Fernando González Gortázar: sueños realizados

In memoriam

El 7 de octubre murió el arquitecto mexicano, quien desplegó una enorme pasión por las ciudades y sus misterios, y un vivo interés por la naturaleza, el patrimonio histórico, la música popular y los viajes como forma de vida.

Fernando González Gortázar, el “último romántico”, como lo llamaban sus amigos. (Foto: Omar Meneses)
Angélica Abelleyra
Ciudad de México /

Soñar utopías posibles: ese fue su signo de identidad en vida y obra.

Fuera con su escultura pública que ha tomado cuerpo en fuentes, espigas y cubos; de la mano de sus piezas de mediano formato en una mezcla de recovecos con juego y belleza que invitan a ser hormigas para recorrerlos a placer; con sus escritos llenos de saberes del entorno natural, la música popular y el urbanismo; con su enorme capacidad de cronista de viajes por los cuales convivió con cactos, ceibas y orangutanes, Fernando González Gortázar (1942-2022) refrendó a cada instante su certeza de que la arquitectura y la escultura son actos propositivos de nuevas opciones de vida armónica y caminos que pueden activar la interrelación de los seres humanos entre sí y con la naturaleza.

Considerado por sus amigos como “uno de los últimos románticos” (así lo nombraban Carlos Monsiváis y Vicente Rojo por mencionar a dos de sus pilares con más cercanía), a sus casi 80 años tuvo poquísimas certidumbres. Una de ellas fue precisamente la amistad; otras, su “profunda creencia en el hombre, una fe irrenunciable en la naturaleza poblada por el mundo animal y vegetal, y la convicción de que los seres humanos lograrán la felicidad, o al menos pequeñas dosis”. Una última certeza, fundamental, tuvo su foco en la ciudad: nuestra casa colectiva que él concibió como “totalidad, sitio de encuentro y cúmulo de etapas históricas”, pero sobre todo como “la mayor utopía de la humanidad”.

Así, Fernando se mostró atento a cada uno de los rincones que la conforman: sus mercados, fuentes y parques; los zoológicos y puentes peatonales; los anuncios espectaculares y las aceras; las edificaciones que sirven de morada a una familia, a los estudiantes o a un policía. Porque, decía, “un hogar para osos o leones, orquídeas o cedros; el albergue de aguas brotantes o de kilos de jitomate; el cuarto donde despacha un guardia o se mantiene detenido temporalmente un sospechoso de un crimen, todos deben proporcionar bienestar y alivio, sin distingo”.

González Gortázar junto a su hija Narda y su entrañable amigo Vicente Rojo en el festejo de sus 70 años (CdMx, 2012)

Pese a toda esa pasión por las ciudades y sus misterios, se consideraba “la antítesis del arquitecto químicamente puro”. Su interés por su oficio no era superior al que tenía por la cultura en general, la vida política, la naturaleza y el patrimonio histórico, por la música popular y los viajes como forma de vida. “Desgraciadamente una sola vida no es suficiente. Si tuviéramos siete vidas, como los gatos, en una de ellas sería arquitecto y en otra sería uno de estos individuos del siglo XIX, en su mayoría ingleses, que iban descubriendo el mundo para la cultura occidental en una mezcla de científicos, aventureros, naturalistas, etnógrafos, historiadores, escritores, intrigantes políticos. Creo que esa sería para mí la mejor de las vidas”.

Empero no transitó el XIX ni tuvo asomos de la “flema inglesa” en su ser, González Gortázar caminó de manera amplia y gratificante muchos senderos para multiplicar sus pasiones: cantar boleros, degustar una pasta italiana, cuidar su invernadero, admirar la belleza de un cacto y el trazo sublime en un mural de Manuel Rodríguez Lozano o en un cuadro de Orozco (José Clemente). Se embelesaba más con el arte anónimo de una Cabeza Olmeca y con la Estela de La Ventilla (Teotihuacán) que con una escultura de Miguel Ángel. Hubiera querido que su obra fuera un son: “que tuviera el arrebato y la alegría de un son abajeño, el ritmo y la exactitud de un son jarocho, la inocencia y la capacidad de invención de un son huasteco, la cadencia y la sensualidad de un son oriental cubano”.

Cada persona que transite a través, al lado o por debajo de sus piezas urbanas podrá escuchar algo de estas sonoridades. Su labor profusa de arquitecto la inició hacia 1966 en Guadalajara, con las casas Arauz y González Silva (1981-82), la Estación Juárez II del Tren Ligero (1992) y el Centro de Seguridad Pública (1993). Para el estado de Yucatán creó el Museo del Pueblo Maya en Dzibilchaltún (1993) en tanto sus esculturas urbanas, siempre con nexos arquitectónicos, se han desplegado en la capital tapatía con los ejemplos de la Fuente de la Hermana Agua (1970), el Parque González Gallo (1972-73) y la Plaza-Fuente en la Unidad Administrativa del Estado de Jalisco (1973). En Madrid hizo la Fuente de las escaleras (1987-88), en tanto que en San Pedro Garza García, Nuevo León, creó el Paseo de los duendes (1991), el puente La ola blanca (2003) y la escultura El viento blanco.

