Será larga la noche (Alfagura, 2019), la novela más reciente del colombiano Santiago Gamboa, es un thriller en el que la investigación recae en dos mujeres: la periodista Julieta Lezama y su asistente Johana, exmiembro de las FARC. Ellas serán apoyadas en sus pesquisas por el fiscal Jutsiñamuy. La novela comienza con un enfrentamiento entre dos grupos no identificados en un lugar poco poblado de Colombia. En su investigación, Julieta descubrirá que ni los narcos ni los exguerrilleros, como era de esperar, participaron, sino otros sorpresivos grupos que están haciendo cambiar el juego político: las iglesias evangélicas. Las pasiones humanas se hallan en el origen de la violencia.
Con una escritura cada vez más controlada, Gamboa mantiene el interés del lector y hace un repaso de la circunstancia colombiana de hoy. La novela no sólo hace destacar a las protagonistas, también dentro de los personajes secundarios resaltan las mujeres a las que hace hablar con desenfado y sabrosura. Y en la historia de uno de los líderes que estuvieron involucrados en el choque, se nota la madurez que ha alcanzado Gamboa.
Presentamos la siguiente conversación realizada a través de correo electrónico.
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—Truman Capote decía que escribía primero el final de una novela para saber hacia dónde se dirigía. ¿Cómo planeas las tuyas; es diferente el plan en cada caso?
Creo que hay solo dos tipos de escritores: los que saben qué van a escribir y los que no lo saben. Yo formo parte del segundo grupo y esto quiere decir que la primera redacción de la novela es una búsqueda, una navegación en medio de la oscuridad, con brújula y sin mapas. Un submarino ciego. Busco la novela que quiero escribir. Una vez que la encuentro, debo volver al inicio y comenzar a pulirla, a separar todo aquello que “no es novela”, pero que me permitió afinar el tiro. Mi escritura es intuitiva, odio hacer abstracciones. Los esquemas me paralizan. Escribo mis novelas poniendo una palabra sobre otra, como un muro de piedra. A veces, cuando ya estoy muy avanzado, me viene un final. Entonces lo escribo y lo dejo a un lado. Y se vuelve un faro al que debo llegar.
—José Alfredo Jiménez y Palito Ortega son citados. ¿Cuál ha sido tu relación con la canción popular en todos los géneros?
Enorme, es la poesía de la vida cotidiana. Me encanta sobre todo la salsa clásica: Richie Ray y Bobby Cruz. Sonido bestial es una obra maestra. La voz de Cheo Feliciano cantando “Dime” o la de Héctor Lavoe en “El día de mi suerte” me hacen llorar. También me gusta la música mexicana, muy escuchada en Colombia. Una vez Fernando Vallejo me dijo que si México fuera el centro del mundo hasta los japoneses oirían con veneración a José Alfredo Jiménez. También me gusta Maná y por supuesto los boleros. Oír “Convergencia” en la voz de Ibrahim Ferrer es lo más cercano a la poesía mística que tenemos en América Latina.
—En algún momento de la novela haces decir a Julieta: “¡Yo que alcancé a pensar que la guerra se había acabado en este país!” ¿Puedes hablar de ese periodo de cambio en Colombia a partir de que desaparecieron las FARC, de los ideales que se perdieron?
Las FARC, que era la guerrilla más agresiva y la que contaba con más tropa, armas e influencia territorial, se transformó en un partido político y hoy están en el Congreso de la república. Esto es positivo. Es verdad que en las montañas quedó una disidencia FARC que trabaja aún para el Cártel de Sinaloa (es lo que dice la prensa colombiana) en el cultivo y producción de coca, pero ya no podemos llamarlos guerrilleros. Son narcotraficantes armados, nada más. A esto hay que sumar lo que se llama “bandas criminales”, las mismas viejas estructuras del paramilitarismo, las cuales se disputan los terrenos de cultivo de la hoja de coca o los espacios para la minería ilegal. Estas bandas asesinan a líderes de izquierda y amenazan de muerte a los políticos progresistas. Por lo demás, en la parte legal del Estado, hay una rivalidad sangrante entre la ultraderecha cristiana y los partidos progresistas, pues de la guerra quedó la herencia de hacer la política con odios y emociones. Todo esto, ¿es un estado de paz? Ciertamente no. Pero ya se sabía que la firma del Acuerdo era apenas el inicio de la larga y lenta construcción de la paz, que es en lo que está ahora una parte de la sociedad colombiana.
—¿Visualizaste desde el principio que tu protagonista tenía que ser una mujer clasemediera, preparada e independiente? No sé cómo estén las cosas en Colombia, ¿no te preocupó que te pudieran cuestionar las feministas por algunas características que le das como el leve coqueteo con el lesbianismo? Siguiendo a Flaubert, ¿hasta qué punto Julieta eres tú?
