A Héctor Iván González
A Julia Santibáñez
La sorprendí admirada de bugambilias y colibríes. El calor le sentaba bien. Le gustaban las nieves de sabores, la de mango y la de guanábana le parecían una delicia. De cuando en cuando abandonaba el whisky para tomar tequilas. Mezcal no, pues le abrumaba con jaquecas matutinas. Le compré unas arracadas de plata que lucía como regalo de la primavera. Su cuello, para besar cuando el cielo era azul y la noche oscura. También sus piernas y su vientre. Caminábamos por las empinadas calles y por las tardes regresábamos a su hotel a contemplar la puesta del sol. Intentaba, entonces, descifrar el paisaje: “una nube azafranada”, “rayos de luz en abanico”, “la moneda del sol, la montaña alcancía”, “la dramática oscuridad, su perfil de miedo y de tentadora noche”. Tomaba apuntes y lo anotaba todo en una libreta pequeña, de pastas duras y negras. Piel de topo, la marca. “Mi libreta de reportera”, decía.
La descubrí un día en la terraza del hotel Marik, en el centro de Cuernavaca. Fue Alfonso Reyes quien me la hizo notar. La belleza indudable y su orgulloso porte de solitaria. Lo hizo a su manera de eterno poeta, con graciosos versos:
A quien ya no presume de galano
y empieza a descender al precipicio,
otórgale la prez del veterano
que con razón rehúsas al novicio:
déjame que te tome de la mano
mientras con la mirada te acaricio.
Alfonso Reyes estaba viejo y, además, enfermo. Sesenta años de agotador ejercicio de las letras y de una honda pena, la de su padre, muerto como traidor a las puertas del Palacio Nacional.
—¿De qué murió su padre? —le pregunté.
—De ametralladora, doctor…
Sufría del corazón: cuatro infartos; el último, tras ver una película en el cine Metropólitan. Sufría además de ahogos, murmullos y arritmias, que lo postraban al descanso y la meditación. “Tengo sobresaltos de la sangre”, aseguraba, en su peculiar lenguaje de literato. “Mi corazón, urna rota, pobre jarrito rajado”, se lamentaba. Isquemia miocárdica, el verdadero diagnóstico. El fantasma por todos lados de la trombosis coronaria.
—Me llaman el mexicano universal. ¡Qué va! ¡Soy el paciente universal! —y se reía.
Yo le procuraba consuelo: algunas pastillas, una dieta sin sal, poco alcohol y palabras tranquilizadoras de médico.
Estábamos en la terraza del Marik y Alfonso Reyes volteó de nuevo a verla, interesado en su contorno de hembra.
—Parece viuda en resaca —dijo con su sonrisa que no ocultaba resonancias pícaras.
Martha Gellhorn, se llamaba. Por aquel tiempo me era sencillo abordar mujeres. Tenía toda la vida y todas las desilusiones por delante. Ya no era un joven, pero a mis treintaitantos me mantenía soltero. Además, mi aspecto era atildado, despreocupado por el dinero y atrevido. Con las extranjeras más, pues eran libres, una mayor y prometedora manera de cumplir con nuestros arrebatos y anhelos de hombre, lo que se dificultaba con las mujeres de nuestra estirpe. Mi profesión me ayudaba. También, vivir en Cuernavaca. Alfonso Reyes decía que ahí, por sobre la población local, flotaba “la nube exótica del party, el cabaret y el cocktail”.
—Cuernavaca es una fiesta —aseguró ella.
Fui todo caballerosidad. La caballerosidad a la mexicana que tanto gusta. Maneras suaves y palabras elegantes. Una virilidad pausada aunque evidente. Le invité un daiquirí y Martha Gellhorn aceptó con apenas una coqueta inclinación de cabeza.
Bebimos toda la tarde. Compartimos nuestros carnavales de congoja y de contento, anglosajón el de ella, latino el mío, buena combinación si se trata de conversar y de juntar pieles en una cama. Hablábamos lo mismo en inglés que en español. El suyo, un español castizo plagado de coños, voces fuertes y evidentes siseos.