También en aquel municipio neolonés, hace una década finalizó el Emblema de San Pedro (2012) (que desemboca en el Centro Cultural Fátima) en donde desplegó puentes peatonales, espacio para ciclistas, corredores y niños; el rescate de un arroyo y arboledas. Ha sido una de sus obras cumbre porque aunó la arquitectura, la escultura monumental, el rescate ecológico y de paisaje. “En ninguna obra mía he tenido la opción de conjuntar tantas cosas como en esta. Si acaso no vuelvo a tener trabajo en lo que me queda de vida, este sería un perfecto remate para mi carrera”, le dijo a la periodista Adriana Malvido en la entrevista que le realizó en el marco de sus 70 años (Laberinto, 27 de octubre de 2012).

González Gortázar con Vicente Rojo y Manuel Felguérez. (Foto: Lizeth Arauz)

Lector profuso, abrevaba de la historia, la filosofía y la poesía; la emoción prendía de sus ojos con la frondosidad de un jardín, la charla animada por un vino tinto y los destellos de silencio en un atardecer en Botswana.

Porque si algún sello tuvo tatuado en la frente y todo el cuerpo, ese fue el viaje. Más de 75 países recorridos en su mapa personal, con decenas de parajes en el continente africano que le entusiasmaba en especial. “Los viajes me dan todo; me devuelven el respeto por el mundo”, solía decir cuando relataba con detalle sus periplos en Gabón, Namibia, Nueva Guinea y Papua, haciendo palidecer las estancias en París, Barcelona o Madrid. Porque en su tránsito africano divisó bisontes y chimpancés, se aterró ante la persecución de algunos leones y búfalos, y admiró —siempre admiró— la belleza en los cuellos anillados de las mujeres piernilargas que alegraban sus ojos como buen amante de la hermosura sin maquillaje.

De aquellas aventuras, a Hugo Hiriart le contaba, por ejemplo, que el camaleón era el animal prodigio de diseño por sus cuernos gigantes que divisaba en alguna travesía por Madagascar. “Alguna vez dije que es el único animal a la altura del arte”, refrendaba a su interlocutor por lo asombroso del despliegue visual gracias a aquellos ojos, labios, lengua, patas y cola.

Generoso, deletreó con sabiduría y emocionalidad sus “Cancioncitas” en ese programa que condujo para Radio UNAM (accesible si se rastrea en YouTube) con “una revisión” de la música popular de José Alfredo Jiménez y Agustín Lara; Consuelito Velázquez y Guty Cárdenas; Lucha Reyes y Chavela Vargas, entre decenas de compositores y cantantes que marcaron la vida sonora del México del siglo XX. Iba del corrido mexicano a la trova yucateca, de las rancheras a los huapangos, con hallazgos en la historia sonora mexicana tan olvidada por muchos.

Fecundo narrador no solo desde la oralidad, escribió en los diarios unomásuno (1979-1983), La Jornada (1984-2001), El Occidental y El Informador (ambos de Guadalajara), donde abordó sus temas de interés constante: arquitectura, naturaleza, planeación territorial, arte urbano, patrimonio y urbanismo. Con su entramado escritural no solo fue difusor de temas ecológicos y culturales sino que denunció con vehemencia la destrucción de obras urbanas, concursos amañados, falta de protección de parques nacionales y de ciertos zoológicos diseminados en territorio nacional y que le importaban de manera especial.

Además fue autor de libros en los que se reunieron sus reflexiones, como el número 11/12 de Cuadernos de Arquitectura (Conaculta-INBA, 2004) y dos volúmenes esenciales entorno de un par de figuras que le fueron centrales: el arquitecto Ignacio Díaz Morales y el escultor Mathias Goeritz, cuya obra personal y de labor docente le dejaron una huella profunda en su formación como arquitecto, escultor y pensador de la cultura y el arte.

González Gortázar con Moisés Zabludowsky, Silvia Navarrete y Marisa Lara tras la inauguración de 'Resumen del fuego' en el MAM (marzo de 2014).

