La memoria es tramposa. Nietzsche creía que la mala memoria daba la ventaja de gozar muchas veces las mismas cosas; sin embargo, tener buena memoria es preferible, porque puedes recordar hasta el detalle más mínimo, lo cual implica gozar lo vivido de manera siempre distinta. De ese tipo de memoria microscópica era el filósofo italiano Franco Volpi. Sin temor a tergiversar, recuerdo a nuestro filósofo de Vicenza, siempre de ojos muy abiertos, voz dulce, deportivo, inteligentísimo, quien acostumbraba ir a Delfos para beber de la Fuente Castalia las aguas que lo mantenían joven y enérgico. Un día, salió a su paseo habitual en busca de aquella, llegó y ya no había más agua que beber.
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La última vez que vi a Franco Volpi impartía una conferencia ante un ciento de personas, entre académicos, público especializado y de ámbitos lejanos a la filosofía —una más de sus virtudes era ser comprendido por cualquiera—, con esa sonrisa lúcida que jamás he visto en ningún otro hombre. Les decía: “La muerte es una ladrona, llega de modo intempestivo y te roba la vida. A ustedes, ¿cómo les gustaría que la muerte los sorprendiera?” Ante tal cuestionamiento, siempre incómodo, cualquiera respondía que ojalá fuera haciendo lo que más le gustaba. La sugerencia era entonces volver eso que más amas la actividad a la que dediques el mayor tiempo de tu vida. No faltó quien le preguntara al filósofo italiano qué querría estar haciendo cuando la muerte lo asaltara. Volpi contestó que andar en bicicleta.
Para Franco Volpi, hacer filosofía, parecido al ejercicio circular, apasionado y libre de andar en bicicleta, fue esa actividad a la que consagró su vida y con la cual puso en práctica la enseñanza nietzscheana del eterno retorno como sugerencia existencial. ¿Volverías a repetir cada suspiro, cada teoría y palabra plasmada en tus manuscritos, cada alegría, pero también dolor en un eterno retorno? Sí, contestaría Franco Volpi, que afirmaba su existencia dedicada a la filosofía y nada más, alejado de las grillas universitarias, comprometido, como el espíritu infantil, con el juego del pensamiento: “inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”.
Franco Volpi fue un espíritu libre que conocía los riesgos de no serle fiel al eterno retorno, que vivía con compromiso cada instante como si fuera el último que le tocara vivir, pero, al mismo tiempo, con ese mismo instante que quisiera desplazar al infinito. “Construir en granito nuestras moradas, así sean las moradas de una noche”, escribía Gómez Dávila, la vida como ejercicio cíclico: afirmar una y otra vez eso que se ama hacer, afirmar una y otra vez pasear en bicicleta: escribir filosofía.
A Franco Volpi me unió, principalmente, el amor por la filosofía de Schopenhauer. El suyo era un interés por explorar las posibilidades de la vida buena, de tejer, a partir de los fragmentos optimistas del filósofo alemán, una estética existencial. El mío ha sido el interés inverso: justificar el origen y las consecuencias del pesimismo schopenhaueriano. Sin embargo, en una cosa ambos miramos siempre hacia el mismo cielo: en la urgencia de abandonar la isla en la cual a veces está atrapada la filosofía de la academia, y navegar por la inmensidad del mar, conquistar nuevas costas, entrar en contacto con otras disciplinas, devolviéndole la seriedad y la relevancia social a la divulgación filosófica. En esto Franco Volpi fue también un maestro, un filósofo de altamar, que pudo ver más allá de la isla en la cual la filosofía a veces se encierra.
Franco Volpi supo bien cómo habitar en la academia de rigor, de la mirada del especialista y traductor de la filosofía germánica, y también en el mundo alejado de la universidad. Sus columnas en la Repubblica lo confirman. Su compromiso con el lenguaje, con el estilo claro y estético, lo volvió internacionalmente visible, cumpliendo así con una misión social: la de compartir eso que sabía a más ojos, la de entrar en contacto con un público más amplio, sin que eso significara perder la profundidad y el rigor del pensamiento filosófico. En su afán de encontrar tesoros y en su amor por Latinoamérica, dedicó años a la obra de Gómez Dávila, convirtiéndolo en un icono de la filosofía más allá de las tierras colombianas, y considerándolo a la altura de los grandes filósofos del siglo pasado. Lo consideraba “el Nietzsche colombiano”.
El filósofo al que más tiempo dedicó fue Martin Heidegger, quien escribió que “la muerte había de ser comprendida como la posibilidad más propia, irrespectiva, insuperable y cierta”, pero que no da por terminado ese proyecto de ser que seguirá materializándose en la historia de quienes estuvieron cerca. Volpi se fue, pero legó una herencia inacabada, filosófica, literaria, espiritual, que está ahí como un manantial inagotable, del que cualquiera puede beber. Porque “terminar no quiere decir necesariamente consumarse”.
Nunca dejaré de admirar el espíritu libre del filósofo italiano. Ninguna institución o editorial logró delimitar su creatividad. Su labor fue pasional e irreverente, en un contraataque al pensamiento anquilosado de las formas y reglas de la academia, de las editoriales, de la también a veces muy obtusa forma en que se hace periodismo filosófico. Esta rebeldía productiva volvió a Franco más que un hombre de notas al pie y de salón de clases en editor, traductor, mentor, un hombre enamorado de la cultura, un divulgador en el sentido pleno del término y, sobre todo, un escritor y lector crítico. Lo fue todo: un intelectual al mero estilo enciclopédico.
Diez años han pasado desde su huida, y en su memoria recuerdo las palabras del bucólico Nietzsche en una de las últimas cartas escritas a su amigo Georg Brandes: “Después de haberme descubierto no es gran cosa el encontrarme: ahora lo difícil será perderme”.
ÁSS