Los libros son la base de la libertad | Por Fernando Savater

Día Internacional del Libro

La lectura es, ante todo, placer: se contagia, no se impone. Por eso no hay un libro obligatorio para todos.

Fernando Savater, filósofo y escritor español. (Foto: Roberto Alanís)
Fernando Savater
Ciudad de México /

Los libros son la base de la libertad. Hoy los libros tienen mucha competencia, un montón de pantallas con las que podemos asomarnos a todo tipo de cosas, pero un libro te brinda una experiencia única que te permite comprender con sosiego y te proporciona herramientas para una vida en libertad. Además, el libro te da uno de los grandes descubrimientos para nuestra existencia: leer. Cuando uno entra en el campo de la lectura empieza el mundo maravilloso. Porque entonces comenzamos a relacionar los libros con nuestra biografía y con nuestra sensibilidad. En mi caso, me he fijado sobre todo en libros de literatura y filosofía. Ya sabes que la filosofía ha sido mi esposa y la literatura mi amante y tengo entre mis favoritos a libros de ambas cosas. A mí me han gustado mucho las novelas de aventuras, como La isla del tesoro o Moby Dick. Fui un loco, o lo sigo siendo, de las novelas de Sherlock Holmes. Y en filosofía, los libros de Schopenhauer, los de Nietzsche… y los del filósofo con quien más me identifico: Spinoza.

Mi madre fue siempre muy buena lectora y me leía cuentos que yo me aprendía de memoria. Algunos me los repetía muchas veces y luego yo solía coger el libro y hacer como si estuviera leyendo. Recuerdo que los mayores se sorprendían de que a los tres años leyera tan bien. Así, poco a poco, me fui aficionando a la lectura. Empecé con los tebeos [cómics] de la época y luego con libros. Es que cuando yo era niño no había televisión y al cine se iba para el cumpleaños o en alguna ocasión especial. Como a mí no me gustaba el futbol, la lectura fue un refugio desde pequeño.

La inmensa mayoría de mis primeros libros me los compró mi madre, pero fue mi padre quien me regaló Platero y yo, el mismo año en que dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. Años después, para probar mi vocación lectora, que se había convertido en una halagadora leyenda familiar, mi padre me llevó un día a su despacho y me dio a elegir entre dos regalos: mil pesetas, que era una fortuna entonces, o una colección de libros, una enciclopedia estupenda. Reconozco que dudé en mi interior, porque con mil pesetas también podría comprarme libros, tebeos y todos los juguetes imaginables: pero, fiel a lo que se esperaba de mí y a que mi padre no podía equivocarse, opté por la enciclopedia. Con una sonrisa de satisfacción, papá me dijo que, como estaba seguro de cuál iba a ser mi elección, ya me la había comprado.

Yo soy de los que creen que todo libro es, a su modo, mágico. Aún más: considero que en el rito de la lectura siempre hay algo de conjuro y brujería. Y también estoy seguro de la victoria a largo plazo de los libros sobre cualquier otro tipo de armas, porque allí se encierran los materiales más explosivos que el hombre puede fabricar. Explosivos para destruir ciudades o para hacer túneles que nos lleven a la luz. En todo caso, un poder terrible. Algunos entramos un día en los libros como quien entra en una orden religiosa, en una secta o, incluso, en un grupo terrorista. Peor, porque no hay apostasía imaginable: el efecto de los libros sólo se sustituye o se alivia mediante otros libros. Es la única adicción verdadera que conozco, la que no tiene cura posible.

Hoy vivimos entre alarmantes estadísticas sobre la decadencia de los libros y exhortaciones enfáticas a la lectura, destinadas casi siempre a los más jóvenes: hay que leer para abrirse al mundo, para hacernos más humanos, para aprender lo desconocido, para aumentar nuestro espíritu crítico, para no dejarnos entontecer por las pantallas, para distinguirnos de los chimpancés, que tanto se nos parecen. Conozco todos los argumentos porque los he utilizado ante públicos diversos porque no suelo negarme cuando me requieren para campañas de promoción de la lectura.

Hoy, también, hay quien está contra el libro digital, pero yo digo que no hay que mitificar la idea del libro de papel. Si se lee en otro soporte, en una pantalla, pues no pasa nada. Hay grandes autores de nuestra tradición, como Platón o Séneca, que nunca leyeron libros como los que leemos nosotros: un puñado de páginas de papel. Ellos nunca tuvieron un libro así en sus manos. Tuvieron otra cosa, que era lo que había entonces para transmitir los textos. De modo que si dentro de cien o doscientos años hay otra cosa en la que se lee, las historias estarán ahí. Aunque se lean en una pantalla. No hay que dramatizar. La clave real de garantizar lectores está en no convertir la lectura en una obligación académica. La idea es que el niño y el joven entren por cualquier parte a los libros. La lectura es, ante todo, placer: se contagia, no se impone. Por eso no hay un libro obligatorio para todos. Los libros son, afortunadamente, un muestrario de oportunidades y cada uno tiene que elegir y aprender a buscar lo que quiere. Yo, por ejemplo, ya no digo nunca que un libro es bueno o malo. Simplemente pienso: ¿es o no es para mí?

AQ

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