Jorge Luis Borges apunta en el quinto apartado, “Poesía”, de sus Siete noches: “Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros. Esto nos lleva a la definición platónica de la poesía: esa cosa liviana, alada y sagrada. Como definición es falible, ya que esa cosa liviana, alada y sagrada podría ser la música (salvo que la poesía es una forma de música). Platón ha hecho algo muy superior a definir la poesía: nos da un ejemplo de poesía. Podemos llegar al concepto de que la poesía es la experiencia estética: algo así como una revolución en la enseñanza de la poesía”.
Borges opinaba que el azar no existe, solo ignoramos la compleja maquinaria de la casualidad. Gabriel Zaid abre así su breve ensayo “Cómo leer poesía”: “No hay receta posible. Cada lector es un mundo, cada lectura diferente. Nuevas aguas corren tras las aguas, dijo Heráclito; nadie embarca dos veces en el mismo río. Pero leer es otra forma de embarcarse: lo que pasa y corre es nuestra vida, sobre un texto inmóvil. El pasajero que desembarca es otro: ya no vuelve a leer con los mismos ojos” (Ensayos sobre poesía, El Colegio Nacional, 1993). Con la imagen del traslado, la corriente y el lector a bordo, Zaid no solo ofreció otro ejemplo de poesía, sino que le dio forma a la experiencia estética.
Leer un buen poema, en efecto, nos devuelve la primera impresión de un mundo que habíamos desatendido. Reconstruye una vivencia o resucita emociones extraviadas, la poesía inspira contemplación. ¿Pero qué sucede al escribirla? ¿Al traducirla?
Gabriel Zaid también brinda una respuesta. En Poemas traducidos (El Colegio Nacional, 2022) lo hace con sus versiones de Voltaire, Po Chu Yi, William Shakespeare, Geoffrey Hill, Paul Celan, Janos Pilinszky, Richard Garcia, Georges Bataille, Jan Zych, Fouad El–Etr, Dorothy Parker, Nerval, Safo, Wislawa Szymborska, Zbigniew Herbert, Vidyápati o Fernando Pessoa, y con sus traslaciones de la poesía indígena del Norte de México. La ofrece, de igual manera, con las traducciones al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, sueco, checo, holandés, griego y japonés, que, a lo largo de más de cinco décadas, hicieron de sus poemas de Reloj de sol y de otros textos más. El resultado es una fascinante travesía por los prodigios del lenguaje, el sortilegio de la palabra, el encanto de un verso y sus invocaciones.
De la inspiración original a la transcripción de George McWhirter o de Émile y Nicole Martel, de Jean–Clarence Lambert, Daniel Hoffman o Silvio Persivo (algunos de sus intérpretes al inglés, francés y portugués), los poemas de Gabriel Zaid preservan su condición alada, sagrada, su preclara liviandad, aquello que no se aprecia en su compleja erudición: “Tanto en Lucrecio como en Ovidio la levedad es una manera de ver al mundo fundada en la filosofía y en la ciencia: las doctrinas de Epicuro para Lucrecio, las doctrinas de Pitágoras para Ovidio (un Pitágoras que, tal como nos lo presenta Ovidio, se parece mucho a Buda). Pero en ambos casos la levedad es algo que se crea en la escritura, con los medios lingüísticos propios del poeta, independientemente de la doctrina del filósofo que el poeta declara profesar” (Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio).
Poemas traducidos llama a la revelación inicial de la no por breve menos intensa escritura de Zaid frente al espejo de otros idiomas en los que, como la obra primigenia, la poesía se torna una sutil navegación de la que el lector desciende convertido en otro.
AQ