Ennio Morricone: un oído privilegiado

Opinión | Los paisajes invisibles

Creador de un oceánico repertorio, el compositor italiano comprendió que en el score no sólo está el ADN de una historia, sino que ahí cabe todo un género.

Ennio Morricone durante un concierto en el octavo festival Mawazine, en Rabat, Marruecos. (Foto: Abdeljalil Bounhar | AP)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En una conversación entre François Truffaut y Alfred Hitchcock acerca de los atributos que debe poseer una película, el maestro del suspense comentó que la apreciación estética suele ser muy limitada porque “los críticos tienden a valorar más la calidad literaria de una película que su calidad cinematográfica”. Con esta sencilla idea, el realizador británico puntualizó que el arte fílmico no se sustenta únicamente en un buen guión, porque aparte del desempeño actoral, el ojo clarividente de la cámara y la sensibilidad voyeur del director, en ese rectángulo que es la pantalla gravitan una serie de elementos que contribuyen a cargarlo de emoción: el decorado, la luz, la música incidental o score, una partitura programada para establecer la atmósfera del relato.

El score es un elemento fundamentalmente narrativo. A diferencia del soundtrack (canciones que el director puede elegir de un acervo independiente de la historia), su génesis es una especie de escritura paralela al argumento. Los compositores conciben cada pieza siguiendo la tensión dramática de las escenas y secuencias: como el guionista, el compositor de scores nos cuenta la película en sonido, sus recursos son ilimitados dependiendo del estado de ánimo de cada corte: cuerdas, percusiones, tubas, trombones, platillos, teclados, saxofones, trompetas. Un instrumento proyecta distintas emociones, nos vincula con las circunstancias en que se hallan los personajes, y es por eso que, al escucharlos, ciertos scores nos remiten instantáneamente al filme del que proceden.

Ennio Morricone comprendió que en el score no sólo está el ADN de una historia, porque ahí cabe todo un género. Él le dio la identidad al spaghetti western de Sergio Leone: de las partituras que hizo para él, Morricone inmortalizó el silbido polvoriento que anuncia la llegada de Rubio (Clint Eastwood), la acechanza de “Ojos de ángel” (Lee Van Cleef) o las jugarretas de Tuco (Eli Wallach) en El bueno, el malo y el feo (1968), aunque también ensambló una época sonora sui generis, entre el pasado y el presente, para Érase una vez en América (1984), el monumental epílogo de la trilogía Once Upon a Time del mismo Leone.

Morricone tenía oído para cualquier tipo de fábula. De (y con) Pier Paolo Pasolini, Teorema (1968), El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972), Las mil y una noches (1974), Saló o los 120 días de Sodoma (1975); con Bernardo Bertolucci, Novecento (1976); con John Carpenter, La Cosa (1982); con Giuseppe Tornatore, Cinema Paradiso (1988), Todos estamos bien (1990), Una pura formalidad (1994), La desconocida (2006), La mejor oferta (2013); con Roman Polanski, Búsqueda frenética (1988); con Pedro Almodóvar, ¡Átame! (1989), con Margarethe von Trotta, El largo silencio (1993).

Su creación más reconocida fue el score de La misión (Roland Joffé, 1986), pero imposible olvidar sus notas para Sacco y Vanzetti (Giuliano Montaldo, 1971) o su colaboración con Brian de Palma (Los Intocables, 1987; Pecados de guerra, 1989), con Barry Levinson (Bugsy, 1991; Acoso sexual, 1994) o Mike Nichols (Lobo, 1994), porque Morricone trabajó mucho, sin descanso. Con Liliana Cavani, Dario Argento, Damiano Damiani, John Boorman, Terrence Malick, los hermanos Taviani, Samuel Fuller, Franco Zeffirelli, Lina Wertmüller y un largo etcétera.

En su oceánico repertorio figura, incluso, un Pedro Páramo (José Bolaños, 1978), pero lo más seguro es que a la gente se le quede como recuerdo principal lo que hizo para Quentin Tarantino en Los 8 más odiados (2015), porque su penúltima partitura le confirió el Oscar (Morricone ganó antes Globos de Oro y Premios Bafta y Grammy; el Princesa de Asturias de las Artes de este año, junto con John Williams, fue un trecho más hacia la cúspide), ese galardón tan sobrevalorado por una industria que adora la taquilla y confunde al arte con el entretenimiento.

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