Fabio Morábito: “Los cuentos son como instructivos de vida”

Entrevista

El escritor habla, entre otras cosas, sobre su oficio de cuentista y de su modus operandi para la escritura, a propósito de La sombra del mamut, su más reciente publicación.

Fabio Morábito, autor de 'La sombra del mamut'. (Foto: Ángel Soto)
Ángel Soto
Ciudad de México /

Fabio Morábito bordeaba los 20 años cuando pensó en tirar la toalla. Llevaba casi un lustro escribiendo cuentos que le provocaban más sinsabores que satisfacciones. Cuando puso el punto final a “Las Madres”, el texto que inaugura La lenta furia, su primer libro de relatos, algo se transfiguró: intuyó, por primera vez, el trazo de un camino en ese territorio hasta entonces esquivo: la prosa breve.

“Inmediatamente sentí que se abrió una puerta”, cuenta el narrador y poeta en entrevista con Laberinto.

Hoy, Morábito (Alejandría, 1955) es uno de los cuentistas consagrados de nuestra lengua. La sombra del mamut (Sexto Piso, 2022) es su publicación más reciente. En la siguiente conversación, el autor de libros como El lector a domicilio (Premio Xavier Villaurrutia), El idioma materno y También Berlín se olvida, habla de su oficio de cuentista, de su relación con el fracaso y de su modus operandi para la escritura, entre otras cosas.

—¿Qué encuentras en el cuento que no encuentras en otros géneros?

Leemos cuentos porque nos permiten vivir experiencias muy concretas y muy particulares, problemáticas del ser humano que nosotros no hemos vivido y probablemente no vayamos a vivir. Los cuentos son como instructivos de vida, lo que más nos acerca a los problemas de la existencia. En un cuento, todos somos el mismo ser humano que responde a incidentes muy concretos. El ser humano del cuento es más universal que el de la novela, donde le da tiempo de particularizarse de manera psicológica y, por lo tanto, de adquirir características propias y muy peculiares. El cuento nos permite ver una especie de silueta con la cual es mucho más fácil identificarse.

—La intención de delinear esa universalidad, ¿es algo que te propones antes de comenzar a escribir o va surgiendo con el ejercicio en gerundio: escribiendo?

Eso lo dicta el género. La misma brevedad de las historias te va educando a renunciar y prescindir de muchísimas cosas y, por lo tanto, a darle más fuerza a otras. Ese es el aprendizaje del género. Te exige y te permite renunciar. No tienes que dar muchas explicaciones, ni justificaciones de la conducta de los personajes. Y eso viene desde adentro del propio género. Si escribes novelas, sientes que puedes adentrarte en otros terrenos, demorarte en otras cosas. A medida que uno va aprendiendo un género, esas cosas se dan de un modo natural.

—Al respecto, Henry Miller decía que la mejor técnica era la ausencia técnica. ¿Tienes algún método o técnica para escribir?

No, yo no hablaría de técnica. Hay un modus operandi, que en mi caso sería el no saber demasiado de la historia que estoy contando. Es decir, saber muy poco, lo suficiente como para tener la sospecha de que ahí hay una historia digna de contarse. Pero no saber mayor cosa de ella, irla descubriendo poco a poco. Hay escritores que, al contrario, necesitan saber perfectamente toda la trama, todo el desenlace, antes de empezar a escribir. Son formas distintas de acercarse, y no creo que una sea mejor que la otra no. En mi caso, me sentiría muy atrapado si tuviera demasiado claro, para dónde va la historia.

—¿Y de dónde surgen tus tramas?

Poco a poco se van dando. A veces fracasan. El riesgo de no saber nunca hacia dónde vas, es que llegas, de pronto, a un punto muerto que no te permite avanzar. Yo tengo muchísimos cuentos fracasados. No siempre todo sale bien.

—¿Llevas una relación cordial con el fracaso?

No hay que tenerle miedo a esa palabra. Yo tengo en la computadora carpetas llenas de poemas y cuentos fallidos o dudosos, algunos que quizá podrían rescatarse. Incluso tengo cuentos que llegué a publicar o poemas que fueron traducidos, y después me di cuenta de que no valen la pena.

—¿Y eso a qué se debe? ¿Al paso del tiempo?

A veces, no tanto tiempo. En ocasiones, enseguida te das cuenta de que algo no funciona. Cuando estás escribiendo, llega el momento en que no le encuentras las solución al texto y tienes que liberarte de él. Yo soy muy obsesivo, muy insistente, y no tiro la toalla fácilmente. Puedo escribir hasta 20 versiones de una misma historia. Así he logrado sacar historias que creía perdidas. Pero muchas veces también he tenido que renunciar, incluso con un gesto de alivio.

—¿Conservas esos textos?

Algunos no, porque necesito realmente olvidarme de ellos. En cambio, sé que otros, quizá en otro momento de mi vida, pueden encontrar el camino. Y me ha pasado.

Fabio Morábito ha ganado, entre otros, el Premio Xavier Villaurrutia. (Foto: Ángel Soto)

—Hablando de metáforas pugilísticas, Cortázar decía que el cuento debe ganar por knock-out. Piglia, en cambio, hablaba de una historia subyacente al relato principal. ¿Has elaborado alguna teoría sobre el cuento?

No tengo ninguna teoría. Tengo una imagen que me gusta: que la historia está allí, ya hecha, y espera a que tú la descubras. Es la imagen del arqueólogo que con su cepillo va limpiando la osamenta de dinosaurio, trayéndola a la luz. Ahí está, el chiste encontrarla. Esa es una es una imagen que me gusta y que va acorde con esa idea de ir descubriendo el cuento a medida que lo escribes. También va acorde con otra idea: no todas las historias, por más magníficas que sean, tienes tú que escribirlas. Tienes que encontrar historias que realmente sean afines a tu carácter, a tu manera de escribir.

