En el juego de salón “las confesiones”, Jenny —la hija mayor de Karl Marx— interrogó a Friedrich Engels (28 de noviembre de 1820-5 de agosto de 1895) acerca de sus gustos e inclinaciones. Bohemio, apuesto y afable, el copropietario de Ermen & Engels respondió así algunas de las preguntas según anota uno de sus biógrafos: virtud preferida (jovialidad), característica principal (saber de todo la mitad), su idea de felicidad (Château Margaux 1848), vicio que disculpa (los excesos de cualquier clase), ocupación preferida (rozar y que me rocen), su ídolo (ninguno), heroína favorita (demasiadas para nombrar sólo una), máxima preferida (no tener ninguna), lema (tómatelo con calma). Marx decía del amigo que podía trabajar tanto y tan bien sobrio como alcoholizado. Con su característica bonhomía, Engels convidaba la buena mesa y los mejores vinos a los comunistas de toda Europa que lo visitaban en su departamento londinense de Regent’s Park Road. Vencido por el cáncer, el comunista de Barmen instruyó a Eleanor Marx para que vertiera sus cenizas en el Canal de la Mancha. Engels vivió en amasiato consecutivo con las hermanas Burns —de extracción obrera—, no tuvo hijos, heredó sus bienes a los descendientes de los Marx, asignó un fondo a los candidatos del Partido Socialdemócrata de Alemania y recompensó a su médico.
A Engels se le reconoce un papel menor en la elaboración teórica comunista, responsabilizándosele de la vulgarización del marxismo dentro del terreno filosófico, de suerte que se le considera compañero, mecenas y cómplice de Marx más que un intelectual y líder político con entidad propia. El General Engels —como le llamaban cariñosamente las hijas del Doctor Terror Rojo por sus conocimientos militares y de política internacional— sacrificó la obra personal mientras vivió el autor de El capital, hizo también maniobras contables imperceptibles para los socios neerlandeses a fin de rescatar a Marx de los crónicos problemas financieros, escribió múltiples reseñas para publicitar la obra fundamental del Moro de Tréveris, puso en orden sus manuscritos, preparó la edición póstuma de los tomos segundo y tercero de El capital, escribió múltiples artículos sobre política internacional (firmados por Marx) para no distraerlo de la labor teórica —auxiliado por el gran conocimiento de la historia y un mejor dominio de las lenguas extranjeras— y cimentó su leyenda (lo consideraba un genio y él se reconocía como un “hombre de talento”). No obstante, Engels hizo bastante más que eso. Referiremos aquí dos de sus aportaciones seminales: incorporar la “cuestión social” al corpus marxista, además de potenciar el movimiento comunista en densidad y alcance geográfico.
Mientras Marx quería ser poeta y ajustaba cuentas con el hegelianismo, Engels incursionaba en el mundo del trabajo como antes hiciera Robert Owen, fabricante textil también. Ese viaje a las entrañas de la sociedad industrial comienza en Renania, donde el muchacho de dieciocho años registra en las “Cartas desde el valle del Wupper”, publicadas por el Telegraph en 1939, las miserables condiciones de vida de los operarios de la región. Engels regresa al hogar paterno en Barmen y marchará a Berlín en 1841 —en la capital prusiana frecuenta el círculo de los jóvenes hegelianos y asiste a cátedras en la Universidad de Humboldt—, para al año siguiente mudarse a Manchester, haciéndose cargo del negocio familiar. Inquisitivo y sensible, el joven empresario no sólo se preocupa de las buenas cuentas de la empresa, antes bien incursiona en los barrios obreros tomando durante dos años nota de los detalles, los cuales contextualiza con el auxilio de la prensa, los informes gubernamentales, la bibliografía disponible y Mary Burns. Su pareja sentimental le ofrece al comunista de Barmen pistas insospechadas para quienes no suelen trabajar con las manos.
