Federico Silva, anticonformista hasta el final

Arte

Fundador del primer museo de escultura en la República, para el artista mexicano, uno de los creadores del Espacio Escultórico de la UNAM, más allá de los caprichos del mercado, la escultura debía contribuir a la crónica histórica y social.

Federico Silva, escultor, pintor y académico. (Foto: Jesús Quintanar | MILENIO)
Sylvia Navarrete
Ciudad de México /

El 16 de septiembre pasado Federico Silva cumplió 99 años. Para festejarlo a la distancia, el director del Museo Federico Silva de San Luis Potosí, Enrique Villa, pidió a varios allegados escribirle unas líneas. Le mandé lo siguiente:

“En 1983, poco antes de conocernos tú y yo, el grupo pop berlinés Nena sacó el hit 99 luft ballons. Hoy lanzo al horizonte 99 globos por tu cumpleaños, por tu juventud cinética y tu madurez telúrica, por el Espacio Escultórico de CU, por las Serpientes del Pedregal, por tus preciosas retrospectivas en el MUCA y en el Palacio de Bellas Artes, por Huites, por el Museo Federico Silva de San Luis Potosí, por María Esther, por tus alushes, por tus tlaloques y chaneques, por Galeana y La Estrella, por tu belleza y tus sacos de tweed, por nuestras comidas hindúes en El Elefante, por tus consejos, por tu humor sarcástico, por tu honestidad, por tu insubordinación, por tus batallas, por nuestra longeva amistad”.

Extraña ceremonia la del 30 de noviembre. La inauguración de su exposición en el Museo del Palacio de Bellas Artes, “Federico Silva, lucha y fraternidad”, se convirtió en homenaje de cuerpo presente. Como un último acto de anticonformismo al protocolo, el artista falleció apaciblemente la noche anterior y asistió en su ataúd rodeado de fragantes azucenas. La última vez que un comunista fue velado en Bellas Artes (Frida Kahlo en 1955), destituyeron al titular del INBA Andrés Iduarte por permitir que la bandera soviética envolviera el féretro.

La retrospectiva, curada por el equipo del director saliente Miguel Fernández Félix, resulta escueta, desahogada y sobriamente museografiada en dos salas del recinto. Qué atinado. Un centenar de obras escogidas con buen ojo evocan las ocho décadas de producción de quien estimaba que la función del artista equipara al obrero y al sacerdote, al educador y al místico. Destantean sus primeros cuadros, porque acusan la excesiva influencia de Siqueiros (de quien Silva fue ayudante en el mural Nueva democracia del mismo Palacio de Bellas Artes) o bien incurren en un interiorismo surrealizante bastante anacrónico. Resulta evidente: pese a sus murales con léxico primitivista en una cueva de Sinaloa, no es en la pintura sino en la escultura en que innovó y canalizó su declaración de principios: “El origen del acto creativo ha de encontrarse en los materiales y las entrañas de la tierra. La escultura es el arte telúrico por excelencia”.

Antes de llegar a la escala monumental, Federico Silva tuvo que pasar por la volatilidad del cinetismo, lenguaje del que fue pionero en México, junto con Lorraine Pinto. Al descubrir esa corriente en París, hacia los años 1960, empezó a experimentar con la fusión de física, mecánica, óptica y cibernética que involucraban sus fuentes de estudio. Produjo espigados móviles de aluminio con energía solar o eólica, estructuras de espejos y motorcitos de juguete, objetos con imanes y láser, que por fortuna se incluyen en su retrospectiva actual. Se entiende que fue la levedad del movimiento y la luz que lo condujeron al volumen y a la pesadez de la piedra, el mármol y el concreto.

Su programa se concretó en el Espacio Escultórico de la UNAM, concebido junto con Mathias Goeritz, Manuel Felguérez, Helen Escobedo, Sebastián y Hersúa. El pronunciamiento fue claro: la escultura debía recobrar un uso concreto, no limitarse al capricho del mercado y del coleccionismo privado, contribuir a la crónica histórica y social de su entorno. Adquiría otra función: comunitaria, científica, mística y pública, a semejanza del arte de nuestros antepasados remotos. En adelante, Silva afianzó un vocabulario formulado en la síntesis de formas, ángulos agudos, integración del color, connotación ritual de los modelos vernáculos, arraigo en las culturas precolombinas.

De modo que sus aportaciones a la escultura moderna en México se resumen en cuatro vectores: precursor del cinetismo en nuestro país; puente entre la abstracción geométrica y los recursos formales de la arquitectura y la escultura del México antiguo; promotor de la investigación tridimensional en la UNAM; y fundador del primer museo de escultura en la República.

Conservo el rastro de nuestro primer encuentro en 1986: la invitación al acto en que Jorge Carpizo, entonces rector de la UNAM, inauguró entre danzas prehispánicas del grupo Tenoch el conjunto escultórico “Las Serpientes del Pedregal”, atrás de la Sala Nezahualcóyotl y de la Hemeroteca Nacional. Yo llevaba apenas tres meses instalada en México y me sorprendió que un artista tan consolidado se interesara en mis pininos. En cierta época de fines de los ochenta, acostumbrábamos salir a comer una vez por semana. a San Ángel donde él tenía casa o a Polanco, a un restaurant francés poco pretencioso. La diferencia de edad (40 años) no impedía la complicidad ni las carcajadas. Desde luego, me deslumbraban su radicalismo y su amplia experiencia en la plástica, además de su regia apostura que me evocaba la de mi padre.

Con su pareja, María Esther González (hermana de mi cuñado José Luis), se mudó a La Estrella, una antigua fábrica textil en las afueras de Tlaxcala, donde disponía de un inmenso taller acorde a los requerimientos de su producción escultórica, cuyos formatos se agigantaban conforme pasaba el tiempo: el “parque federásico”, lo llamaba uno de sus amigos. Estaba preparando la exposición retrospectiva “Nuestra batalla” de 1996 en el Museo del Palacio de Bellas Artes y, exigente vigilante de su oficio, rezongaba cuando el funcionario mayor (“el galeno”, le decía) obstaculizaba sus propias demandas curatoriales. Hablaba de su infancia feliz en el Panteón Español; de su juventud entregada a la militancia política; del neoliberalismo, la burocracia cultural, los escultores de antesala, un viaje a Japón, los ministros de la supersecretaría de Televisa conocidos con la clave “gracias, Joaquín”, los dirigentes disléxicos de los partidos políticos, la extrema pobreza, los migrantes que “viajan a ciegas a los campos de la muerte o a la prisión”, la urgencia de un “arte ciudadano” que responda a una expectativa social, a una búsqueda humanista, a una sensibilidad individual moldeada por el pensamiento colectivo…

Pintor, escultor e investigador de la UNAM, Federico Silva es autor de varios libros teóricos (recomiendo La escultura y otros menesteres, 1987) y de tres autobiografías, de las cuales México por Tacuba (2000, reedición 2013) resulta la más entrañable. Declaró en la conferencia “Identidad y memoria” que impartió al recibir el Doctorado Honoris Causa de la UNAM (2010): “Lo indígena y su cultura están en mi corazón; lo europeo, en mi cabeza”.

AQ

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