Esther González, como muchos otros nativos de los estados del noreste y noroeste llegaron a Monterrey en busca de oportunidades para estudiar y trabajar. La llamada Sultana del Norte fue y continúa siendo escuela y hogar para numerosos habitantes de esas regiones del país. Esther González (Tampico, 1936), como su marido, el también pintor Guillermo Ceniceros (Durango, 1939), se formó en la Escuela de Artes Plásticas de Nuevo León, aunque antes había concluido sus estudios en la Normal del Estado. Por dicha Escuela de Artes pasaron también grandes artistas contemporáneos suyos, como Gerardo Cantú y Águeda Lozano. En 1964, la pareja se trasladó a la Ciudad de México, donde Ceniceros se incorporó al equipo de David Alfaro Siqueiros y Esther se concentró en la realización de su propia obra, de carácter abstracto, y experimentando y produciendo papel artesanal como parte no sólo de sus materiales, sino también de su discurso.
Ambos pintores gozan de un reconocimiento local y nacional. Eso se deja sentir en la presencia recurrente de ambos en la vida cultural de Monterrey. Como muestra un botón, la Universidad Autónoma de Nuevo León inauguró este 23 de mayo pasado la exposición El signo y el silencio, de Esther González, con 175 obras de pequeño, mediano y gran formato, desplegadas en tres salas del Colegio Civil. La muestra, vigente hasta el 6 de junio, tiene lugar en el marco del Festival Alfonsino, encabezado por el poeta y académico José Javier Villarreal.
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La obra de Esther González responde, más que a la racionalización de la forma a su presentimiento, a la afanosa voluntad de interrogar el misterio. Tal vez su trayectoria se parte, literalmente, en dos momentos, antes y después del sismo de 1985, cuando la casa estudio habitada por ella y su marido, el artista Guillermo Ceniceros queda en ruinas. De entre los escombros logran salvar los bloques litográficos con los que habían producido una gran cantidad de litografías en los papeles que Esther solía fabricar e inventar. Esther experimenta un cambio radical y abandona el lenguaje abstracto en el que venía explorando diversos territorios cromáticos y formas impresas con materiales orgánicos, vegetales, óseos, fabriles, pero sobre todo la fascinación por los fósiles y sus marcas en piedras y en resinas. El discurso de la naturaleza se adhiere a las formas primitivas, a la experimentación con materiales, donde el accidente provocado lleva la voz cantante.
El sismo de 1985 modifica su lenguaje, pasa de la abstracción a una ruta que navega por las paráfrasis religiosas del renacimiento, del Quattrocento y Cinquecento, y de la escuela flamenca, para internarse luego en el trasiego medieval del arte bizantino, donde instala su paleta con mayor dedicación. Pero esa especie de mutación plástica ocurre en el espíritu artístico de Esther atendiendo a los preceptos estéticos y religiosos del arte sacro. No se trata de una iluminación religiosa, pero sí de una entrega mística al trabajo respetando el simbolismo y los significados cristianos.
No obstante, si observamos bien la obra de Esther, hay una conexión plástica con su primera etapa en la que domina la abstracción y el gusto por lo primitivo, en el tratamiento de las texturas y en la definición de las formas que suelen abandonar la tentación hiperrealista para dejar que la mancha, los contornos y las sombras otorguen apariencias de desdibujamiento, desvanecimiento del color y las figuras a causa de los efectos de un tiempo implícito en el cuadro.
Entre los fósiles y los íconos, entre la piedra y el amate, entre el grabado y el dibujo hay atmósferas que nos sugieren un tiempo antiguo que se actualiza y se resiste a desaparecer de las superficies.
El arte es y ha sido, desde que tomó conciencia de su significado, lo que le ha da mayor sentido de pertenencia a su ser. Construye el día a día con su compañero de trabajo y de vida, Guillermo Ceniceros, con quien comparte esta misma pasión y esa misma identidad y pertenencia. Nada, suele confesar la pintora, saben hacer mejor que hablar con las formas y el color, con la geometría de sus existencias, con la noción de la luz. En el arte reconoce no sólo su oficio, sino además el origen y el destino, su nombre, su paisaje interior, recuerdos de la infancia y lugar de nacimiento.