—Cubrí la Guerra Civil Española —informó. Lo hizo con la naturalidad de quien dice que va a comprar cigarros a la esquina. Le dio dos tragos seguidos a su daiquirí y agregó, ahora sí con una mueca de dolor y desdén dibujados en el rostro: —¡España, un país demasiado hermoso para que los fascistas sean sus dueños!
Se hizo de noche y los mosquitos comenzaron a dar lata. La acompañé a su habitación en lo alto del Marik. El alcohol nos hacía subir alegres y titubeantes las escaleras. Yo ansiaba retozar en su piel. Martha Gellhorn me detuvo en la puerta.
—El amor es una especie de sadismo que no pretendo entender —dijo. Me dio un beso en la boca y cerró de un portazo.
No supe más de ella. Dejó el hotel y marchó quién sabe a dónde. Alfonso Reyes me reconvenía:
—Llorar por una mujer ajena o fantasma es un afán ocioso…
A ratos, Alfonso Reyes marchaba a la capital en virtud de sus responsabilidades como Académico de la Lengua, y a ratos, se apersonaba en Cuernavaca, dulce retiro ante los desalientos de la vida. “En Cuernavaca”, decía, “se hamaca el ser en filosófica mesura”. Yo atendía a mis enfermos y él escribía con parsimonia una versión libre de la Ilíada. Nuestra consulta, como siempre, ocurría en la terraza del Marik. Le tomaba la presión, escuchaba sus latidos, me mostraba la lengua y revisaba sus ojos. Una vez que guardaba en el maletín mis artilugios de médico, conversábamos de lo que nos viniera en gana.
—Así que eres Homero en Cuernavaca…
Alfonso Reyes sonreía, lo hacía con su eterna cara de niño cachetón y regiomontano, agradecido de haber sido descrito de tal manera.
—Y tú, Galeno en Cuernavaca.
En un alarde de ego y alegría me mostraba sus últimos trabajos de poeta.
“Guerrero de opereta y de chiripa”, así llamaba a Paris. “La soberbia de Aquiles resplandece y el viento gime con la luz de Helena”.
Se mostraba entusiasmado con sus avances, también quejumbroso y melancólico. “Somos luto, afán y amargura”, decía, desilusionado de la vida y de su obra. Estaba en Cuernavaca y ni así se quitaba la boina o el saco de pana. Otro día me regaló, de su puño y letra, firmándolos al final, para que no cupiera duda, unos versos, los que dicen:
Mas queda otro sendero todavía
que purga la codicia y la miseria:
la ruta vertical, la poesía.
Fue Alfonso Reyes quien me dio la noticia:
—El amor no conoce más victoria que disfrutar de la dicha transitoria —así me recibió, con un abrazo, para luego agregar: —La he visto, la he visto, a tu rubia, a tu viuda con resaca, a Martha Gellhorn…
Tres meses o algo así habían pasado desde aquella tarde de daiquirís en la terraza del Marik. Volví a verla ahí, al pardear la tarde, acompañada de una criatura. Un niño de estatura breve y de mirada recelosa.
—Es Sandy —me lo presentó—. Mi hijo.
Martha Gellhorn había viajado a Italia para adoptarlo. Un huérfano de guerra. Su padre, muerto en algún frente de batalla; su madre, en un bombardeo de los aliados. Tenía año y medio. Fue en Pistoia, en un orfanatorio, donde lo adoptó. Se llamaba Alessandro y ella le decía Sandy. Era regordete y rubio. El cabello igual de leonado como el de ella. Lo traía vestido solo con una camiseta, con el pizarrín al aire.
—Aconteció el milagro. Yo encontré al pequeñito, pero la verdad él me encontró a mí. Lo vi levantarse de puntitas y sonreírme. Sandy fue quien me adoptó. Si tengo un amor que dar, se lo daré a él. Le contaré chistes y le daré leches malteadas. Lo enseñaré a ser libre y a ganarse los centavos de manera decente.
