Fernando Fernández-Savater Martín y Sara Torres Marrero se habían conocido en la universidad, pero el amor entre ellos llegó más tarde. En realidad, ya habían tenido “más que caricias y menos que complicidades” en San Sebastián. No obstante, fue después de una cena “con amigos subversivos” en Madrid cuando el entonces joven profesor de ética, en medio de reflexiones sobre los “efectos residuales de la dictadura franquista”, tragos de vino e intercambios de miradas, se dio cuenta de que estaba loco por ella. A Sara pareció erizársele más el pelo de lo que ya lo tenía (“por eso siempre le he dicho Pelo Cohete”) y a Fernando estuvo a punto de desorbitársele el ojo bizco que lo caracteriza. Así que comenzaron un noviazgo de esos de “cuelga tú. No, tú primero” y, con algunos altibajos pero siempre cómplices, permanecieron juntos durante 35 años. Hasta que la muerte los separó.
- Te recomendamos “Se puede encontrar la belleza en la oscuridad”: Lol Tolhurst Laberinto
En 2014 los médicos le detectaron un tumor cerebral a Sara y, en cuestión de meses, la vida de la pareja se fue “desvaneciendo en sufrimiento”. Empezó un periplo de hospitales, en los que “la muerte se asomaba cada cierto tiempo, vestida de enfermera para cambiar el gota a gota” y, finalmente, en la primavera de 2015 Fernando Savater se convirtió en un viudo triste y solitario. Dejó su casa de Madrid para irse a vivir a su Donosti natal e intentar sobrellevar ahí la pérdida y la ausencia. También se prometió a sí mismo no volver a escribir libros.
¿Dónde había quedado el Savater alegre y optimista, el que recurría al sentido del humor “no solo para reír sino como una perspectiva ante la vida”, el que ni las amenazas de muerte de los terroristas hacían decaer? ¿Dónde estaba el “jubilao jubiloso” que pasaba todas las tardes en su casa madrileña atiborrada de libros y muñequitos (dinosaurios, monstruos, criaturas extrañas de ojos saltones, superhéroes, protagonistas de series animadas de televisión como Los Simpson o de películas como Toy Story)? ¿Dónde había quedado el hombre de sonrisa fácil, bonachón, con aires de chiquillo travieso y dueño de una amplia y divertida colección de gafas de distintos colores, tamaños y formas que alternaba para corregir la miopía y la solemnidad? ¿Dónde estaba el filósofo vasco que escribía para reforzar el deseo de vivir de sus lectores?
Estaba encerrado en su casa donostiarra, leyendo o escuchando música o dando un paseo por la playa de La Concha o haciendo algún artículo contra el separatismo que aqueja a España o esforzándose, a trompicones, en rendir un homenaje a su compañera de vida, aunque eso supusiera romper su promesa, a través del libro más personal, íntimo y emotivo que ha escrito en toda su vida. Se llama La peor parte. Memorias de amor (Ariel) y será presentado el 30 de septiembre en el viejo Cine Doré, sede de la Filmoteca Española en el centro de Madrid, uno de los lugares favoritos de Sara Torres, gran aficionada a las películas de historias fantásticas y de terror.
“Dije que ya no iba a escribir más libros. Era la actitud más lógica, porque hasta entonces —durante muchos años— los escribí para alguien que ahora ya no podría leerlos. […] Pero después de todo, por modesto que sea sin duda mi talento, soy escritor; no un juntaletras aficionado, sino un escritor. Y cuando se es escritor, ¿puede uno conformarse con llorar? Porque créanme que la lloro todos los días: desde que murió hace increíblemente más de cuatro años, no he pasado ni una hora sin recordarla, ni un sólo día sin derramar lágrimas por ella. ¿Es suficiente? Más propiamente dicho, ¿es lo mejor que puedo hacer? ¿Ser escritor no me obliga, no me compromete a algo más que las lágrimas? Si sólo la lloro —y sí, cómo la lloro, cuánto la lloro—, ¿no le estoy regateando algo que debería tributarle?”, dice el autor, hijo de un notario (“igual que los padres de Salvador Dalí, Julio Verne y Voltaire”), como tratando de explicar el porqué del desnudo total que hace a continuación.
“Debía intentar hablar de ella, no sólo de su pérdida, sino de ella viva y palpitante, de lo que vivimos juntos, de todo lo que me dio y no sólo de lo que me quitó su ausencia. Aún más, secarme las lágrimas y tratar de acercarme a lo que ella fue en sí misma, sin relación conmigo, su indómito secreto que apenas vislumbré y amé a ciegas. Pero también contar el padecimiento que sufrió en los meses postreros, atroz y definitivo, soportado con mayor coraje del que yo demostraba con mis gemidos exhibicionistas”.
