Cuando aparece el letrero que anuncia “basado en una historia real”, uno sabe que lo que está por ver es increíble. Como en Fuga de Pretoria, que cuenta la historia de unos activistas sudafricanos encarcelados por fabricar bombas que, lejos de cortar cuerpos, lanzan al aire proclamas en contra del gobierno. Este hecho resulta notorio pues presenta el carácter de nuestros héroes: “terroristas” inteligentes, sofisticados y capaces de dar vuelta a un implemento macabro para hacer con él un medio de comunicación.
En menos de un año en la cárcel, Tim Jenkin se vuelve un maestro relojero que produce llaves de madera. Con ellas, él y sus secuaces pueden abrir pesadas puertas de metal. Fuga de Pretoria tiene su encanto por más que tiene también algunos defectos de factura. Aún así nos mantiene al borde del asiento y sobre todo hace honor a la metáfora de la cárcel como ese lugar inhóspito en el que descubrimos quiénes somos. En efecto, según enseña Dumas en El conde de Montecristo, la única cárcel auténtica la llevamos adentro. La idea, claro, se remonta hasta Platón, de modo que en el subgénero que podemos llamar “películas de escape” el protagonista es una suerte de genio que consigue descifrar el sentido de su propia existencia.
Así lo constata un diálogo en Fuga de Pretoria, cuando Jenkin exclama: “sólo la rutina da sentido al misterio del tiempo”, porque, claro, quien puede dar sentido al tiempo puede dar sentido a su condición de mortal. Jenkin, nuestro héroe en Fuga de Pretoria efectivamente se ha basado en Edmundo Dantés: “pensé cientos de formas de escapar, hasta que me dije, no es necesario inventar las cosas, sino partir de lo que se sabe y poco a poco profundizar en ello”. Con esta filosofía nuestro activista consigue abrir las puertas de máxima seguridad de un régimen fascista y dar libertad a un par de compañeros.
La película tiene más de una secuencia en que se permite hacer “homenajes” a Fuga de Alcatraz, aquella obra que protagonizó Clint Eastwood en 1979 y que dirigió Don Siegel. Hay también una escena prácticamente calcada de Sueño de fuga de 1994, cuando un prisionero pone música clásica en el altavoz de la prisión simbolizando con ello que no hay nada más contestatario que la belleza.
Francis Annan, director de esta película, nació en 1984. Es un afrobritánico que escribió el guión de Fuga de Pretoria basado en las memorias de Jenkin. Y aunque la obra en general resulta atractiva desde el punto de vista comercial, desde el punto de vista artístico tiene esta falla: el director, tal vez por su juventud, se concentra más en una serie de tomas extravagantes que en dirigir a sus actores. ¿A quién le importa ver una toma imitando el punto de vista de una llave cuando entra en la cerradura? A los alumnos de la escuela de cine nada más. Al público en general le conmueve mucho más la actuación. Y la actuación, hay que decirlo, no está mal. Daniel Radcliffe lanza toda la carne al asador; al final, incluso, convence, pero no gracias al director quien en casi todas las escenas se olvida de sus actores y les permite decir sus diálogos como si estuvieran en un escenario teatral.
Francis Annan introduce además un par de chistes que a todas luces resultan fuera de lugar. Aún así la película interesa gracias a que entiende a la prisión como el encierro de nuestro entendimiento, esa caverna que nos impide apreciar la injusticia de un régimen infame como el Apartheid.
ÁSS