Botero, Mutis y García Márquez en México

In memoriam

Las trayectorias de estos tres creadores colombianos hubieran sido muy distintas sin el tiempo que pasaron en este país.

Álvaro Mutis, Fernando Botero y Gabriel García Márquez caminan por una calle de Bogotá en 1959. (Archivo)
Anilú Elías
Ciudad de México /

Yo tenía 18 años cuando llegaron a la oficina Fernando Botero y su mujer, Gloria Zea, en 1957. Se habían comido la torta antes del recreo, por lo cual la familia de ella, que era muy fifí, los mandó recién casados a México para que aquí naciera el pecaminoso bebé.

Botero, de 23 años, entró a Publicidad Augusto Elías ese año, recomendado por su protector y promotor Álvaro Mutis, que ya trabajaba en la agencia.

Álvaro tenía su historia: había salido huyendo de su natal Colombia porque se había gastado una fortuna en una luna de miel por Europa con una esposa chilena. Casado desde los 20 años con la madre de sus tres hijos, Álvaro se casó con la chilena en Cúcuta, frontera de Colombia con Venezuela donde —como en Tijuana— se hacían divorcios al vapor para gente de países donde no había divorcio. Y el problema no era ése, sino que el dinero que se había gastado en la luna de miel era de la Exxon, donde trabajaba.

Llegó a México con una carta para Luis de Llano Palmer, de Televisa, quien lo citó en su oficina, pero llamó a la Procuraduría avisando de su visita. El entonces judicial Gustavo Lailson, que ya lo esperaba, se lo llevó al aeropuerto para deportarlo. Pero Álvaro, que era un seductor tanto de mujeres como de hombres, tan encantador como un Scheherezado, en el camino al aeropuerto se ganó a Lailson de tal modo que no solo lo liberó, sino que acabó regalándole su expediente para no dejar rastro de su paso por México.

Luis de Llano, avergonzado de su cobardía, le pidió a mi hermano Augusto que le diera chamba en la Agencia donde yo también trabajaba, y así fue que se trajo a Botero.

El trabajo de Botero en la agencia era de encuestador en el incipiente Departamento de Investigaciones de Mercado. Salía a la calle tablita y lápiz en mano para preguntarle a la gente de toda clase de gustos y preferencias y anotar las respuestas; respuestas que le costaba mucho entender y comentar a él que era un colombiano de Medellín, con su peculiar acento silbadito y ceceadito parecido al español de España. Seguido venía conmigo a que le tradujera alguna frase o algún adjetivo muy mexicano para saber de qué hablaban sus entrevistados.

A diferencia de Álvaro, que era un auténtico “santafedeño”, Botero era un chavo de Medellín y allá entonces se hacían diferencias enormes entre un provinciano y un “santafedeño”, como se autonombraban las familias de rancia prosapia de la capital, cuyo nombre original es Santa Fe de Bogotá. Algo parecido sufrió en sus primeros años en Bogotá Gabriel García Márquez, que era de Aracataca. Con él también trabajé unos años después. Pero esa es otra historia.

Coqueto sí que era el “flaquito”, como le decíamos en la oficina a Botero: le encantaba la recepcionista, una güerita muy bonita. Pero un día le dijo lo que para él era un piropo y aquella se enfureció, le gritó y le prohibió dirigirle la palabra. Vino compungido a que yo le explicara qué había pasado. Lo que le dijo fue que “era una mona muy chusca”, que en su español era “una rubia muy chula”, pero en el nuestro es una burla.

En México, Botero tuvo su primera exposición internacional: Álvaro Mutis, su protector y promotor, lo conectó con Toño Souza, cuya galería, entonces aún en la calle de Génova, ya era muy reconocida.

La exposición fue de óleos en colores tenues cuyo motivo eran cafeteras y otros cacharros similares. Ni gordos ni flacos, simples cacharros.

Para mí —y que Dios me perdone el atrevimiento— que Botero se inspiró, o fue la flamita que detonó el chispazo de su estilo, en una ilustración que vio en México. Por esos entonces había un conocido ilustrador que se autodenominaba “El Condorito” o “El Condorcito”, cuyo verdadero nombre no recuerdo. En uno de los suplementos de periódicos para los que trabajaba —probablemente La Prensa— publicó una ilustración que él llamó “El Gallito”, en la cual aparecía una cantante muy gorda con la boca abierta de la cual salía un gallito. El músico que la acompañaba al piano también era gordo.

Botero, el flaquito, y sus gordos fueron famosos en todo el mundo y su vida como la de todos los famosos tuvo severos altibajos, como fue perder a un hijo en un lamentable accidente.

En México vivieron Botero y Gloria Zea dos años. Volvieron a Colombia en 1958 y no volví a verlo más que en los periódicos y la televisión, siempre acompañado por los omnipresentes gordos de sus lienzos.

Álvaro Mutis, en cambio, se quedó aquí para siempre. Y aunque finalmente lo pescó la Interpol y pasó un año en la cárcel en México, la experiencia le sirvió para escribir uno de sus muchos libros: Diario de Lecumberri. Escribió muchos libros de poemas y narrativa, por los cuales recibió varios premios. Siguió en contacto tanto con Botero como con Gabriel García Márquez en una amistad con curiosos matices: envidiaba el éxito indudable de Botero y Botero a su vez envidiaba su aristocracia de santafedeño y su cautivadora personalidad —sobre todo con las damas.

Al igual que Botero, García Márquez envidiaba de Álvaro su rancia prosapia santafedeña y su vasta experiencia amatoria de la cual, a pesar de sus sabrosos escritos eróticos, él carecía, según Álvaro; éste, por su parte, que le había dado chance a Gabo de reportero del periódico El Tiempo en Bogotá cuando era un simple provinciano desconocido, tenía envidia del éxito y del reconocimiento mundial de Gabo.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.