La situación de la clase obrera en Inglaterra es la arqueología social del Manchester industrial. Se publicó en Lepzig en 1845 y llegó al mercado editorial británico en 1892, cuando Engels era el comunista más conocido y respetado del planeta. La indignación moral ante el pauperismo, el esfuerzo por documentarlo y el apremio de actuar impresos en el volumen evocaron en el Marx maduro “los días en que hacías sentir al lector que tus teorías se convertirían en hechos concretos, si no mañana, en cualquier caso, pasado mañana… fue esa ilusión lo que le imprimió al conjunto de la obra una calidez humana y un toque de humor que hacen que nuestros últimos escritos —en los que el blanco y negro ha pasado a ser gris y gris— parezcan realmente desagradables”. El libro se inscribe en la saga crítica de la Revolución industrial (historiografía pesimista le llamarán en el siglo XX), que contrasta el progreso material derivado de la mecanización y el enriquecimiento de las clases propietarias a expensas de los trabajadores. De Owen y Engels hasta Eric J. Hobsbawm y E. P. Thompson, esta perspectiva construirá sus argumentos enfatizando los costos sociales del proceso tecnológico. Y, en las antípodas, la escuela optimista apuntalará la tesis neoliberal (de Friedrich von Hayek) la cual considera que el goteo de los beneficios económicos permite que el mercado por sí mismo los socialice, esto es, sin la intervención del Estado como agente redistributivo.
Ahora bien, La situación de la clase obrera en Inglaterra rebasa la denuncia de las condiciones de trabajo en las “oscuras fábricas infernales”, de la miseria urbana manchesteriana o la descripción de la geografía social de la urbe industrial (“La zona este y nordeste de Manchester es la única en la que la burguesía no se ha instalado, por la buena razón de que el viento dominante que sopla diez u once meses del año del oeste y del suroeste trae de ese lado el humo de todas las fábricas, y ya esto es bastante decir. Los obreros pueden muy bien respirar ese humo sin dificultad”), contiene también lúcidas observaciones acerca de los componentes esenciales del capitalismo y de la dificultad de la clase obrera para contender con él. A este respecto, Engels detecta en la competencia dentro del mercado de trabajo el factor fundamental del control de la burguesía sobre la fuerza de trabajo (“De ahí los esfuerzos de los trabajadores por suprimir esa competencia al asociarse”); competencia que alimenta el mismo sistema económico al producir regularmente un excedente de mano de obra, fenómeno conceptualizado posteriormente en El capital como “superpoblación relativa”, la cual el gurú de la economía neoclásica Ludwig von Mises negará aduciendo que la ley de la oferta y la demanda garantiza el pleno empleo siempre y cuando, claro está, que en los momentos de la contracción de la demanda la gente esté dispuesta trabajar por nada.
Ello nos lleva al Engels decano de la Segunda Internacional de Trabajadores. La confrontación entre marxistas y anarquistas había aniquilado a la Asociación Internacional de Trabajadores (Primera Internacional), significando la primera escisión de consideración dentro del movimiento socialista. A diferencia de ésta, donde se impuso el liderazgo centralizado de Marx, la Segunda Internacional, aglutinada por el pragmático y tolerante Engels, funcionó como una confederación de partidos socialistas nacionales en la cual cada uno de estos determinaba las directrices políticas propias. Fundada en la Salle Petrelle de París en 1889, la organización congregó a cuatrocientos representantes de partidos de veintitrés países que contaban con contingentes trabajadores numerosos, apuntalándose en los sindicatos y centrales obreras que se expandieron durante el último tercio del siglo xix. Ya no eran aquellos reducidos núcleos de artesanos furieristas de un puñado de países centroeuropeos que constituyeron la Primera Internacional en Londres en 1864, sino agrupaciones poderosas ancladas en el proletariado fabril con un electorado de consideración en sus respectivos países. Si Marx construyó el andamiaje teórico del comunismo con su crítica de la economía política, Engels lo conformó como una fuerza política global sentando las bases para que trascendiera al siglo XX, además de preservar el legado intelectual del autor de El capital para las generaciones futuras. Por eso, satisfecho por la labor cumplida, el General Engels al clausurar el Congreso de los Trabajadores de Zúrich en 1893 pronunció lo que podríamos interpretar como su testamento político: “el socialismo ha dejado de ser una serie de pequeñas sectas para convertirse en un partido poderoso que hace temblar al mundo oficial en su conjunto. Marx ha muerto, pero si aún viviera, no habría un solo hombre en Europa o América que pudiese mirar la obra de su vida con un orgullo tan justificado”.
ÁSS