La palabra que aparece, de Enrique Díaz Álvarez, es un libro escrito en tiempos de la pandemia del covid-19. Así, a partir de una reflexión sobre la vulnerabilidad de nuestro cuerpo, el autor asume “la vocación de rastrear y prestar atención a historias de vida distintas, ajenas, distantes” que hagan “resonar la fragilidad y el dolor que nos constituye”. Dolor y vulnerabilidad: condiciones que nos unen en tanto que seres humanos, trátese de los poderosos o los sin rango, según el escritor. Leitmotiv esencial en este ensayo ganador del Premio Anagrama es la Ilíada y las distintas lecturas de autores como Hanna Arendt, Simone Weil, Walter Benjamin y Bespaloff quienes coinciden en que en el libro de Homero es tan válido el testimonio de Héctor como el de Aquiles, el del victimario y la víctima.
No falta aquí la referencia a Miguel León-Portilla y su Visión de los vencidos donde quizá se perciba la huella de Homero. Es sólo una de las intuiciones que suscita la lectura de La palabra que aparece. Acaso plantea una certeza: la poesía como condición “de posibilidad para restablecer la memoria de los desaparecidos”, a decir de Díaz Álvarez, quien sostiene que “donde se ejerce el poder hay siempre un testimonio dispuesto a aparecer y a ejercer resistencia (…)”, palabras que hacen eco en las de Benjamin quien insta a “prestar atención a las historias minúsculas”. El testigo es “ante todo un superviviente”, de acuerdo con Giorgio Agamben, filósofo también citado por Díaz Álvarez, y en esta política del testimonio, sostiene, “se entrecruza la ética y la estética”. Ante la violencia, el testimonio “ejerce resistencia”, concluye.
—Empieza su libro con una referencia a la pandemia: “La pandemia nos ha obligado a asumir la fragilidad que nos constituye y a centrarnos en el cuerpo que somos”. Es explícito el vínculo cuerpo-palabra. ¿Por qué?
Entre otras cosas la pandemia nos reveló la profunda fragilidad ya no solo de nuestro cuerpo individual, sino también social. Es importante poner palabras al miedo, dolor y duelo experimentados. Quizá así no permitiremos que gobiernos y programas neoliberales sigan privatizando y recortando recursos a la sanidad pública, la educación y la investigación científica. Quiero pensar que esta profunda sensación de vulnerabilidad será propicia para reconocer y defender lo común.
—¿Cuál es el papel de quien escucha en el circuito: emisor-mensaje-receptor, tomando en cuenta que en el testimonio se entrecruzan la ética y la estética como usted lo afirma?
El testimonio, por definición, siempre se da a alguien más. En contextos de violencia e impunidad como el que vivimos en México, el testimonio de las víctimas y familiares no solo exige nuestra escucha, sino que nos convoca. De ahí que en el libro planteo una política del testimonio y me detengo en una serie de escritores, cineastas, artistas y periodistas narrativos que han incorporado a su práctica la necesidad de visibilizar y expandir ciertas historias de daño y pérdida con la idea de que nos afecten.
—Cita a algunos autores que ofrecen alternativas para hacer evidente lo “quebrantado”, Walter Benjamin insta a “subvertir el relato hegemónico” y escuchar, en cambio, “las historias minúsculas, borradas, no narradas”.
No es fácil fisurar el relato oficial. Narrar es el primer botín de guerra y desde pequeños nos han enseñado la Historia desde la perspectiva de los vencedores. Mi apuesta es confrontar esa óptica que suele ser binaria y maniquea con las voces marginadas u omitidas. Creo que el llamado crítico de Benjamin para dejar de empatizar con héroes de leyenda y llevar a cabo una historia a contrapelo sigue muy vigente.
—También cita a la Ilíada. ¿Ejemplo de relato donde es tan relevante el testimonio de las víctimas como de los victimarios?
Creo que la gran lección de Homero es la imparcialidad y ambivalencia con la que narra la guerra de Troya. Más allá de la épica y que sea un canto violentísimo, tuvo el gesto de evocar las acciones y palabras de vencidos para salvarlas del olvido. Y lo hace con una fuerza y belleza tremendas, al grado de que uno tiende a empatizar más con Héctor, Príamo y compañía.
—¿Por qué cita a Miguel León-Portilla y su Visión de los vencidos?
Fue un ejercicio muy importante. Al reunir los testimonios indígenas, León Portilla reveló la otra cara y sentir de la Conquista. Con ello abrió la posibilidad de confrontar el relato hegemónico de Cortés, Bernal y los cronistas de Indias. Ver con otros ojos episodios como el cerco y caída de Tenochtitlan. Esa antología está en la estela de imparcialidad homérica: la necesidad de revertir con palabras la aniquilación de una ciudad.
—¿Qué sentido tiene la poesía en los relatos silenciados (de los desaparecidos) y en el de los poderosos?
Sobran odas a los héroes. Nos han educado para celebrar a esos hombres que salen vivos mientras otros muchos yacen a sus pies. En el libro planteo la necesidad de sacudirse esa vieja fascinación y prestar atención a la fragilidad de esos testigos que han tomado la palabra para relatar una experiencia extraordinaria que importa comprender e imaginar a detalle. Muchos de ellos revelan que la poesía es el medio para aproximarse a lo que cuesta trabajo nombrar.
—¿Qué posibilidades ofrece la ficción en cuanto a la recuperación de las voces incómodas que ponen en evidencia la banalidad del mal, citando a Arendt? ¿Cómo explica el concepto de “zona gris” a la que alude Primo Levi y por qué lo incluye en su libro?
Me interesan esas novelas o documentales que nos permiten mirar de frente al horror. En México ha llegado el punto en que, para hacer una crítica de la violencia, necesitamos escuchar ya no solo a las víctimas, sino a los verdugos. No para empatizar o justificarlos, sino para explorar a fondo la obediencia ciega y esa ambigua y perturbadora “zona gris” que desde Primo Levi sabemos une y separa al mismo tiempo a las víctimas de los perpetradores.
AQ