‘Gagarine’: la soledad de los marginados

Cine

Dirigida por Fanny Liatard y Jérémy Trouilh, la cinta muestra la fragilidad de un mundo que, sin embargo, representa posibilidades.

Alseni Bathily en 'Gagarine'. (Totem Films)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Multifamiliares. Suelen asociarse con pobreza y hacinamiento, con una modernidad que dejó atrás lo específicamente humano. ¿Puede haber belleza en esta suerte de conejeras? En películas como El odio, dirigida por Kassovitz en 1995, el multifamiliar es hermoso más bien por el drama humano que se cocina en él, por las relaciones improbables que terminan por establecer los muchachos sin futuro que vagan por estos edificios mal iluminados. ¿Será posible ir más allá? ¿Presentar al multifamiliar como el sitio de una nostalgia infantil? ¿Crear el sueño de un muchacho que mira en estos muros olorosos y despintados todo lo bello de esta vida? ¿Será posible comparar las vistas de un multifamiliar con el cosmos, lleno de estrellas y planetas de paisajes fantásticos? De este tamaño es el reto que se plantean los directores Fanny Liatard y Jérémy Trouilh en Gagarine, una entrañable película que se exhibe en Mubi.

Para lograrlo ha sido necesario que los cineastas, con ayuda del guionista Benjamin Charbit, consigan transmitir el espíritu del complejo habitacional Gagarine (escrito así, con “e” como se translitera en francés el apellido del cosmonauta ruso Yuri Gagarin). Y con la situación del mundo la cosa adquiere, poco a poco, su actualidad. Porque esta película se atreve a recordarnos el ideal soviético de una vida perfectamente planificada, una vida en que (según la utopía) nadie desearía más de lo que tiene y en la cual los obreros regresarían de sus fábricas a tiempo para jugar con sus niños en parques y guarderías.

Todos sabemos en qué terminó aquel sueño. Pero hay en esta película un muchachito de dieciséis años. Desciende de migrantes africanos y ha sido abandonado por una madre que le regala dinero para lavar su conciencia. Yuri ve en estos edificios maltrechos el punto de anclaje que le permite defenderse de la soledad y la locura. Con la esperanza de que algún día podrá reunificar a su familia en este edificio en el que Yuri, de niño, soñó con ser cosmonauta, él atisba con un telescopio. Y mira los edificios sórdidos con la curiosidad de un alienígena que descubre asombrado la existencia de seres humanos. Entre ellos hay, claro, un par de amigos y una hermosa muchacha romaní que termina por enamorarse de la fragilidad de este chico que por fuera parece tan recio y viril. Los marginados vuelven a las andadas.

Y gracias a Gagarine conocemos el paisaje interior de estos migrantes que a menudo la prensa occidental tacha de “salvajes” e “incivilizados”. Atisbamos el cosmos de estos que no son blancos, que vienen de países en los que no existe el “sueño democrático” con el que ganó la guerra el Tío Sam. Este hecho, explorar el mundo íntimo de semejantes desheredados no implica que de forma automática Gagarine consiga hacernos creer que el multifamiliar sea tan hermoso como lo ve su protagonista. Para ello es necesario algo más: el arte del cine.

La película tiene un diseño sonoro espectacular, un montaje que aprendió bien los trucos de la escuela soviética y un uso del color que permite, en efecto, que el espectador mire estos edificios con curiosidad y afecto, como pedía Whitman, y no con el desprecio de quien ve en esta gente al futuro narco, al desempleado, a la chica que se hará prostituta. Sí, Gagarine lo consigue. Es hermosa. En esos pasillos sórdidos recrea un cuento de hadas en que se unen el espíritu hollywoodense de Steven Spielberg con el anhelo social de autores como Ken Loach o los hermanos Dardenne.

Gagarine

Fanny Liatard, Jérémy Trouilh | Francia | 2020

AQ

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