La contribución inicial de Erich Fromm en el Instituto de Investigaciones Sociales de Fráncfort fue El dogma de Cristo (1930), tentativa de explicación del fenómeno religioso desde una perspectiva que podríamos llamar psicohistórica. La función de la religión de acuerdo con el psicoanalista alemán era educar para la obediencia a las masas, a manera de “impedir cualquier independencia psíquica por parte del pueblo, de intimidarlo intelectualmente, de hacer mantener ante las autoridades la docilidad infantil socialmente necesaria” con la finalidad de preservar “los intereses de la clase gobernante”. Esto no ocurría a cambio de nada, antes bien era posible mediante la gratificación de los creyentes con “satisfacciones falseadas”, alienadas, en reemplazo de las auténticas satisfacciones, funcionando aquéllas como un poderoso dispositivo para garantizar “la estabilidad social” y conducir “su agresión por canales socialmente inofensivos”.
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En origen el cristianismo ofreció un mensaje esperanzador y de revancha contra los poderosos que hizo más llevaderas las desventuras de los oprimidos, permitiéndoles concebir la fantasía de modificar el sistema de dominación y alcanzar una reparación justa de las desdichas causadas por otros, papel que en El miedo a la libertad (1941) Fromm atribuirá también a la estructura de carácter autoritaria, donde el líder se hace cargo de compensar las frustraciones de las masas vengándola de sus enemigos reales o imaginarios. Visto de esta forma, “la insignificancia e impotencia del individuo” constituye la tierra fértil donde germina el fascismo. Ahora bien, esta sujeción —a instancias de la religión o del Estado— no se debe a la simple credulidad de la gente común o a una debilidad mental innata de las clases desfavorecidas, sino a la “situación social existente”, dado que “para lograr el sometimiento psíquico de las masas hay algo más que es importante, algo ligado a la peculiar estratificación estructural de la sociedad en clases”.
El cristianismo, hay que decir, permeó la estructura social del imperio e incluso conformó un Estado, dejando de ser una “comunidad de hermanos iguales, sin jerarquía ni burocracia”, para convertirse en “la Iglesia”, es decir, “la imagen refleja de la monarquía absoluta del imperio romano”. Esta migración conllevó un cambio teológico y otro de índole sociológica, modificando la función social del cristianismo. Esta religión dejó entonces de ser apta para rebeldes y revolucionarios adaptándose a los intereses de la clase dirigente. Correría la misma suerte el comunismo cuando devino en un capitalismo de Estado, convirtiendo al marxismo en una ideología de la dominación de una burocracia que aniquilaba “la afirmación de la individualidad y el pleno desarrollo del hombre”.
Mientras las clases populares ahogaban su desgracia en la religión, las clases medias atemorizadas avivaban la llama fascista. Esta vez no fue el imperio romano la referencia histórica frommiana, lo serían la Reforma protestante, donde arraigan las ideas de libertad y autonomía humanas ausentes en el medioevo, y el Renacimiento, cuando éstas quedarán claramente afirmadas con el desarrollo de la economía urbana, el mercado y el trabajo libre, esto es, la génesis del capitalismo comercial. Al mismo tiempo, la imagen del Dios protestante se elevó por encima de la Iglesia y de los individuos atomizados que, con sus acciones cotidianas, se jugaban la salvación. Su insignificancia ante el ente divino configuró el carácter social que los predispuso a aceptar obedientemente “un papel en el que la vida se transformaba en un medio para los fines exteriores a él mismo, la productividad económica y la acumulación de capital”. La sociedad moderna rompió los lazos comunitarios dando lugar a la individuación de las personas, sin que ello creciera la libertad “en el sentido positivo de la realización de su ser individual” y potenciara sus facultades intelectuales, emocionales y sensitivas. Antes bien, el individuo se tornaba inseguro, ansioso e impotente, refugiándose en comunidades, modelos y personalidades autoritarios que lo resguardaran de la vulnerabilidad, la incertidumbre y el miedo. La pulsión fascista se alimentaría de esos temores que, en aras de la seguridad perdida, harían a muchos sacrificar su libertad a cambio de una cuota de alivio.
La ética protestante impuso al homo economicus como sustancia de lo humano, negando o subsumiendo en éste sus múltiples facultades y facetas. Habida la aceptación de la “función de sirviente de la máquina económica”, el hombre inició el trayecto que lo convertiría en sirviente de algún Führer”. Este desplazamiento de la libertad humana hacia fines externos al hombre, esta alienación de su conciencia constituía una evasión que, o lo sometía a un líder, o lo hundía en el “conformismo compulsivo automático que prevalece en nuestras democracias”. Y en la Unión Soviética, a pesar de la socialización de los medios de producción, era una “poderosa burocracia” quien manejaba a “una vasta masa de población”, impidiendo el desarrollo de la libertad y autonomía del sujeto. Las clases medias urbanas, presas de la inseguridad y la angustia ante un entorno hostil, enajenaron su libertad a la acumulación de capital (en la Reforma protestante) como después lo harían con el fascismo, en el cual “las capas inferiores de la clase media, compuesta por pequeños comerciantes, artesanos y empleados, acogieron con gran entusiasmo la ideología nazi”, en tanto que la burguesía liberal y católica y la clase obrera adoptaron una actitud “negativa o resignada”.
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de ‘Por la izquierda. Intelectuales socialistas en México’ (Akal, 2023) y de ‘La revolución imaginaria. El obradorismo y el futuro de la izquierda en México’ (Océano, 2024).
AQ