Juan Villoro me llama por teléfono. Me pide que le marque a Gabo y le eche una mano en su rito de paso al tortuoso mundo del cómputo personal.
Me causó sorpresa, pues a mediados de los años de 1980 apenas un puñado de habitantes de la aldea digital habíamos dejado atrás la vida analógica y nos deslizábamos de manera alocada, anárquica, hacia la vida numérica. En ese entonces muy pocos comprendían lo que estaba a la vuelta de la esquina, y quienes lo conseguían, se topaban con verdaderos arcanos.
Lidiar con los sistemas operativos de ese entonces era como intentar aprender arameo antiguo en un curso relámpago; meterse con los escasos programas a la venta (Lotus 1-2-3 y C-Palabras, por ejemplo) podía convertirse en una visita al purgatorio.
“Pero, al menos, es un purgatorio real”, comentó Gabo. Y siempre hay una combinación de teclas que te permiten regresar a la Tierra, agregué. García Márquez confiaba en mí, entre otras cosas, porque sabía que había sido yo becario de Bellas Artes bajo la tutoría del inigualable Augusto Monterroso.
Dijo algo así como: “Se sacó la rifa del tigre; tendrá que demostrarle que conoce al dedillo el mejor oficio del mundo (el del periodista) a fin de saltar a la cancha más vieja, la del cuentista”.
Gabo me agradeció la pronta llamada. Me confesó que estaba a punto de introducir el floppy en una ranura que conducía a las entrañas de la máquina. Cabe aclarar que se llamó floppy al primer “taxi” puesto a disposición del público. Se trataba de un disco blando en el que se vendía el software, o bien en el que uno podía almacenar y grabar información propia. ¡No existían los discos duros!
En pocos minutos Gabo dominó la bestia. Recuerdo que se puso casi eufórico, pues la farragosa necesidad de editar, que comparten el periodista y el novelista, ahora podía llevarse a cabo en forma casi instantánea, cosa imposible para la máquina analógica.
Me habló de algo más importante: su fascinación por la posibilidad, más cierta que nunca, de jugar con los tiempos de la realidad y de la ficción. ¿Llegará el día en que surja un mundo fingido, pero tangible para nuestros sentidos, que nos aleje cada vez más del presente tal como lo percibimos hoy y nos permita vivir otros presentes en un hiperespacio de mil dimensiones?
Los ingenuos dirán que semejante experiencia ya se da en los libros desde hace siglos. Podrán decir misa, y en latín, pues el autoengaño es una dulce ilusión. Gabo reconocía que, en un futuro no muy lejano, habría libros etéreos, en los que realmente podríamos escribir nuestra propia aventura a la potencia n.
En otra ocasión, café colombiano de por medio, le hablé de un cuento suyo que Monterroso nos había invitado leer a los becarios del INBA. “La otra costilla de la muerte” es el título de este cuento onírico, francamente surrealista, publicado por primera vez en el diario El Espectador de Bogotá, en 1948, y más tarde incluido en el volumen Ojos de perro azul; cuenta la historia de un hombre que divaga y sueña, hasta que comprende que lo único que ha estado haciendo es tratar de evadir, en vano, la muerte.
Gabo supo desde un primer momento que conocer experiencias mentales similares de primera mano, inventar diálogos jamás vistos entre la máquina y el humano, llevar a cabo ejercicios de divagación y ensueño, como lo había hecho en sus primeros cuentos, ahora en un entorno inédito, improvisando conforme la trama y el ritmo lo fueran exigiendo, era algo que no iba a dejar pasar.
Me consta que durante años escritores, artistas, incluso investigadores de ciencia, desdeñaron esta herramienta, hasta que no les quedó más remedio que subirse a la ola digital. Pero esto es anecdótico. La búsqueda de Gabo fue más allá.
Al igual que en el relato mencionado, las maldiciones heredadas del modo convencional de crear se estaban difuminando gracias al bálsamo tecnológico. “¡Jacob se había libertado irremediablemente de sus tobillos!”, escribe. No se piense que García Márquez era un panegirista de lo novedoso, simplemente vio una enorme oportunidad de potenciar su narrativa cortando los tobillos del viejo modo de escribir.
Era momento de combatir la maldición de la línea paterna ejerciendo el periodismo con las herramientas de la ficción y viceversa. Para eso podíamos recurrir a las enseñanzas de William Faulkner potenciadas por una máquina que todo lo convierte en 1s y 0s.
Mi deformación de químico me llevó a hacer notar su gusto por los aromas pungentes. Gabo entrecerró los ojos, me miró, amenazante: “Es cierto”, dijo sonriendo, “me atraen las sustancias que provocan el sentido del olfato”.
Sin duda, el flujo de conciencia faulkneriano constituye otro paralelismo del naciente mundo digital con los universos literarios donde los personajes son esclavos del autor, quien entra y sale sin pudor de sus cabezas.
Gabo estuvo de acuerdo en que cuentos como “Crónica de una muerte anunciada”, de hecho, la novela Cien años de soledad, fueron “actos premonitorios, desconcertantes”. Un día, en casa de Tito, nos contó cómo se le prendió el foco luego de reconsiderar lo que había de bueno en Las palmeras salvajes. Echó a la basura un montón de cuartillas y empezó de nuevo.
Le hablé de lazos, de vínculos que habrían de crearse en un nuevo mundo, un mundo valiente, decidido a generar una mente universal.
“¡Las cosas ya no deben entenderse como antes!”, exclamó él, en el momento en que se lanzó a surfear sobre las aguas del océano digital, “¡desde este instante hay que aplicar la lógica del pretzel, el lazo retorcido que se manduca!”
AQ