Seguía siendo bella a pesar de ese alarde de maternidad.
—Busco casa. ¿Puedes ayudarme? —preguntó.
Fue sencillo. La ayudé a instalarse. Fue en la calle del Parque. Una casita de color blanco con un pequeño jardín amurallado. Una jacaranda en una esquina y muchas bugambilias. Desde ahí podía verse la sierra del Tepozteco, con su geografía que, según Alfonso Reyes, recordaba a “indostánicas pagodas”.
—Soy feliz aquí —me dijo Martha Gellhorn.
Frecuenté su casa y su sonrisa. Cargué a Sandy y la vi escribir cartas. No lo hacía a mano sino a máquina. Le escribió a una amiga: “Cuernavaca está en un valle donde nada pasa, donde la gente simplemente vive, donde hay sol y la lenta quietud del día a día”. Bebimos whiskies y tequilas.
—Hay dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas en Cuernavaca. ¡Vamos a conocerlas todas! —se entusiasmaba.
Una ocasión, cuando llovía a cántaros y cultivábamos una plácida borrachera, me habló de él, de Hemingway.
—El amante incómodo —dijo—. Imagínate un cerdo, y tendrás su retrato. Un día me dijo: “Me casé contigo para copular y para que barras la casa”. ¡El muy bastardo!
Compré Por quien doblan las campanas, que está dedicado a ella. Sentí celos y una punzada en los andamios de mi vida cotidiana. Ver enfermos no nos cura, igual que amar no nos protege de nada.
De cuando en cuando, en el jardín, de paseo por la ciudad, o en su cama, volvía a aparecer la punzada:
—Ocho años de mi vida, desperdiciados. Me decía: “tú eres esposa, no escritora”. Me hizo firmar un contrato pre-matrimonial. No podía dejarlo solo por más de una semana. ¡Y escribir mis propios libros, imposible! Todo era él, ¡él! El gran Hemingway.
Una vez, por completo desnuda en el jardín, me habló de otros hombres: H. G. Wells el escritor de La máquina del tiempo, un periodista francés de nombre Bertrand de Jouvenel, y un militar, James Gavin, el general más joven de la Segunda Guerra Mundial.
—Saltaba en paracaídas. Le llamaban el General Saltador y era endiabladamente guapo. Andaba conmigo y con Marlene Dietrich. “Te gustan las alemanas feas”, le dije al enterarme. Le di una bofetada y salí de Berlín en el primer vuelo.
Estaba acostada sobre una toalla blanca, indiferente al pudor y al recato, roja de la piel. Yo llevaba varios días con la idea de casarme con ella. Era tiempo de sentar cabeza. No era pasión lo que sentía. Martha Gellhorn no era buena en la cama. Hay mujeres así. Vuelven locos a los hombres, y una vez que se las conquista, hay algo que falta. Entrega. Generosidad. Química. Lo sentí al verla desnuda en el jardín. La deseaba, pero ella, fría, solo deseaba broncearse. Siempre deseaba algo más. Viajar y no hacer el amor. Escribir y no hacer el amor. Contemplar la lluvia y no hacer el amor.
—Soy una mala amante, lo reconozco —dijo una de esas noches en que notó mi desconcierto de hombre—. Te cojo porque tú lo necesitas, no yo. Siempre he cogido así. Es como si tuvieras hambre y te diera un trozo de pan. Yo nunca tengo hambre.
Lo acepté, no sin desconsuelo. Amar es así. Amaba su belleza, amaba su acento, amaba la forma como tundía las teclas de su máquina de escribir, amaba sus pies, amaba nuestros paseos, amaba que me contara de sus aventuras en la guerra, amaba sus borracheras, amaba sus ganas de vivir, amaba su no monotonía, amaba que Hemingway le hubiera dedicado un libro, amaba que me dejara estar en su vida. Galeno en Cuernavaca. El amor, aún sin desenlace, en Cuernavaca.
