“Dios nunca muere”: los 80 años de Francisco Toledo

En portada

Celebramos ocho décadas del nacimiento del pintor oaxaqueño con este entrañable texto que destaca su sentido del humor y su pasión por Paul Klee.

Francisco Toledo, pintor y artista plástico oaxaqueño. (Foto: AFP)
Araceli Mancilla Zayas
Ciudad de México /

El 17 de julio, el artista Francisco Toledo habría cumplido 80 años. Tristemente, murió diez meses antes de llegar a esta fecha. Quienes durante largo o corto tiempo tuvimos la oportunidad de verlo trabajar y pensar en sus proyectos no lo olvidamos. Su vida estuvo entregada con pasión al arte y a la defensa de los derechos humanos, ambientales y culturales de México, y, sobre todo, de Oaxaca, el lugar de sus orígenes. Los siguientes testimonios quieren recordarlo con motivo de las ocho décadas de su nacimiento.

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Hay un esténcil con la efigie de Francisco Toledo en blanco y negro, que se repite en las paredes de las calles de Oaxaca. En él aparece su rostro de perfil, como mirando a la distancia. Su cabeza porta una especie de penacho al estilo punk y en lo bajo se delimitan los años de su nacimiento y muerte (1940-2019). En la parte superior de la imagen se inscribe con mayúsculas el lema “Dios nunca muere”, título de la composición del músico oaxaqueño Macedonio Alcalá.

Al mirar la imagen, que sale al paso del transeúnte por distintas partes de la capital de Oaxaca, confirmo el cariño anónimo, palpable, de cientos de personas hacia el maestro Toledo. Es verdad que muchos veían en él a un guardián de lo que más ha importado a los habitantes de la ciudad; entre otras cosas, el respeto a los espacios y a los monumentos públicos, la preservación del entorno natural, amenazado por la urbanización desmedida, y el rescate de los acervos históricos, bibliográficos y documentales.

Un amigo escribió en las redes sociales, un par de días después de la muerte de Francisco Toledo, que el sol había salido, brillaban las hojas de los árboles en la calle de Alcalá, donde se encuentra el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, y él, médico de profesión, montaba en bicicleta, como era su costumbre en fin de semana. Se imponía el silencio pero, pareciendo la de siempre, la ciudad despertaba al primer domingo sin Toledo, y claramente se sentía, y se decía con pena por todos lados, que ya no era la misma.

Esténcil con la efigie de Francisco Toledo con cabello estilo punk, en Oaxaca. (Especial)

Sí, la ciudad es otra desde la partida de Toledo, como otro es también el mundo en este 2020, y ninguna nueva normalidad nos logra sacar del desconcierto. A partir de la pandemia por el covid-19 el tiempo se volvió algo que se disuelve entre un abrumador contacto virtual y una desesperada necesidad de vida presencial. El IAGO, fundado en 1988 por Toledo, que estuvo abierto solidariamente incluso en los días difíciles del movimiento social de 2006, permanece cerrado. Su patio de bugambilias, lugar de encuentros, las salas de lectura de su magnífica biblioteca, su sala de exposiciones, son de los espacios que más hemos extrañado durante el confinamiento.

Fue precisamente en el patio del IAGO donde se celebraron, durante varios años, los cumpleaños del maestro. La dirección, los bibliotecarios y sus colaboradores más cercanos acostumbraban organizarle un almuerzo o una comida. Al lado de ellas, de ellos, con quienes compartía su trabajo cotidiano, partía su pastel. A veces, algún funcionario cultural de la Ciudad de México o algún amigo llegaban para acompañarlo.

