¿Encontraría a Borges?

Viajar sola

Las calles de Ginebra despertaron humores contrarios en dos titanes de la literatura argentina. ¿Será posible recorrer ese espacio como lo hicieron ellos en su tiempo?

Tumba de Jorge Luis Borges en el Cementerio de los Reyes, en Ginebra. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
Ginebra, Suiza /

“Debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta”,

Jorge Luis Borges, Los conjurados.


Mientras recorría hace unas semanas las solitarias calles de Ginebra, Suiza, en busca del espíritu del escritor Jorge Luis Borges, recordé las caminatas parisinas del protagonista de Rayela, Horacio Oliveira (obvio alter-ego de su autor, el también argentino Julio Cortázar) preguntándose “¿encontraría a la Maga?”. Debo advertir que Borges no es el equivalente para mí de la Maga (no escribo aquí de mi vida privada), pero por razones que no vienen a cuento en este espacio sólo tenía un día para estar en Ginebra y, además de tomarme la foto obligada frente a la sede de las Naciones Unidas, no se me ocurrió nada mejor qué hacer que buscar rastros de Borges, quien el próximo martes cumple 36 años de muerto.

Evidentemente no era tan casual que me acordara de Cortázar justo en Ginebra. Como tod@ groupie de la literatura latinoamericana contemporánea sabe, Cortázar también vivió en Ginebra a mediados de los cincuenta, cuando trabajó por unos meses como traductor para la ONU. Las impresiones de Ginebra sobre ambos argentinos no podrían ser más dispares. Obviamente, uno era una fama y el otro un cronopio (los fans sabrán quién es quién). Además, mientras que para Cortázar su relación con Ginebra fue meramente monetaria le pagaban mejor ahí por menos tiempo de trabajo— y no tuvo reparos en declarar que era una ciudad aburrida, en comparación con París, su europea favorita, para Borges la relación fue siempre emotiva: fue la ciudad donde pasó sus años adolescentes (que recordaba con felicidad pese a que su familia se refugiaba ahí de la guerra) y a donde eligió regresar ya en los ochenta a morir. Borges expresó su visión de Ginebra en “Los conjurados”, publicado en 1985, un año antes de su muerte. En el poema nos cuenta sobre un grupo de hombres que “profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas”; estos conspiradores, dice Borges, “han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. Quizá excesivamente optimista, quizá futurista en extremo, el escritor imaginaba: “En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe. / Los cantones ahora son veintidós. / El de Ginebra, el último, es una de mis patrias. / Mañana serán todo el planeta. / Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético”. Para Borges, Ginebra era el modelo de ciudad del futuro y, como sus lectores lo sabemos, él vivía ya en el futuro.

Ginebra se experimenta distinto según los barrios que recorres, la compañía que tengas y, claro, el dinero que tengas. Ginebra es la ciudad ideal para comprar autos, bolsas y relojes de lujo; para comer fondue, tomar una copa frente al lago, refugiarse en una banca a la sombra de algún parque o practicar todos los idiomas del mundo. Es un buen lugar para vivir con calidad y seguridad: la gente viste bien, come bien, tiene tiempo libre. And yet… me seguía preguntando qué le vio Borges a esta ciudad para morir acá y qué no le vio Cortázar para no querer vivir en ella.

Aunque Borges le publicó en los cuarenta su primer cuento a Cortázar, “Casa tomada”, nunca fueron amigos: la razón que dio Borges era que Cortázar era comunista, Cortázar no dio ninguna (la relación era obviamente desigual). Que yo sepa (y advierto que sé muy poco de ambos en comparación con tantas tesis que abundan sobre ellos), los argentinos sólo se encontraron en Buenos Aires y en París, nunca en Ginebra. Como yo tenía poco tiempo para conocer Ginebra, opté por hacer el recorrido literario sobre el que había más pistas en Google: el de Borges (definitivamente hay más turistas literarios buscando los pasos de Borges que de Cortázar en el mundo). Sin embargo, no era tan fácil descartar el fantasma de Cortázar, más afín a mi propio espíritu, así que empecé a imaginar cómo hubiera vivido Cortázar en Ginebra si hubiera sido Borges.

