Aquella mañana de abril me bajé del metro en la estación Montparnasse, muy emocionado. Estaba a punto de conocer a una leyenda viva de la cultura francesa. Doblé en la calle del doctor Roux y remonté sin parar hasta el viejo edificio del Instituto Pasteur, donde el célebre bioquímico del siglo XIX culminó su obra científica. Me acerqué a la fachada estilo Luis XIII, construida con piedra vestida, fina piedra molar y ladrillo rojo. Su interior alberga una capilla inspirada en el mausoleo Galla Placidia, localizado en Ravenna, donde descansan los restos del benefactor de la humanidad y su esposa, Marie. Ya me esperaba en el vestíbulo la secretaria del profesor Jacob para guiarme hasta un gran salón, en cuyas paredes se exhibían cuadros al óleo de enormes dimensiones. Mostraban retratos de notables exploradores del mundo microbiano: Robert Koch, descubridor del ántrax, la tuberculosis, el cólera; Émile Roux, creador del primer suero contra la difteria, cofundador del Instituto junto con Louis Pasteur; Lazzaro Spallanzani, uno de los primeros en refutar la generación espontánea; Alexandre Yersin, descubridor de la peste bubónica.
Gracias a Octavio Paz tuve la fortuna de platicar con él varias veces. “No puede perdérselo”, me dijo el poeta. François Jacob era su admirador. Obtuvo el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1965 luego de llevar a cabo experimentos que cimentaron la biología molecular contemporánea. Gracias los estudios realizados con Jacques Monod y André Lwoff, se empezó a pensar en la existencia del ARN mensajero, en el operón (genes de una bacteria organizados en unidades activas a fin de regular la producción de proteínas) y otros conceptos hipotéticos que, luego, resultaron verdaderos.
Siempre afable, empeñado en sostener una charla propositiva. Jacob acababa de leer Mise au net, traducido por Roger Caillois para Gallimard (Pasado en claro, 1975, FCE), lo cual acrecentó su admiración por Paz, me aseguró. Su propio talento para las letras le valió ser invitado a ingresar a la Academia Francesa, en 1997. Tomó el lugar del novelista Jean-Louis Curtis, autor de Les forêts de la nuit, novela donde se entrecruzan historias diversas que suceden en un pueblito durante la ocupación nazi y subsecuente liberación. Jacob sabía algo de eso. El joven médico auxilió a los heridos en las duras batallas de África ecuatorial. Más tarde participó en el desembarco de Normandía, junto con otros 16 mil soldados de la Segunda División Armada francesa. Escuchó las “trompetas de Jericó”, las sirenas de los aviones “StuKa” antes de sembrar sus poderosas bombas. El modelo Junkers Ju 87 era capaz de volar en picada y soltar su carga explosiva de 500 kilogramos a 900 metros del suelo. “Verdaderos topos de la muerte”, acotó. En vez de huir, se quedó a rescatar a compañeros heridos. En la siguiente oleada fue alcanzado por una docena de esquirlas que le dañaron un pulmón. Vivió para contarlo, no así la mayoría de los que lo rodeaban esa madrugada infernal.
“Estamos hechos de una extraña mezcla de ácidos nucleicos y recuerdos, de sueños y proteínas, de células y palabras”, aseveró en su discurso de ingreso a la Academia. Las ocasiones que pude charlar con él comprendí su necesidad de darle sentido ontológico al rompecabezas de la vida. Así surgió la idea de la evolución natural como bricoleur, un artesano que ensaya por razones cuasi estéticas, y no un ingeniero, eficiente y formal. “La naturaleza no contempla una progresión encaminada a la perfección. Nada más lejos de la frivolidad perfeccionista ingenieril”, afirmó. “Por el contrario, a lo largo de la evolución de las especies se han creado órganos, estructuras, funciones bioquímicas que no parecen tener una utilidad para los miembros de dichas especies”. La naturaleza hace bricolaje, ensaya sin ninguna presión social, moral o estética, ni siquiera le importa el tiempo. Es artesanal, casi se diría, lúdica. He ahí, si no, lo que se llama “ADN de desecho”, una serie de instrucciones que no parecen tener participación en el desarrollo de los organismos y, sin embargo, puesto que se atesoraron durante cientos de miles de años, deben servir de algo.
También platicamos acerca de Albert Camus. “Hacer ciencia significa poner en práctica la forma más sublime de la revuelta cotidiana en contra de la incoherencia que pulula en el mundo, como quería Camus”. Monod, Lwoff, Jacob, Camus permanecieron unidos bajo una sola idea: compartir con nosotros los misterios de la vida.
AQ