Gabriel Zaid: la fundación de la poesía

Homenaje

Con su obra poética, el nonagenario autor se ha empeñado en despejar la fantasmagoría de las presuntas contradicciones.

Homenaje a la obra de Gabriel Zaid. (Luis M. Morales Campero)
José Homero
Ciudad de México /

Hay en la obra de Gabriel Zaid —y con este término comprendo su poesía y ensayo, doble hélice que determina su genoma autoral— una aparente contrariedad, una continua oposición, entre la poesía y la práctica, entre el saber y el poder, entre el tiempo y la eternidad, entre la palabra y el silencio, entre Dios y la persona … Proseguiría la enumeración, sin embargo, las parejas enunciadas bastan como ejemplos. Desde su primera intervención en la conversación pública, cuando invitado a leer sus poemas en el ciclo Poesía en el mundo, el 16 de septiembre de 1963 en Monterrey, en cambio presentó un cuestionamiento personal sobre el oficio de poeta, inquirió sobre la relación contradictoria del poeta con la ciudad –tema prestigiado por su raigambre platónica–, y de paso sobre la utilidad de la poesía toda vez que su evaluación es de actividad inútil. En aquellas conferencias que reuniría en La poesía, fundamento de la ciudad, que se transformaría en La poesía en la práctica, ya encontramos perfectamente trazadas las vías que encauzarán la reflexión de Zaid. Si en el origen de esta inquisición, en el sentido borgiano, había observado que la poesía no es negocio porque no se le considera importante, para su resolución propone una analogía indicando que “poesía” y “práctica”, más que oponerse, dimanan de la creatividad que es, esencialmente, inspiración:

Hay que ver la poesía en la práctica: en el mundo del trabajo y los negocios, del prestigio social y el poder político, de la ingeniería y las computadoras, de la vida amorosa y cotidiana.
La inspiración creadora no sólo hace versos: sopla y lo mueve todo. En ese movimiento, la práctica no es algo estrecho, mecánico y sin misterio, sino creación; y la poesía es práctica: hace más habitable el mundo.
Alguna vez lo músico fue todo lo inspirado por las musas, no una especialidad. Alguna vez poesía y práctica fueron sinónimos, con poca diferencia. Hacer cosas (productos, construcciones, escritos en prosa o en verso) era poieîn (de donde viene poesía). Hacer cosas (en el mundo de la acción) era prattein (de donde viene práctica). Desgraciadamente, la poesía se ha vuelto cosa de especialistas y como muy opuesta a la práctica. Pero hay poesía en todo hacer inspirado [1].

Zaid se ha empeñado en despejar la fantasmagoría de las presuntas contradicciones, que tal espíritus chocarreros se desvanecen cuando se percibe su intrínseca urdimbre. Si en su escritura ensayística se ha propuesto desmontar la doxa, el saber impostado que suplanta a la auténtica sabiduría, a menudo cartografiando los pasadizos que comunican el palacio del saber con las salas del poder áulico, en su poesía, la apuesta, el albur, ha sido encontrar la presencia en esos instantes privilegiados en que cesa la contradicción y se produce la experiencia extática.

Las orillas por las que discurre el artefacto verbal que es el poema son el lenguaje y el silencio, el tiempo y la eternidad —o el tiempo físico y el imaginario—, el movimiento y la quietud. No extraña por ello que remita a periodos en los que la realidad pareciera suspensa, hesitativa; por ejemplo, el crepúsculo, cuya luz declinante aún no asentada en sombras permite en su resquicio la apertura a la extrañeza:

      Hora extraña. No es

      el fin del mundo

      sino el atardecer.

      La realidad,

      torre de Pisa,

      da la hora

      a punto de caer.

      (“Reloj de sol”, 117) [2]

Y aun cuando a diferencia de otras poéticas —incluyendo las narrativas— no privilegie un intervalo, será más frecuente que esos momentos propicios al “momento de vida verdaderamente vivido”, diría Yves Bonnefoy, sucedan en la noche o el mediodía:

      Abre su plenitud

      callada, su misterio,

      la fábula del mundo.