Le pregunté, para tantear el terreno, su opinión sobre el matrimonio.
—Es estar en Alcatraz o en Sing Sing; o en Nuremberg, en los juicios contra los nazis. El matrimonio es como una atrocidad de guerra. El matrimonio es fascista. El matrimonio es nazi.
Nueva punzada. Se cerraban los caminos. Cambié de tema. Le conté de un nazi que conocí en Cuernavaca.
—Llegó a atenderse demasiado tarde. El cáncer lo consumía. “No permitiré que el cáncer me mate”, dijo convencido. Me mostró una caja de cerillos. Sacó dos cápsulas de un material dorado. Un polvo blanco se movía dentro de ella. “Es cianuro”. Abrió una de las cápsulas y sacó una ampolleta de cristal. La miró con agrado. “Yo escogeré mi muerte”, dijo. “¿Quiere usted escoger la suya?”, y me regaló una de las cápsulas. Se mató a los tres días. Jamás pregunté su nombre.
Martha Gellhorn se mostró interesada en la cápsula. Al día siguiente se la llevé, para que la viera. La cápsula era de bronce. Estaba fabricada en Hamburgo y en la base tenía la doble ese de las fuerzas de élite alemanas. Ella leyó el lema: Meine Ehre heißt Treue, y lo tradujo: “Mi honor es mi lealtad”. Lloró. Había sido de las primeras en entrar al campo de concentración de Dachau. Lo hizo el 7 de mayo de 1945, el día de la rendición de Alemania.
—Eres doctor y tal vez estés acostumbrado a la muerte, pero no al infierno. Dachau era el infierno. No había vivos, todos eran esqueletos. De ellos emanaba un olor a enfermedad y a tumba. Nos miraban y no se movían. Ninguna expresión en su cara. Solo su piel amarillenta pegada al hueso. Todos hombres y mujeres alguna vez, y ya no lo eran. Algunos lloraban. No era llanto, sino un lamento profundo y desesperanzado, como si no creyeran del todo que fuéramos reales y que estábamos ahí para salvarlos. Éramos inexistentes, acaso parte de una pesadilla disfrazada de bondad. El fascismo mata. Créeme, lo hace de maneras inimaginables…
Le ofrecí mi pañuelo para limpiarse las lágrimas. Continuó.
—La guerra es el infierno. La objeto desde siempre. Soy su crítica de conciencia. También del ser humano. Al diablo con la humanidad. Es un asco. Por eso estoy aquí, en México, en este Edén, en Cuernavaca. Lo único que anhelo es pensar en cosas bellas, asolearme junto a una alberca, tomar malteadas de chocolate…
Me pidió conservar la cápsula de cianuro y no puse objeción. Por la tarde fuimos a comer cecina a Yecapixtla. Regresamos al Marik a beber unos tragos, la dejé en casa de unos amigos gringos. Nunca me sentí cómodo en ese ambiente, siempre me sentí y me hicieron sentir un intruso. Cada vez que podía, me disculpaba por no poder acompañarla. Ella también se sentía a disgusto. Los encontraba fatuos y petulantes. Hablaban del mundo como si les perteneciera. Algunos se decían de izquierda, simples izquierdistas de salón. Otros, le hacían el feo. Les disgustaba su pasión al hablar de la República española y el socialismo. No por nada el FBI la tenía catalogada como una peligrosa comunista. El senador Macarthy y su cacería de brujas le tenían puesto el ojo. Por eso Martha Gellhorn estaba en México, porque el gobierno de Estados Unidos le tenía prohibida la entrada a su propio país. “Mis compatriotas”, me confió en alguna ocasión, “son fascistas disfrazados de demócratas”. Aún así, le hacía bien hablar inglés, beber bourbon y entretenerse entre los usos y costumbres de los suyos.
