Muchas veces es difícil expresar el encuentro con un arte excepcional, pero lo que resulta indiscutible —e inevitable— es que el carácter superior de una obra lo percibimos inmediatamente. Nuestros sentidos se despiertan y se despierta nuestro interior y nos llenamos no sólo de ideas sino de emociones nuevas y desconocidas que no tienen nada que ver con los sentimientos de nuestra vida común y corriente. De pronto estamos en otro universo que no es sino lo bello y asombroso —otra vez en inesperada presencia—, aunque en el mundo contemporáneo sea cada vez más arduo decirlo de manera tan abierta y sin reparos.
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La pintura de Gabriel Macotela en su extraordinaria modernidad, en su conciencia de las transformaciones del arte del siglo XX, en su delicada composición abstracto geométrica de blancos/negros/color — desplegada en poliedros desdoblados—, en su gusto juguetón por brincar de la dimensión plana del pigmento en un cuadro al ámbito abierto del volumen de una escultura (pequeñita como un trenecito lopezvelardiano o enorme como un gigante con sombrero), ha desempeñado un papel fundamental en la creación plástica de la pintura mexicana de finales del siglo XX y principios del XXI.
Lo peculiar de la producción de Macotela tal vez estriba en el hecho de que nos puede parecer que su representación, esa maquinaria de formas puras, casi no varía por su constancia y por su reciedumbre tan convincente. Sin embargo, lo sorprendente es que sí varía y siempre está no sólo cambiando sino inventando nuevas naturalezas y nuevos paisajes, incluso nuevas aproximaciones al cuerpo y aprendemos que lo que era una refinada partitura abstracto geométrica deviene la fuerte estructura de una fábrica en un desierto montañoso o un barco en un astillero o la anatomía insólita de una ballena. Las simetrías sofisticadas y sutilmente metódicas han dado paso a los borrosos y contundentes fantasmas de la dura realidad concreta. Sin saber cómo, hemos regresado, a través de esa forma que varía sin variar, a la figuración, al realismo, al mundo que nos toca todo el tiempo. Esta transfiguración de las formas ocurre en el interior de la pintura, pero también sucede en el salto a otros materiales y técnicas (el acero, el cartón, el grabado...). ¿De dónde proviene este extraño don proteico de Macotela? Debe tener su origen en muchos sitios y debe tener una relación con vínculos insoslayables (entre otros, su maestro Gilberto Aceves Navarro), pero quizá podemos rastrear algunas huellas de ese principio en la entrevista que le hizo hace varios años su colega y amigo, Gustavo Monroy. En esa conversación Macotela explicó: “A mí me encantan los barcos porque de niño mi tío Walter me llevaba a Manzanillo. Era alemán, ingeniero de máquinas, entonces iba a los cargueros del puerto a ver los motores” (MILENIO, 24 de agosto de 2014). En este modo, como si dijera cualquier cosa, Macotela nos revela un secreto que no es sólo el amor al mar y a los barcos; que es, sobre todo, el encuentro, el sueño, el espejismo, la quimera de la geometría de la máquina invisible, el tesoro del interior de un barco. Yo no sé si sería bueno exagerar este recuerdo, pero no me cabe la menor duda de que en esta remembranza sí tiene sentido la biografía porque aquí vemos cómo lo impuro comienza a transfigurarse, primero en recuerdo, pero después en todo lo opuesto a la realidad, la inmensa pureza del arte, la máquina del mar, que podemos ver hoy en 70 años de Algarabía, en la galería del Seminario de Cultura Mexicana.
AQ