Si mis ficciones hubieran sido ciertas, quizá Cortázar no hubiera escrito cartas contado a sus amigos lo aburrido que la pasaba en Ginebra, pero tampoco hubiera dejado ese enigmático cuento, “Ciao Verona”, inspirado en “la bruma burocrática” de su tiempo en la Organización Europea para la Investigación Nuclear. Si Cortázar hubiera sido Borges, al salir de su casa en la Grand Rue (la calle grande) no habría optado por subir la pesada cuesta para sentarse en una banca frente a la protestante Cathédrale de Saint Pierre (donde tuvo su funeral), para luego sumergirse en la vieja librería Jullien y finalmente leer sus hallazgos en el café del elegante Hotel de Ville. No, Cortázar, de usurpar la vida ginebrina de Borges, habría hecho el camino fácil cuesta abajo, saludando a los vecinos a su paso, en especial al lingüista Ferdinard de Saussure, que vivía ya casi donde la calle cambia de nombre a Rue de la Cité. Antes sumergirse en el populoso centro de la ciudad y comer en alguna brasserie con menú del día para burócratas, esta alma apócrifa preferiría entrar a la más moderna librería Beaux Livres y se detendría a contemplar con alegre admiración las intervenciones feministas en los letreros: porque en el futuro la calle de la casa de Borges habrá sido bautizada por ellas como la calle Rue Virginie-BARBET, “Militante anarchiste et kosquière, nacida en 1824 (como cargaría con un Aleph en el bolsillo, todo sería posible). Para finalizar el placentero día, Cortázar no hubiera ido a la ópera al Grand Théâtre de Genève porque se hubiera quedado escuchando jazz en el ameno bar de al lado, Le Lyrique.

“De todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre busca merecer en el curso de sus viajes, Ginebra me parece la más propicia al placer”, traduzco mentalmente la famosa frase de Borges en la placa conmemorativa que tengo frente a mí en una esquina de la Grand’rue Vecut (otros han optado por traducir bonheur como “felicidad” en lugar de “placer”, por ejemplo, pero prefiero pensar que algo de placer concreto tuvo Borges en esta calle). La ubicación de la placa señala una ficción: el ecrivan no vivió en el edificio donde está la inscripción (casi imperceptible si un@ es un turista que no anda en busca de sus propias ficciones), sino un poco más adelante, en el número 28 de la Grand Rue, que hoy es una tienda de muebles de alto diseño y supongo que la placa y los turistas no iban con su estilo. Quizá tampoco con el de Borges.

Si esta ciudad le dio a Borges algún placer o la felicidad completa, pensé frente a su tumba verde, no es casual entonces la inscripción elegida para su lápida en el verdísimo Cimetière des Rois (Cementerio de los Reyes), no muy lejos de su casa: “Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert” (Tomó la espada Gram y colocó el hierro desnudo entre ellos”). La frase, ya lo sabrán sus lectores, está tomada de la antigua Saga Völsunga y es el epígrafe al cuento “Ulrica”, famosamente conocido por ser la única historia de amor erótico de Borges, en que narra el encuentro entre un profesor colombiano (Javier Otálora) y una feminista noruega en la ciudad inglesa de York, donde ambos se renombran como los personajes de la mencionada saga germana, Sigurd y Brynhild. Debajo de la frase, en la lápida, está otra de ficcional pero no tan enigmático significado: “De Ulrica a Javier Otárola”.


Reverso de la lápida de Borges; en la base se lee “De Ulrica a Javier Otárola”. (Foto: Liliana Chávez)


Quizá Borges no encontró en la vida real a su Maga como Cortázar, pero a su muerte ella lo encontró a él y le regaló una bella lápida de piedra con diseños celtas. Como el cementerio tiene pretensiones de apacible parque, a la lápida se llega abriéndose camino de laberinto entre frondosos árboles, pasto y otras tumbas que llaman mucho más la atención que la suya. El día que la visito es tan soleado que abundan las parejas tomadas de la mano y familias haciendo picnic sin reparar en que lo hacen frente a uno de los más grandes escritores del siglo XX.

Puede ser que Borges eligiera este lugar para compartir tierra eterna con John Calvino, el reformista protestante que admiraba, pero a Cortázar le hubiera parecido más divertida la cercana vecindad con Grisélidis Réal, cuya atractiva lápida circular nos recuerda que fue “escritora, pintora, prostituta” (a María Kodama, la viuda de Borges no le gustó). Según las teorías aplicadas al estudio de su obra, los detalles biográficos del autor importan mucho o poco, pero yo sólo anduve buscando la imagen de Borges por Ginebra para no morir de aburrimiento como Cortázar.

ÁSS

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