* * *

Fernando nació en la Ciudad de México el 19 de octubre de 1942, pero desde muy pequeño vivió en Guadalajara junto a toda la familia, ya que su padre, Jesús González Gallo, fue gobernador de Jalisco entre 1947 y 1953. En la capital tapatía estudió arquitectura en la Universidad de Guadalajara (UdG), donde se recibió en 1966. Se integró a la Escuela de Arquitectura de la UdG como profesor de teoría del diseño y de educación visual (1966-67) y después fue a París para continuar su formación en sociología del arte en el Colegio de Francia, y de estética en la Escuela Superior de Arte y Arqueología (1967-68). Regresó a México y fue maestro en el ITESO de Guadalajara, profesor huésped de Estética Urbana en el Politécnico de Oxford (1982) y docente invitado a universidades en España, Marruecos y México.

Revisiones de su trabajo se desplegaron en las muestras Años de sueños (1965-1999) en el Museo Rufino Tamayo de la Ciudad de México (1999), y Resumen del fuego que ocupó primero las salas del Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara (2013) y después las del Museo de Arte Moderno (CDMX, 2014). En cuanto a libros que abordaron su obra destacamos el de Raquel Tibol intitulado Fernando González Gortázar: Arte, espacio, urbe, comunidad (Colección de Arte de la UNAM, 1977); el de Manuel Larrosa, Fernando González Gortázar (INBA-Américo Arte Editores, 1998; Años de sueños, libro-catálogo de la muestra citada en el Tamayo, con textos de Carlos Ashida y Patrick Charpenel (curadores de la exposición), Fernando Huici y Teresa del Conde (INBA,1999); otro volumen a cargo de Carlos Ashida es FGG. Sí aún en la colección Círculo de Arte (CNCA, 2000), y de Lelia Driben, el libro-catálogo de Series dispersas (2008), la exposición en el Museo Federico Silva de Arte Contemporáneo (2007-2008).

“La naturaleza sigue siendo la gran maestra de la vida, la cultura y el arte”.

La frase era también el cintillo con el cual González Gortázar invitaba a recorrer su muestra en el Bosque de Chapultepec que dedicó a sus amigos fallecidos y cuya “pérdida sangrante” le quitaba un poco del propio respiro: Alba Rojo, Mercedes Iturbe, Carlos Monsiváis, Miguel Ángel Granados Chapa, José Emilio Pacheco, Guillermo Arriaga, Juan Gelman y Guillermo Tovar de Teresa.

Porque la amistad fue su don preciado que alimentaba con la plática, el abrazo, la diseminación del conocimiento y el placer compartido en una pintura, un libro de arte colonial, un diseño gráfico, una canción, una escultura prehispánica, un poema o una pieza de danza.

Porque el arte y la cultura para él eran el cimiento de la sociedad.

“La cultura es nuestra insignia, nuestra huella digital, nuestra seña de identidad, nuestra acta de nacimiento y nuestra sola esperanza de una permanencia siempre nueva, siempre cambiante, siempre renovada y al mismo tiempo, siempre ella misma. Si no es en ella, dentro de ella, la vida —al menos la mía— no tiene caso”, signó con palabras al abrir su Resumen del fuego aquel día de marzo de 2014 en medio de tantos amigos y músicas.

Pieza incluida en la exposición 'Resumen del fuego', en el Museo de Arte Moderno. (Marzo, 2014)

Concluimos este recorrido muy compacto por la vida y obra de González Gortázar con el párrafo de cierre en el texto que leyó en la apertura de su retrospectiva Años de sueños en el Museo Rufino Tamayo en la prehistoria de 1999: “Pienso en el título de aquel gran libro de don Carlos Pellicer: mis años han sido una práctica de vuelo. Volar es un prodigio y un terror que nos acerca a las cumbres y a los abismos. Cuando uno cae, se lastima. Bien lo dijo el torero Juan Belmonte: los valientes no son los que no sienten miedo, sino los que se lo aguantan. Yo he intentado moverme a pesar de él, y ahora sí, en esta noche, miro mis sueños cumplidos e incumplidos, y me doy cuenta de que el sueño mayor, el de existir, se ha realizado”.

A doce días de cumplir 80 años, Fernando González Gortázar murió la tarde de este viernes 7 de octubre, luego de un infarto cerebral. Su cuerpo será velado en el Panteón Francés de la CdMx este 8 de octubre, entre las 11:00 y las 17:00 horas.

Fernando querido: gracias por tanto y por todo.

* Los entrecomillados proceden de las entrevistas realizadas a FGG por Angélica Abelleyra para la revista 'Equis, Cultura y Sociedad' (febrero de 1999), para el suplemento 'La Jornada Semanal' (noviembre de 2009), en el libro 'Escritos reunidos' (Cuadernos de Arquitectura 11/12, Conaculta, 2004), y en dos entrevistas inéditas con FGG sobre Ángela Gurría y Ricardo Martínez, escultora y pintor que fueron amigos cercanos del creador.

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