Decidí usar una mujer por intuición. Tal vez sentí que por estar entrando a un mundo más bien masculino, como es el de las iglesias evangélicas y sus pastores, lo que más convenía era hacerlo desde el punto de vista de una mujer. Creo en la libertad de género en temas literarios del mismo modo que en la vida, pues una es espejo de la otra. Marguerite Yourcenar habla desde un hombre en Memorias de Adriano, por ejemplo, y así también lo hacen muchos autores masculinos. Me disgusta, eso sí, la tendencia de algunos a que sus heroínas sean adúlteras, como en Madame Bovary, Ana Karenina o La regenta. Pero supongo que expresaban temores. Supongo que si Flaubert dijo “Madame Bovary soy yo” me corresponde asumir que mi modesto personaje principal, Julieta Lezama, también “soy yo”, y puede que sus coqueteos con el lesbianismo expresen alguna tendencia mía. Tendría que hablarlo con un especialista.
—En el caso de Johana, ¿puedes hablar del papel que jugaron las mujeres en las FARC?
Johana vivió la vida difícil de millones de colombianos y sufrió una terrible tragedia, teñida de humillación. Su historia y su manera de encarar las cosas en el postconflicto es una demostración de cómo alguien valiente puede sobreponerse a la realidad más adversa, aun si esa realidad la sigue golpeando. Sé que muchos excombatientes de las FARC están rehaciendo sus vidas de un modo admirable. En lugar de culparlos y señalarlos, la sociedad debe protegerlos, pues son hijos de una trágica historia política y social que robó sus infancias, que los entregó a esa dolorosa orfandad que tanto define a nuestro país.
—Voy a calificar a Será larga la noche de thriller periodístico en el sentido de que el papel de investigador pasó del detective al periodista.
Esto del periodista investigador tiene un origen muy claro: no creo en los detectives en el contexto de mi país, y no he visto nunca a uno. Por lo demás, si mi protagonista fuera un policía querría decir que al final, cuando descubre a los culpables, la ley tendría que triunfar, y es ahí cuando la credibilidad falla. No creo en el triunfo de la ley, pero sí en el de la verdad. Por eso utilizo a un periodista, un detective sin pistola que representa a la sociedad civil e investiga para ella. Se pone en peligro, baja a todos los ambientes, tiene soplones. He practicado diversas formas de periodismo desde hace más de 25 años y conozco bien a mis colegas. Y algo más: la figura del periodista siempre me ha parecido romántica y solitaria, una especie de Quijote que lucha contra molinos de viento.
—Lo que le sucedió a Franklin, el niño que busca a su madre, no deja de ser un resabio de la violencia del pasado. ¿Son comunes casos así? ¿Franklin no es una especie de símbolo de la transición colombiana?
Es el símbolo de la orfandad colombiana. Después de 50 años de guerra, Colombia es un país de huérfanos que anhelan la protección y el afecto de un padre; un país de gente desamparada que no sabe hacia dónde mirar, sola en medio de la noche, donde cualquier voz es un alivio, así sea una voz autoritaria. Por eso ha habido tantos caudillos y guerreros. Es a partir de esta comprensión que debemos buscar reconciliarnos y, poco a poco, crear una sociedad en la que todos se sientan protegidos.
—Con respecto a las iglesias cristianas como mafia, supongo que lo tomaste como motivo para desarrollar la historia. Aquí en México también han crecido y ha llegado el “Pare de sufrir” brasileño. Para mí, la decepción de la gente ante los políticos ha provocado este acercamiento. Más importante me parece que la gente se ha decepcionado de los políticos de izquierda para irse a la derecha. Ese me parece el aspecto más importante que está en la novela.
Tengo una opinión muy negativa al respecto, pues, sencillamente, creo que estas iglesias están acabando con la democracia. No solo en Colombia, sino en toda América. Por eso se han vuelto un problema de seguridad nacional. Esto no tiene nada qué ver con la fe, que es algo muy respetable. No soy creyente, pero comparto la necesidad y sobre todo la libertad de ejercer una espiritualidad, que en mi caso obtengo del arte, la literatura, los viajes. Pero ver el modo en que estos pastores se aprovechan de la fragilidad y, en muchos casos, de la ignorancia de sus fieles, es algo que me repugna. Que personas con esas ideas tengan puestos de poder en la sociedad es la derrota de una nación. Y que los pastores vendan los votos de sus feligreses a políticos oportunistas es un delito electoral. Eso es fusilar la democracia. Votar engañado es igual que votar amenazado con un rifle o a cambio de dinero. Son los límites de la democracia. Ahí está Bolsonaro en Brasil, un nazi ignorante y monstruoso, elegido por las iglesias. ¡Y Trump, con el mismo apoyo en Washington! La sociedad debe reaccionar.
ÁSS