Cuando se acercaba el final del siglo XX, Gabriel Rodríguez Liceaga tenía dos aspiraciones: dibujar o hacer videojuegos. Por entonces, la escritura de ficción no era un destino palpable. Ni siquiera se había asomado en su horizonte. Pero una vida narrable, esa sí que la tenía.
Hijo del dueño de una cantina, Gabriel creció en Tepito. Se recuerda sentado en la barra leyendo poemas a los borrachos o lavando los vasos para los jaiboles. Se recuerda también saltando de azotea en azotea o jugando a las escondidas entre trabajadoras sexuales y puestos de fayuca. Nada en ese pasado tepiteño prefiguraba que, algunos años más tarde, este heredero del negocio de vinaterías de la familia se dedicaría de manera profesional a la literatura.
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Narrada así, a la ligera, la infancia de Gabriel disimula sus infortunios gracias al encanto que solamente otorga el tiempo transcurrido. En el universo de los adultos, sin embargo, pesaba la convicción de que un entorno de esa calaña no pronosticaba demasiadas esperanzas de porvenir.
Con más ilusiones que certezas, la familia partió entonces hacia el sur. Los Rodríguez Liceaga tomaron tierra en Coyoacán, en una época en que la Calzada de Tlalpan, todavía cercada por plantaciones, tenía un aire campestre difícil de imaginar en este presente de inmuebles verticales. Esa mudanza determinó la suerte del futuro escritor, que permutó a los beodos por los libros.
En esos días en que Gabriel atravesaba la avenida cuidándose del intempestivo paso del Tren Ligero, en el mundo comenzaban a popularizarse los teléfonos móviles —por entonces eran todavía enormes bloques negros, más parecidos a un radiador que a un celular. Algo de esa atmósfera anterior a la existencia de la mensajería instantánea —y no exenta de cierta nostalgia—, ocupa las páginas de La sombra de los planetas, la novela más reciente de Gabriel Rodríguez Liceaga (1980).
La trama se cuenta a través de dos narradores: Damiana y Santiago. Son los integrantes de una pareja que navega el atribulado siglo XXI, pero constantemente rememora su pasado como quien añora la ligereza de tiempos mejores. Es a través de sus respectivas ópticas que los lectores conocemos su historia de amor (porque sí, La sombra de los planetas es una novela sobre el amor). Al narrar su mundo interno, cada personaje nos permite, en un delicado juego de perspectivas, asomarnos a los pormenores de su contraparte: esos gestos sutiles que sólo se revelan ante los ojos de quien observa con la lente de un cariño moldeado por la convivencia.
El gran conflicto de la novela es una frustración compartida: Damiana y Santiago desean procrear, pero tropiezan con la esterilidad. A partir de ahí, la novela plantea cuestionamientos acerca de la búsqueda y conservación del amor. Sobre todo, acerca su pertinencia en una época tan mercurial.
“El entorno configura cómo amamos y cómo buscamos el amor”, dice Rodríguez Liceaga en entrevista con Laberinto. “Ha cambiado la forma en que tratamos de conocer al otro, pero al final de cuentas lo que importa en una relación es atemporal”.
Esa perspectiva del ars amatoria se palpa a lo largo de la novela. Damiana y Santiago sobrellevan las congojas cotidianas y se acompañan en ellas, pero se saben próximos a una insatisfacción irreparable. Para llegar a este punto, el escritor ha tenido que hacer un “corte de caja de lo vivido”. De esa manera ha podido dotar a sus personajes de experiencias distanciadas, aunque paralelas, con un dolor en común.
La aflicción, sin embargo, no es el ingrediente más abundante en las páginas de La sombra de los planetas. Lo es, en cambio, el humor. El libro está salpicado de momentos de comicidad que le confieren a la historia una ligereza pícara. Se trata de un tono deliberado. “Curiosamente, decimos que a los mexicanos nos da risa todo, que somos fiesteros y divertidos, pero nuestra literatura no supera al padre perdido. La mesa de novedades está repleta de dramones. En realidad vivimos en un delirio terrible. No todo nos da risa, pero tenemos la necesidad de estar satirizando todo”, explica el escritor, cuyo humor pretende “encontrar el aprendizaje a partir de la risa”.
Otro desafío para Gabriel fue delinear en primera persona la voz de Damiana, el personaje femenino. “Sé que no puedo escribir ni pensar como una mujer. Soy incapaz de tener un pensamiento afín al que tendría una mujer. Sin embargo, para eso es la literatura, para tratar de acercarse al corazón de la especie. Para mí fue un reto interesantísimo imaginar cómo piensa una mujer mexicana del siglo XXI. Si acaso me acerco a alguna comprensión del mundo femenino, es gracias al milagro de la literatura”.
“En ese sentido”, agrega el escritor, “la novela tiene polines fundamentales: mi editora, Eloísa Nava, y su equipo de puras mujeres. Les di un personaje femenino que tenía bastantes fragilidades y juntos trabajamos esa voz. Me da miedo encontrar una línea que deje claro que intenté una voz errada. Pero hay que escribir desde el riesgo, y también desde la comprensión y el cariño. Si escribimos desde la comodidad, nos volvemos escritores estacionados”.
ÁSS