Quiero recordar, para honrar esta fecha en la que él hubiera cumplido 80 años, un cumpleaños suyo. En aquella ocasión pude platicar con él durante un buen rato, en una tarde limpia, cálida, como son las de julio en Oaxaca. El convivio se realizó el viernes 15 de ese mes, en 2016, y él llegó a las 14:30 horas, puntual. Se sentó en una de las mesas que estaban dispuestas en forma de herradura alrededor del patio. Había aguas frescas, tamalitos, quesillo y platillos de la comida local, que le gustaban. Al entregarle los dos libros que llevaba de obsequio, se rio cuando le conté que los había adquirido en una de las librerías de viejo del centro. Regresaron, dijo, pues se sabía que algunos de los libros extraviados en la biblioteca terminaban ahí. Los libros eran las Leyendas de las calles de México y los Evangelios apócrifos. En esos días el maestro andaba en busca de fábulas y leyendas para los proyectos de traducción al zapoteco, y si bien éstas que le di quizá no sirvieran para ese propósito, tal vez le interesarían.

Durante la plática, Toledo estuvo animado y, entre otras anécdotas, compartió que conoció a Alejandra Pizarnik en París. Como la poeta en aquel momento no había leído aún a Borges, Octavio Paz le hizo ver con seriedad la urgencia de hacerlo. Era una maravilla estar con Paz, pues fue una máquina de pensar que sabía todo, dijo el maestro. Al comentarle que un libro sobre Elena Garro se presentaría en esos días en el IAGO, recordó que la escritora fue una mujer muy divertida, loca y generosa con sus amigos. Sobre cómo lo festejaban en su niñez, dijo que de niño no le hacían fiestas. A su padre, comerciante y ahorrador, no le gustaba dilapidar.

La conversación transcurrió pasando por un breve retrato de Guadalupe Marín, a la cual el maestro conoció cuando ella era mayor, porque cosía la ropa de una buena amiga suya. Al parecer, quien fue esposa de Diego Rivera era muy buena para la alta costura. Quienes lo escuchábamos realmente disfrutamos la ligereza, el buen humor y la memoria con que Toledo recordaba a personajes o amigos.

Sin embargo, el instante más emotivo fue cuando habló de Paul Klee y de la obra del artista suizo de la que Walter Benjamin fue dueño: Angelus Novus. Toledo mencionó que con ella Benjamin pudo haber comprado su escapatoria del régimen nazi. También recordó que el principal coleccionista de Klee había sido un hombre que extrajo de una planta negra, con forma de caparazón de tortuga, la sustancia base para la creación de los anticonceptivos femeninos.

Era claro que esta acuarela, que había pertenecido a Benjamin, conmovía a Toledo. Ya unos años antes, a instancias suyas, un primer número especial de la revista Comején, en 2011, se había dedicado a los ángeles. El punto de partida fue el Angelus Novus, que apareció en la portada. De hecho, todo el número fue ilustrado con diversos ángeles de Klee, y en su entrada aparece el siguiente texto de Benjamin, tomado de Tesis sobre la historia y otros fragmentos (Ítaca, 2008):

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Con Benjamin y Klee en mente y, sobre todo, con el Angelus Novus en el pensamiento, Toledo sugirió, poco antes de despedirse, aquella tarde de su cumpleaños, que había que hacer algo con eso para la nueva revista del IAGO, El Espulguero.

Angelus Novus, pintura de Paul Klee.

| Wikimedia Commons |


Al volver a la imagen del Angelus Novus, y recordar el interés que provocaba en Toledo, alcanzo a ver cómo la lectura que daba Benjamin a esta obra se relaciona con algunos temas que visiblemente preocupaban al maestro: el desconocimiento del pasado, la devastación de la naturaleza, y la violencia. Observándolo desde esa perspectiva, me parece notable que este ángel, de trazo tan esencial, pueda alertarnos sobre la vorágine imparable del mundo. Que logre transmitir, con sus tonos ocres, sutiles, aparentemente inocuos, la fragilidad de la vida.

Por lo que pude apreciar aquel día de su cumpleaños, Angelus Novus es una obra a la que el maestro volvía continuamente, reflexionándola. Puede ser que su fuerza simbólica debiera potenciarse aún más en estos duros tiempos. Remirarla en Comején, con motivo de los 80 años que Toledo hubiera cumplido, le ha dado un nuevo sentido. Quizá como a él le habría gustado.

SVS​ | ÁSS

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