Federico Fellini y las películas

Los paisajes invisibles

El director de La dolce vita habría cumplido 100 años el pasado 20 de enero.

El realizador Federico Fellini. (Foto: Archivo)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Decía que el nacimiento de una película era del todo diferente a lo que se suele suponer, él estaba acostumbrado a otro proceso. De entrada, le era imposible describir su próxima película, contrario a ese cliché hollywoodense en que guionista o director le platican el relato al productor, y luego lo convencen de invertir en una obra que debe reportar el doble de dinero a los estudios.

¿Por qué no podía describir el filme? Simple: las imágenes verbales son opuestas a las imágenes que, al rodar, surgen bajo la marcha, porque su génesis es la misma que la de los sueños. (Como Buñuel, él también soñaba mucho. A Picasso, por ejemplo, lo soñó tres veces. En el primer sueño, estaban en la cocina de la casa del pintor y charlaban toda la noche. En el segundo, lo miraba cabalgar y saltar obstáculos con ligereza. No lo dijo pero se me ocurre que tal vez comparó los brincos del jinete con la levedad poética de los textos de Cavalcanti. En el tercero, él veía a Picasso nadar en las olas verdes, encrespadas, de Rimini. El artista lo invitaba a zambullirse, le pedía que lo acompañara a un lugar donde hallarían pescados excelentes. ¿Sobra decir que a Picasso lo vio solo una vez en Cannes, que los presentaron pero no pudieron conversar?)

​Decía que una película, como un nonato, es una “nebulosa vaga e indefinida”. Visita a la imaginación al caer la noche, su contacto es totalmente nocturno, y tras este encuentro comenzaba a escribir.

El guion era lo que menos le gustaba. Lo eludía lo más posible. Decía que solo mantiene a la película prendida con alfileres, así que dejaba muchas páginas en blanco, a la espera de que las palabras engendraran más imágenes, variadas, diferentes, quizá volvía al punto de partida: una película no se puede describir. Por tanto, se ponía a buscar los rostros que harían vivir a la película. Se encerraba en la oficina para seleccionar caras, cuerpos, expresiones. Si el guion subrayaba que una sonrisa debía ser cortante, por ejemplo, entonces había que hallar algo como tal, si es que en la calle o entre los actores pulula lo cortante, ya después vendrían el Plan de Rodaje y lo mejor: el plató, la gente, las cámaras, las luces, la escenografía, la utilería. Todo se crea para una peli porque “el cine es una ilusión”, solía decir. Se crea el mar, se crean las calles, se crea el cielo, se crea el mundo que cabe en un encuadre, esa toma de la que dijo: “La vida de un equipo es un largo viaje que realizan cien personas juntas: suceden tantas cosas alrededor de un encuadre. Y el encuadre se alimenta de todo esto, y de todo cuanto abandona”.

Cuando su película estaba lista, el nacimiento ocurría en la moviola. Esa antigua máquina de edición, la máquina que extiende o abrevia el relato, que suprime y agrega efectos sonoros, la máquina de la que el filme partía a las salas de cine y que él, Federico Fellini, ya no iba a volver a ver: “Con mi película, con cada una de mis películas, no mantengo buenas relaciones: es una relación de recíproco menosprecio. Tengo un complejo criminal. No quisiera dejar huellas ni rastros de todo lo que me ha costado una película. Destruyo todo. Solo tiene que quedar la película, desnuda y acabada. De la misma forma que no quisiera hacer confesiones. Ahora, ya he visto esta dichosa película. Tiene algo que se asemeja en mucho a mi naturaleza. Sin embargo…” (Fellini por Fellini).

El 20 de enero, el creador de La dolce vita habría cumplido 100 años.

RP | ÁSS

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