Si en su autobiografía (Mira por dónde. Taurus, 2003) Savater nos contó, sobre todo, el “lado soleado” de su vida, en La peor parte no escatima en hacer confesiones introspectivas e incluso sombrías. “Bueno, ya no tengo pudor pero sí buen gusto y hay cosas que no se cuentan”, aclara. Así, nos enteramos de que al final de su adolescencia Sara formó parte de ETA y de que él, uno de los que más ha luchado por la extinción de esa banda terrorista, militó en Batasuna (el partido nacionalista considerado el “brazo político” de ETA). “Tanto Pelo Cohete como yo fuimos evolucionando desde nuestras primeras posiciones relativamente equidistantes entre nacionalistas y partidarios del Gobierno central (como se llamaba a los demócratas constitucionalistas por entonces) hasta tomar decididamente partido por estos últimos. El terrorismo, llamado de manera eufemística lucha armada, era algo que condenábamos desde un comienzo sin remilgos, sobre todo ella, que conocía sus miserias y atropellos desde dentro mucho mejor que yo”, expresa en el libro.
En casi cuatro décadas de relación caben, entre otras cosas, algunas infidelidades. Savater señala que su “eterna novia” nunca se preocupó de eso “porque sabía que yo sólo la amaba a ella”. A Sara, dice, sólo le importaba que él se olvidara de fechas importantes pero no de que mirara o incluso intimara con alguien más, ya fuera en sus constantes viajes o cuando lo tenía cerca. Ahora el escritor reconoce y argumenta:
“No, nunca he sido fiel en el terreno erótico; es más, no considero la fidelidad una virtud sino una triste y fea superstición, como decía Spinoza a otros respectos. Un puro fastidio, vaya, aunque a veces hay que disimular para no herir esa susceptibilidad amorosa que, aunque nos resulte risible en los demás, cada cual guarda a flor de piel. No fui fiel a Pelo Cohete, en los primeros tiempos de nuestra relación a sabiendas de ella, luego de manera secreta, discreta. Y, por tanto, tampoco fui del todo sincero, eso es lo que más me repugna al recordarlo aunque fuese indispensable, aunque fuesen sólo mentiras limpias y delicadas, mentiras para todos los públicos. Ella jamás dudó de cuanto le dije, de mis explicaciones legendarias: como nunca me mentía, no me relacionaba con la necesidad de mentir. Esta disposición facilitaba mucho mis manejos clandestinos, pero empeoraba la polución de mi conciencia”.
Ya puesto a ser sincero, Savater cuenta sin tapujos que sus infidelidades han sido bisexuales. “Aprovechando que los chicos guapos siempre me han gustado también, decidí cambiar de acera y convertirme en un depredador homosexual para mostrar mi desdén por el eterno femenino. Rondaba cada noche por los locales de ambiente del Madrid de La Movida […] aunque no dejaba de perseguir a las mujeres cuando no me rehuían demasiado. Hubo algún día con tres encuentros —encontronazos— eróticos de variado género”. En esa época de desmadre sin miramientos, agrega, hubo más excesos: “bebía y comía como un vasco de tebeo, me apuntaba a todas las drogas que se ponían a mi alcance —salvo las que se inyectaban—. […] Yo siempre he bebido por los efectos del alcohol y apenas noto el sabor de lo que tomo”.
El hombre al que sus compañeros de colegio llamaban “gorila” (“por mis grandes orejas despegadas del cráneo, mi fealdad, los extraños movimientos hacia atrás y en círculos que hago involuntariamente con la cabeza, mi forma de andar levemente espástica y nerviosa, mi ojo bizco y por mi tendencia pueril a lanzar largas peroratas histriónicas con voz tonante y palabras rebuscadas”) tiene ahora 72 años y no puede afirmar que las penas las cura el tiempo o que uno se deshaga de ellas escribiendo. Al contrario: lleva casi un lustro sintiéndose como un boxeador noqueado, como alguien que ya no vive y sólo sobrevive. Incluso ha llegado a afirmar que ha pensado en el suicidio, que si un etarra le diera hoy un tiro en realidad le estaría haciendo un favor y que, hace año y medio, cuando le encontraron un tumor en el recto (“afortunadamente en fase inicial”), se lo tomó con bastante tranquilidad porque perder a Sara es la peor desgracia que le ha ocurrido y cualquier otra cosa está por debajo de eso.
“Ahora sé exactamente lo que significa ‘caer en desgracia’, no como otro incidente palaciego reversible más en el vaivén de la existencia, sino como una metamorfosis irrevocable, una mutilación de la propia condición sin remedio posible, la pérdida que desequilibra mi ser y rompe dentro de mí el resorte de lo que antes chispeaba y burbujeaba a pesar de todos los pesares. Este pesar no es como los demás; ha llegado el pesar invencible”, sostiene.
Del “eterno optimista”, como solía llamarlo Emil Cioran, del Savater patrón de la alegría… ya queda poco. Así que con este libro se despide. “Ya es inapelable que voy a acabar mi vida triste, pero no con la tristeza átona y desvaída de cualquier imbécil senil, sino con una tristeza enorme, proactiva, que nace precisamente de la inteligencia y la aniquila en su propio terreno, una tristeza que no ha llegado por un suave declinar físico y el marchitamiento progresivo de las ilusiones, sino con la precipitación atroz de una brusca caída en un mar de amargura sin orillas, en el que debo chapotear con espanto hasta el anegamiento final”.
ÁSS