros Reyes, soy pintor, nací en El Salto, Pueblo Nuevo, Durango. Allí transcurrió mi infancia. De esa época de mi vida conservo con nitidez el olor de un tubérculo al que los lugareños llamaban juárez. Era blanco y poseía un aroma semejante al queso […]. Me acompañaron de por vida los aromas de la madera y la trementina, la brea de donde se extrae el aguarrás […]. Cuando uso el óleo y lo diluyo, empleo dicho solvente e inevitablemente vienen a mi memoria los aromas del aserrín y de la madera, de los pinos, del bosque, del humo de las chimeneas de las casas, de la tierra, del frío, del sol iluminando el verde de mi niñez”.
Al final del “monólogo”, Ceniceros retoma esta evocación de los olores de la trementina y la brea que experimentó en su niñez en la sierra de Durango. Pierre Boulez, el gran compositor francés del postserialismo, sostenía que cuando el público reconoce una secuencia de sonidos que había aparecido con antelación era signo seguro de que la obra estaba por concluir. Así sucede en este caso.
Lo que hace Guillermo Ceniceros es narrar los avatares de su infancia en El Salto, Pueblo Nuevo, incluyendo alguna ingeniosa travesura de fogatas, el traslado de la familia a Monterrey, su primer aprendizaje del dibujo industrial, su consolidación en la Escuela de Artes, el impacto que habría de tener en su desarrollo uno de sus primeros maestros de pintura, César Delgado, quien ya le hablaba de conspicuos muralistas como Ángel Zárraga y Diego Rivera, sus peripecias en el Jardín del Arte de Sullivan al lado ya de su compañera, la también pintora Esther González, en fin, la forma inesperada en que conoce a Siqueiros. Resulta que un amigo español tenía que ir a Cuernavaca a solicitarle algún apoyo al famoso muralista. Transcribo las palabras con las que narra este hecho el mismo Ceniceros:
“Yo estaba sin empleo y mis ingresos dependían de las ventas en el Jardín del Arte. Un día, Luis Moret me invitó a Cuernavaca y me pidió que me llevara un cuadro. Nos fuimos en su auto y al llegar tocamos el timbre y cuando nos preguntaron quién era, Moret, con su acento español, dijo: somos unos artistas de España. Vino entonces Siqueiros a abrir la puerta y el primero que habló fue Luis Moret, pues requería una firma para hacer un trámite en Gobernación por su condición migratoria. Nos condujo al taller, que era un espacio más pequeño […]. Muy amable nos mostró el espacio y el trabajo que realizaba. Luego nos preguntó cuál era el motivo de nuestra visita. Luis le expuso su situación y le pidió ayuda, misma que Siqueiros aceptó darle. Y sin que yo hablara, cuando el maestro me preguntó que cuál era mi asunto, Luis respondió: él vino a trabajar contigo. Y me dijo: Guillermo, muéstrale tu cuadro al maestro. Era una pintura que yo había hecho sobre el paisaje de Nuevo León, Los Altares, en los alrededores de Monterrey, en un sitio donde había una fábrica de cemento y una cooperativa. Siqueiros me pidió que lo colocara en un caballete, lo observó detenidamente y movió la cabeza afirmativamente, sí, claro que sí, él viene a trabajar conmigo. Así comenzó mi relación laboral y mi amistad con él”.
Estimo que se trata, sin lugar a dudas, de una anécdota memorable.
ÁSS