      (“Nocturno”, 33)

Si para Heráclito —acaso quien primeramente planteó la entidad de los contrarios— el cosmos es una urdimbre de elementos contradictorios –así lo frío y lo caliente, la guerra y la paz– en constante fluir, para Zaid es una unidad articulada en orden y caos. Su poesía circula entre el orden y el desorden, una condición apropiada para una mente formada en el conocimiento científico sin menoscabo de su caudal humanístico. Como un eco de la concepción heraclítea, todo es aquí movimiento, transformación elemental: el viento agita las aguas; el agua se proyecta a las alturas y de nuevo desciende asegurando el ciclo. Notamos entonces que en este movimiento hay una unidad cósmica que recuerda al Libro de los cambios, el I King, pues en esta obra —nótese cómo no he dicho poesía— el cosmos es continuidad. En uno de sus mejores poemas, “Nacimiento de Venus”, encontramos la configuración de este movimiento y conjunción:

      Así surges del agua,

           clarísima,

      y tus largos cabellos son del mar todavía,

      y los vientos te empujan, las olas te conducen,

      como el amanecer, por olas, serenísima. (95: 124).

Versos de memorable eficacia, gracias a una sabia lección de métrica, la aparición del alejandrino —medida insólita en este corpus— cifra esa prolongación del movimiento, y en el cuerpo de la deidad nativa del océano confluyen las fuerzas elementales: “los vientos te empujan, las olas te conducen”. Incluso, en un prodigio de inspiración, el soplo del espíritu permite que percibamos en los cabellos húmedos una prolongación de las olas: la cabellera, sus caireles, se convierten en una imagen fónica del mar: “y tus largos cabellos son del mar todavía”. El poema entero configura una aparición que es en realidad espiración, surgimiento de un soplo, por ello el recurso, igualmente insólito, de los superlativos: “blanquísima”, “serenísima”.

Otro poema, “Maidenform”, corrobora esa presencia del movimiento como espacio que propicia la suspensión:

      Sueña que es desatada,

      que alza velas henchidas,

      que se desata el viento

      que desata las vidas. (95: 82).

Contrario a lo que asociaríamos a una vocación religiosa, la poesía de Zaid no ocurre fuera de este mundo, no acusa una nostalgia por la ausencia divina o anhela una salida a la mazmorra de la historia, sino que su acontecer es intrínseco a la mundanidad: un momento y un espacio específicos. Su ascendente es el pensamiento de Martin Heidegger para quien el ser se alumbra —iluminando— en el mundo, en el terreno de la historia, y no se concibe como una entidad anterior, trascendente, sino a partir del tiempo. Por ello, en “Agua rizada” leemos:

      El tiempo irrumpe cuando ya no hay tiempo.

      Te amo eternidad

      fugitiva. Dichosa interrupción: detente. (95: 114).

Y aun cuando en sus libros no encontramos huellas de esa influencia, en aquel ciclo de conferencias aludido, entre los libros en torno a la poesía que recomendó a su audiencia se encontraban “los escritos sobre poesía de Antonio Machado y Martin Heidegger” [3], de ahí que en sus versos percibamos mucho de esa intuición, del ser que se oculta y que no permite el develamiento, o que se sustrae coqueto en “Desfiladero”, por ejemplo:

      Pues tú, Dios displicente, no estás hecho para el hombre.

      Igual cierras el mundo que dejas ver su hermosura.

      Has enviado el soslayo, calamidad universal

      que nos impide ser ¡y todavía te escondes! (95: 50).

Habría que añadir, sin embargo, que esa alétheia, esta manifestación natural, tiene otra particularidad: acontece en el lenguaje. Por ello, aun cuando la revelación se dé sensorialmente, para su comprensión y asimilación, se requiere de la palabra: el ser sólo se refleja en el lenguaje, de ahí que el poema sea un territorio augural, fundante:

      Y sin embargo existes,

      comunión, y nos mueves

      en íntimas palabras

      que entretejen el mundo.

