Rayuela cumple sesenta años y por supuesto es demasiado pronto para juzgarla. Su propio autor, sin embargo, tenía una idea muy clara de lo que iba a significar. El 15 de mayo de 1962, es decir un año y un mes antes de la publicación, Julio Cortázar le escribía a su amigo y traductor Paul Blackburn: “Si te interesa saber lo que pienso de este libro, te diré con mi habitual modestia que será una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”.
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Y así ocurrió, a pesar de su “modestia”. Puede decirse también que la historia de las obras de Cortázar es inseparable de la presencia de Francisco Porrúa, cuyo centenario se cumplió el año pasado sin que muchos lo advirtieran. Cuatro años antes de Rayuela, cuando Porrúa trabajaba en la editorial Sudamericana de Buenos Aires, llegó el manuscrito de Las armas secretas. Como la misma editorial había publicado Bestiario con poco éxito, Porrúa tuvo que insistir en la edición del nuevo volumen de cuentos que resultó ser un éxito de ventas. A partir de entonces el camino de las obras de Cortázar estaba allanado. El 30 de mayo de 1963, Cortázar le anuncia a Porrúa el envío de su novela que sería publicada muy pronto, el 28 de junio. La resonancia fue inmediata.
Pero el libro venía con direcciones. Según las mismas, uno puede leer la novela en un orden determinado o en el orden que quiera, suprimiendo algunos capítulos si lo desea. La razón es que la vida, la literatura, esta novela es un gran juego en el que podemos deshacernos y volvernos a hacer. Arriba y abajo, Europa y América, aquí y allá, realidad y ficción son apenas los casilleros de ese juego.
Pero había una cierta autoridad en esas instrucciones múltiples. Era la autoridad del revolucionario, o como él lo proponía de los “Che Guevara del lenguaje”. En otras palabras, ser lúdicos del modo como él lo entendía, era una consigna. La novela nos ordenaba jugar. Anunciaba una misión detrás de una proclamación. Y esa proclamación pasó de moda junto con las otras heterodoxias de la década en la que apareció.
Y, sin embargo, se trata de un libro que nos sigue asombrando por lo único que cuenta, su lenguaje. Nos siguen impresionando el poder y el ingenio de sus frases. Su fragmento inicial (desde esa primera frase “¿Encontraría a la Maga?”) es notable y también lo son muchos otros. El episodio del encuentro con Berthe Trépat, por ejemplo, podría ser un magnífico cuento. La famosa carta a Rocamadour es una obra de arte de la ternura y el ingenio, lo mismo que ese fragmento del capítulo siete, “Toco tu boca…”, y por supuesto el famoso capítulo 68: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromuras…”. A propósito de todo esto, quiero agregar que es notable la lectura de Cortázar que hace Gonzalo Celorio en Mentideros de la memoria.
No nos queda la propuesta sino la escritura misma. Cuando disfrutamos de estos pasajes de Rayuela, nadie se acuerda de las teorías, incluso de las más lúdicas. Nuestro goce de lector ignora a todas.
AQ