—Hay que saber en qué momento renunciar a una historia…

Es importantísimo, y para eso hay que aceptar la idea del fracaso, que no es traumática. Se trata de ir aprendiendo que las cosas no siempre salen.

—¿Existe el cuento perfecto?

En un sentido no hace falta que exista, porque cuando te gusta un cuento, cuando lo sientes como lector, ese es un cuento perfecto. No es necesario definir un cuento perfecto si te gusta. Cuando terminas de leer un cuento así, dices “qué gran cuento acabo de leer”. Sabemos, por ejemplo, qué imperfecto es Dostoievski o El Quijote, sin embargo son grandes libros. Sus imperfecciones, paradójicamente, los hacen aún más grandes. Resisten perfectamente las torpezas, las equivocaciones, las metidas de patas, que siempre las hay.

—Entonces, como escritor, no aspiras a la perfección.

No. Yo soy muy perfeccionista. Es decir, puedo corregir un cuento o un poema durante meses. No me canso de hacerlo, siempre y cuando sepa que ese cuento está ya resuelto. Entonces puedo dedicarme con toda tranquilidad a pulir comas, adjetivos, cambios de frases… Eso lo disfruto porque sé que la historia ya está cuajada. Eso me da mucha seguridad y mucho placer. Entonces, soy perfeccionista, pero no aspiro a que el cuento sea perfecto. Por eso tiendo a no releer mis libros. Siempre temo que vaya a encontrar defectos graves que no había visto.

—En La sombra del mamut, algunos de tus personajes son incomprendidos, porque son capaces de percibir la belleza o la genialidad en algo que nadie más ve. Como escritor, ¿te has sentido así alguna vez?

Sí, todo el tiempo. A veces con razón y a veces sin ella. Octavio Paz decía que es un poco absurdo decir quién es el mejor poeta. Decía que esas jerarquías no tienen importancia. Cuando eres poeta es porque has visto algo que los demás no han visto. Puede ser algo muy pequeño, pero lo ha visto, lo ha cultivado, y en ese sentido está aportando material nuevo para nuestro espíritu. Tu visión de lo que escribes nunca es la misma de tu lector. Incluso del lector que te elogia un texto, porque él siempre estará viendo otras cosas. Eso forma parte de la emoción de publicar, cuando te das cuenta que lo que tú has escrito, los demás lo leen de un modo muy diferente. Eso te desconcierta, pero al mismo tiempo es la prueba de que lo que has escrito puede circular, porque ya no te pertenece, pertenece a otros.

—A muchos de tus personajes los atraviesa la soledad. ¿Por qué les atribuyes esa condición?

Es cierto, la mayoría de mis personajes o protagonistas son seres solitarios. En todo caso, si no lo son, sí sufren de algún tipo de incomunicación. Hay un grado importante de no comprensión del otro; nosotros no los comprendemos y nosotros no somos comprendidos por el otro. Entonces, más que soledad, es eso. Hay momentos donde parece que esa incomunicación se rompe y entramos en una comunión. Son momentos excepcionales, pero suficientes para saber que vale la pena perseguirlos, vale la pena vivir para encontrar otros. Pero tampoco hay que hacernos tontos: lo más común es que siempre estamos en nuestro mundo y nuestro mundo no se parece al de ningún otro.

—En ocasiones ubicas a tus personajes en situaciones crueles, de intenso sufrimiento. ¿Cómo es tu relación con ellos?

Yo no quiero que sufran mis pobres personajes. Lo que pasa es que hay situaciones que pueden llegar a grados extremos. Yo creo que un escritor no puede evadirse de las premisas que plantea. No hay que poner el freno de mano. Creo que esa es la parte más delicada de un escritor: cuando siente que no se atreve a ir más allá, porque es una situación que le repele, que lo hace vulnerable, y prefiere no meterse en problemas. Ese es uno de los problemas serios de la escritura. Hay que vencer ese miedo. Hay que vencer la repulsión personal para ser convincente y emocionante en un terreno que a uno le repele. Si no lo haces, estás perdiendo una oportunidad y disminuyendo el valor de tu escritura.

—¿Para eso es necesario estar en un estado mental particular o es pura disciplina?

La disciplina crea un estado particular. Cuando tú estás escribiendo, no eres tú el que escribe, sino ese narrador que te has construido. Que aprovecha la vida del escritor, pero una vez que se convierten en literatura, están transformadas totalmente. El escritor tiene que aprender a no invadir el espacio de sus personajes.

—¿Cómo es tu vínculo literario con la espacialidad?

Para mí es muy importante, cuando escribo, imaginar el escenario, el espacio en el que está inmersa mi historia. Por eso procuro siempre dejarlo claro para el lector. En la medida en que lo dejo claro para él, me resulta claro a mí. En el espacio se resuelve la mayoría de los pequeños y grandes dramas de nuestra vida. La manera de moverse, la gestualidad, todo lo que conforma propiamente a un espacio, para mí es importante para definir un personaje. Mucho más importante que la manera que yo tendría para definirlo a él. Prefiero que él se defina por sus gestos, sus miradas, su voz, lo que dice, cómo se mueve, qué espacios ocupa. Y creo que eso es muy propio de la narrativa contemporánea. Es decir, renunciar a adjudicar valores a los personajes desde la autoridad del escritor y dejar que emerjan de la propia historia.


LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.