Paulina Lavista, maga de la luz, me ensombreció el día con tres palabras: “¡Muerta la CHELA!” La noticia me entristeció como si acabaran de morir mi niñez y adolescencia. Herido de nostalgia, recuerdo cómo a mediados de la década de 1940, tal vez en días en que aún crepitaba terminalmente la Segunda Guerra Mundial, yo, a los diez u once años de edad, me levantaba por la noche de la cama y sigilosamente, para no despertar a mis padres, iba al comedor y prendía la radio (una de aquellas de madera, de bulbos, de cuadrante iluminado como una ventanita de luz amarilla) y, sintonizándola en bajo volumen, pegaba a ella el oído y la escuchaba por más de una hora pasando con el girar del dial de una estación en otra. Y así, una noche, por azar, oí a un locutor anunciar el Concierto Varsovia con voz elegante y algo pomposa (que en la XELA sería la misma durante muchos años y que la reconocería inmediatamente si la oyese hoy).
- Te recomendamos 'La noche sin nombre': vidas de marioneta Laberinto
Y gracias a la XELA, y desde el seudorrachmaninoviano Concierto Varsovia de Addinsell y otros fáciles asuntos musicales (¡ah, aquella Suite del Gran Cañón de Grofé, con su hollywoodense tormenta y con la ridícula imitación del paso de una mula!; ¡ah, aquellos tan melodiosos como folclóricamente empalagosos Esbozos caucasianos de Ivanov!), trasbordé, en la escala de los gustos, a Tchaikovski, Saint-Säens, Dvořák, Rimski-Korsakoff, Rachmaninov, y desde éstos, y para siempre, a Mozart, Beethoven, Schubert, Chopin, Brahms, Debussy, Ravel, Stravinsky, Bartók, etcétera, y gocé de la gran música pianística española: Albéniz, Granados y Falla (solo les faltó, creo, radiar frecuentemente al maravilloso Mompou), y además gusté de obras de los que considero, valga el oxímoron, como “pequeños grandes”: Chausson, Delius, Elgar, Gershwin, Revueltas, Villa-Lobos, Schönberg, Satie, etcétera. No olvido algunas delicias suspiradas: el Soupir de Liszt precisamente, The Lark Ascending de Vaughan Williams, el Adagio de Barber, y los sombríos valses mexicanos, para mí entre los más bellos del género... etcétera, etcétera.
Tampoco puedo dejar de evocar la emoción, equiparable a la de mi descubrimiento paralelo de la XELA y la música, con que oí el Poème de Chausson, interpretado al violín como nadie volverá a hacerlo por Fritz Kreisler en un concierto recorded live from a bbc broadcast on 19/1/1948, versión que, quizá por el crispado “ambiente de época”, primeros años de la posguerra, prefiero sobre otras técnicamente mucho mejor grabadas.
Es decir que la XELA, con su cotidiano “Concierto de las Tres de la Tarde”, con su “Hora Sinfónica de la Medianoche”, cuyos patrocinadores eran respectivamente una cerveza y un ron, fue mi iniciadora en el amor al “arte al que aspiran todas las artes” en tiempos en que yo carecía de recursos para adquirir tocadiscos y discoteca y para asistir a los conciertos, aunque alguna vez lograba, con mucha peripecia, colarme a los del Palacio de Bellas Artes.
A la XELA, bendita sea, ¡y que vuelva!, le debí además el comienzo digamos literario de mi pequeña (aunque tal vez bastante presentable) cultura musical, pues regalaba a sus fieles oyentes el libro Invitación a la música. Aún tengo ese manualito redactado entre Noel Lindsay y Salvador Novo, editado por Bacardí y Cía. e ilustrado con viñetas en las cuales los retratos de compositores alternan con dibujos de instrumentos musicales y botellas de ron de la marca famosa.
LVC