      (“Nocturno abandonado”, 39)

En una inversión que plasma el influjo de la doctrina personalista de Emmanuel Mounier, para Zaid no es el hombre quien busca reunirse con la divinidad, sino que esta es la que busca a su criatura. Así, encontramos pistas que remiten a la tradición cretense —fábula de Ariadna— o a los cuentos folclóricos: es el poeta quien da pistas a Dios para el encuentro y lo hace mediante versos —las sendas del bosque de Heidegger:

      ¿Y qué se hará la senda

     que te iba dejando,

      migas de mí, poemas,

      pistas para encontrarnos?

      (“Templo”) [4]

Sería pertinente, sin embargo, explorar cómo esta noción de la comunión mediante el diálogo, la palabra fundante, no se limita al lenguaje. Si “conversación” es un término clave en este pensamiento, debemos registrar que es otro término para denominar la confluencia, el encuentro entre dos cuerpos que a menudo no requiere del raciocinio sino de la corporeidad, como declara “Danzón transfigurado”:

      Tus pies hacen discursos de emoción.

      Todo tu cuerpo, brisa de inteligencia,

      de cuerpo a cuerpo, roza la discusión. (95: 105).

Idea en modo alguno ajena al cauce hermenéutico ya que la búsqueda ontológica es por principio un anhelo de realidad: la libertad, cuyo ímpetu recorre esta obra, debe darse en el mundo. Gracias a este soplo, este aliento, podemos asegurar que su lectura posee esa resonancia paulina de “revelación”. Volvemos de sus libros con ojos para ver más radiante la grama, percibir la danza subrepticia del polen, percibir más nítido el aire, más tierna la luz con piel de guaya.

Tendríamos así un ciclo: en el proceso dialógico —o dialéctico— de esta obra hemos transcurrido de la atribución demiúrgica al poema —credo ajeno a Zaid— a la ribera terrenal, otro nombre para la “práctica”. He aquí resuelto ese aparente dilema: la “practicidad” permitirá a la poesía lograr el ideal romántico de lograr una vida más plena.

Anima esta poética una tarea de arcaicas resonancias: negar la contradicción, trascender las apariencias y recordar la secreta unida de los opuestos. Conciliar la vida con el arte. El gran motivo romántico imbuye su empresa entera. Para encontrarse consigo mismo es necesario la aventura que es, esencialmente, ir hacia el otro: “Navegar/ navegar / Ir es encontrar”.

Por ello la importancia del encuentro: reunión, reconocimiento en otra persona; sólo se alcanza quien se pierde. Al desmontar las oposiciones y mostrar sus correspondencias secretas, el poeta también delata su credo personal. Liberación del simulacro y de la nostalgia del origen, la tarea crítica se revela indisociable de un proyecto de búsqueda espiritual: lo importante es aquello que trasciende. Y la trascendencia es la capacidad de transformarnos, de convertirnos en mejores seres humanos.

Estamos hechos para encuentros felices. Si hay algo así como una gravitación universal de la Creación a ser más, actúa a través del hombre en la faz de la tierra: la zona que requiere su lectura. Vivimos fatalmente en la Creación: sumidos ciegamente en su mecánica abstracta o ejerciendo físicamente la lectura que “da lugar” a nuestra libertad creadora y aumenta la Creación. (93: 95)

[1] “La poesía en la práctica”, en Ensayos sobre poesía de Gabriel Zaid, El Colegio Nacional, México, 1993, p. 13 s/n.

[2] Todas las citas de poemas, con una excepción —ver nota 4—, corresponden a Reloj de sol, Gabriel Zaid, El Colegio Nacional, México, 1995.

[3] La poesía fundamento de la ciudad, Ediciones Sierra Madre, 1963. p. 12.

[4] Cuestionario: poemas 1951-1976, Fondo de Cultura Económica, 1976, p. 62

ÁSS

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