Como todas las acciones que emprende Esther González, su pintura está dotada del mismo fervor y de la misma entrega con que hace su vida cotidiana. Podría afirmarse que está empeñada en cuerpo y alma en esta esta segunda etapa de su biografía dedicada al arte religioso. El oficio, en los talleres de grabado, en la manufactura de papel, en el conocimiento y la investigación de los bloques litográficos, en el dibujo y los numerosos materiales y posibilidades con que aún se experimenta en el campo pictórico, se asienta en la aparente quietud de las imágenes sagradas. Ha elegido el vértigo no de la velocidad, sino de la contemplación y la pausa.
Más que religiosidad, es una disposición espiritual lo que empuja la obra de Esther. El abandono de la dinámica convulsa de las vanguardias, de la experimentación a ultranza, de la búsqueda de la novedad, de la ruptura y la inauguración, su fuerza creativa entra en el ensimismamiento de la recreación iconográfica, en el diálogo místico con la cultura antigua. Hay una especie de recogimiento de la vanidad para entrar a la meditación de la luz. Esther no inaugura, parafrasea el movimiento. Atrae el símbolo y lo reconstruye en su propio imaginario, en su ámbito estético donde lo sacro se vuelve terrenal y mundano, mas no por ello, menos devoto y sublime. Su arte no está destinado al culto, no pretende ser parte de la catequesis y de la liturgia, es acaso una expresión legítima del alma, de la sensibilidad, del anhelo de desvelar el misterio y la consagración de las bondades humanas.
La artista asume ese cambio de velocidad no sólo en su paleta sino en su búsqueda personal, en su capacidad de significación explosiva, para abstraerse en el canon religioso que ordena la composición y la sintaxis de los símbolos, del cuadro. La energía de su pintura adquiere un movimiento recio, concentrado, semejante al que realizan los actores del teatro Noh. Esther mira hacia el cuadro y lo aprehende, lo somete al escenario de sus propias vicisitudes estéticas, lo entraña y lo extraña, lo engulle y lo procrea, da a luz su propia mirada, en esa quietud devota que busca algo más que al espectador, a alguien más que a sí misma.
Esther recorre el Medioevo y el Renacimiento, entra en las escuelas latinas y en las flamencas, se retira a menudo a la sencillez de esa primera etapa en la que destaca el arte bizantino, cuya marca define una ruta que va de los países eslavos a Chipre (en el Museo de Macarios), pasando por Grecia y Turquía. Sí, debe ser harto desconcertante para los habitantes de la Europa oriental y el Oriente Medio asistir a la exposición de una mexicana, cuya propuesta sigue los pasos de Andrei Rublov, y estampa en grandes superficies de amate iconos de personajes sagrados, atendiendo a la preceptiva cristiana de dar lugar a imágenes descriptivo-narrativas, de devoción y de culto. La contención estética responde a los principios de la Iglesia en torno al arte religioso o sacro, a la simbología, pero se mueve en libertad para desplegarse en soportes poco usuales, como el amate, que le otorga atmósferas especiales y texturas enigmáticas a cada figura o escena.
La artista opta por la sencillez y nos ofrece una muestra de esa inspiración estética y mística donde el tiempo adquiere un carácter dilatado y luminoso, dispuesto para la contemplación y el sosiego. Sólo mediante ese ejercicio de la piedad y la calma, de la revelación de lo invisible, puede tener lugar la belleza en el sufrimiento y el martirio, en el dolor y en la muerte. La pintura de Esther es de alguna manera la voz del encuentro, no de la angustia del que explora, sino de quien habla consigo misma y con esa otredad que la exilia y la reencuentra en el signo y el silencio. Esther ha expuesto su obra en países como Bulgaria, que forma parte del corredor de arte bizantino, y ha despertado una admiración semejante a la que acaba de provocar con El signo y el silencio, en Monterrey.
AQ