Estar | Por Liliana Chávez

Viajar sola

Después de haber diseñado bellas y excéntricas casas, Gaudí vivió sus últimos años como un monje, sin más posesiones que las necesarias, entregado a la construcción de un hogar universal inacabable.

Habitantes de St Andrews, Escocia, disfrutan del verano. (Cortesía de la autora)
Liliana Chávez
Ciudad de México /

“El hogar es un símbolo del yo. Cuidar

un hogar es cuidarse a uno mismo”

Gloria Steinem, My life on the road.

La activista y periodista feminista estadunidense Gloria Steinem concluye sus memorias de viajes con un elogio a su hogar. Después de toda una vida viviendo de manera nómada por su país, Europa y la India, fue hasta que cumplió 50 años de edad que decidió tener uno. Contra el destino hogareño de su madre (y el de muchas otras mujeres a lo largo de la historia), Steinem había preferido el destino de muchos hombres (incluyendo su padre): viajar, salir de casa, o simplemente no tener más casa que el camino. No es hasta que decide comprar y hacer habitable un departamento en Nueva York, es decir, construir un hogar, que la escritora descubre otra posibilidad del privilegio de ser libre: “Podía irme porque podía regresar. Podía regresar porque sabía que la aventura seguía ahí al abrir la puerta. En lugar de ‘esto o lo otro’ descubrí un mundo completo de ‘y’”.

Leo a Steinem y su “vida en el camino” desde la comodidad de mi nueva cama (sí, soy de quienes usan la cama también para leer). Hace un año, cuando llegué a esta casa desde donde ahora escribo (eso sí en un escritorio), comprar un colchón con diez años de garantía atentaba contra mi nomadismo. Ya había comprado demasiados colchones pensando en que dormiría en ellos al menos hasta agotar la garantía y terminaba malvendiéndolos mucho antes, en cuanto otra mudanza aparecía en mi vida. Y sí, por ese miedo dormí en el peor colchón británico que una casa amueblada podía incluir. Hasta que decidí, como Steinem, hacer de esta casa de suburbio escocés mi nuevo hogar y me decidí por un colchón americano, como siempre.

En alemán, decir mein heim es referirse al lugar propio, sea este la patria entera o solo una casa, es decir, el hogar. Sentirse o estar en casa es un adverbio completo, zuhause, quiero pensar que no es solo porque el alemán es un idioma complejo sino porque también es filosófico (como tantos alemanes que han pasado a la historia). Zuhause es un sentimiento tan peculiar que requiere de una palabra única para nombrarse. Por lo tanto, sentirse en casa es saber a qué casa te refieres cuando tengas que decir mein heim.

He salido y regresado a muchos otros hogares propios, compartidos y ajenos. Aunque de algunos me ha costado salir más salir que de otros; querer volver a ellos es directamente proporcional al tiempo que he pasado construyéndolos, o al menos interviniéndolos. Elegir, una vez más, esas cosas que solo cobran vida en un lugar determinado es parte de la construcción: sillas, cuadros, sofás, electrodomésticos, camas, ropa de cama, escritorio, mesas, manteles, lámparas, plantas… En la era de Ikea y los Airbnb, cuando el viajero pareciera entrar siempre a una misma casa no importa el país donde habite temporalmente, el reto —al menos el mío— es sentirse verdaderamente en casa donde quiera que se ponga el cuerpo por más de una semana.

“¿Te gusta? Armé todo sola”, me dijo con evidente orgullo la casera italiana del que por un año sería mi hogar berlinés. Lo único que no era de Ikea en ese departamento era una gran lámpara blanca representando una órbita interestelar heredada de su abuelo, quien también le heredó el dinero para comprar el lugar. Y sí, me gustaba, o no lo hubiera querido rentar, pero me gustaba por razones contrarias a las que ella pensaba: no por la personalidad impresa en el lugar, sino por la falta de ella, porque así había espacio para mi propio estilo.

El Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, en Barcelona. (Wikimedia Commons)

En este nuevo hogar yo también he enfrentado no solo a elegir objetos sino a usar mis manos para armarlos. Y entonces he entendido a la italiana, pero también he anhelado más que nunca que esa maligna costumbre de mesas de regalos para quienes se casan y forman por primera vez un hogar común, se extienda a los solteros que también construimos, a veces muchas veces, nuestro hogar.

Sin embargo, hay quienes en lugar de construir un hogar después de andar el mundo, deciden despojarse de uno hacia el final de sus días, como lo hizo el famoso arquitecto catalán Antonio Gaudí. Después de haber diseñado bellas y excéntricas casas para ricos (como la Casa Batlló para alta burguesía) y pobres (como la Colonia Güell para obreros), Gaudí empezó a trabajar en su obra más monumental y que nunca vería terminada (y quizá nosotros tampoco): el templo de la Sagrada Familia en Barcelona. Cuando Gaudí murió atropellado por un tranvía, tenía más de 30 años viviendo en el sitio de construcción de la Sagrada Familia. Al visitar el museo de la iglesia este verano, pude observar ese estrecho espacio a través de un cristal: una cama individual, una mesa de noche y una gran mesa para trabajar en sus planos. Gaudí vivió sus últimos años como un monje, sin más posesiones que las necesarias, entregado a la construcción de un hogar universal inacabable.

El verbo más básico del idioma inglés es el to be, que es el que recuerdo más difícil de entender cuando era niña y aún quería traducir todo de manera literal al español. Si “ser” y “estar” son verbos diferentes, ¿por qué ambos se dicen igual en inglés?, me preguntaba. Eventualmente aprendería que en muchas ocasiones ser y estar en realidad son lo mismo. Al contrario de Gaudí, la mayoría necesitamos un poco más de espacio, y de objetos, para llamar hogar a ese lugar que elegimos para estar y para ser.

AQ

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