Yo estaba enamorado de ella. Amarla era lo más natural del mundo. Era bella y con una inteligencia superior a las demás mujeres. No era amarga sino divertida. La vida le parecía una basura, sí, pero había que vivirla. Y sonreía. Quería probarlo todo, viajar a todas partes, dedicarse a vivir con dignidad y pasión, mientras estuviera viva.
—Estamos perdiendo la batalla, siempre estamos perdiendo la batalla. Hay que luchar de todas formas…
Al igual que yo, muchos se enamoraban de ella. Tenía sus enamorados entre los gringos que vivían en Cuernavaca. Le llamaban “la bella comunista”.
—Diego Rivera se enamoró de mí…
Le hizo una entrevista. Lo encontró en el Palacio de Cortés mientras pintaba sus murales. Martha Gellhorn subió al andamio y empezó con las preguntas.
“¿Qué hizo en París?
“Hacerme pendejo”, fue la respuesta.
Envió la entrevista a Colliers. La acompañó de una foto donde aparecía junto a Diego Rivera y Frida Kahlo. Estaban cada uno de pie, muy serios, en el escalón de una escalera.
—De no ser por Frida, que no lo dejaba ni a sol ni a sombra, Diego me hubiera llevado cargando a su alcoba…
Yo sufría mis celos y mi amor con actitud digna. Me bastaba estar a su lado para darle sentido a mis andares de hombre. Fue una época feliz. Subimos juntos hasta la pirámide en la punta del Tepozteco, la llevé a conocer el puente colgante de Tehuixtla, nadamos en Agua Hedionda, paseamos por el Jardín Borda, comimos helados y chapulines, bebimos todas las cervezas, todos los whiskies, todos los tequilas y todos los rones. Hicimos el amor a su manera, nunca totalmente entregada, siempre distante, fría, como si temiera involucrarse demasiado en los secretos de la piel o del corazón. Me gustaban sus vestidos, en particular uno amarillo sin adornos y otro negro ajustado y elegante, con los que desafiaba el calor, la brisa y las miradas de los curiosos a sus hombros y a sus piernas. Estaba mal de dinero. Debía pagar la renta de su casa, a María la sirvienta, a una nana que le hablaba a Sandy en inglés y los gastos cotidianos de la existencia. Sus ahorros se esfumaban.
—Quiero, además, un jeep. Lo deseo tanto como un amor desesperado. Un jeep para ir de arriba a abajo en el mundo —dijo, imposible saber si mentía o decía la verdad.
Ofrecí prestarle dinero y se negó. No quería deudas y mucho menos con hombres. Se le ocurrió, entonces, ganarse la vida como escritora. No las historias que siempre quiso escribir sino las que todo mundo quería leer. Se puso a escribir novelitas rosas.
—Mis “bilgers” —se congratulaba, aún divertida por su hallazgo.
Mi inglés no era malo, me defendía, Cuernavaca era un lugar privilegiado para entenderse en otro idioma con extranjeras, diccionarios de cama, les llamaba, pero eso de bilgers me superaba. Ella explicó y yo creí entender. Artimañas, copias malas, remedos, una forma de llamar a la literatura cursi, eso eran sus bilgers.
Escribió uno en dos días. Se obsesionó. No durmió y apenas me hizo caso para escribirla. Yo cuidaba de Sandy mientras tanto, o mandaba traer la comida o atendía en mi consultorio a mis pacientes. Terminó su bilger, lo mandó a una revista, Good Housekeeping, y la aceptaron de inmediato. Lo mejor, le pagaron buen dinero. Quinientos dólares. Una pequeña fortuna. Era paradójico, con sus bilgers le iba mejor que con cualquiera de sus reportajes o entrevistas.
—Lo reconozco: soy una puta de la literatura —dijo con alegre desdén—. Y espero tan solo disfrutar de este dinero antes de que un rayo me parta.
La protagonista de ese primer bilger era una norteamericana bella pero inocente, abrumada por un espíritu sin duda romántico, de paseo por Italia. Se enamoraba al mismo tiempo de un rico empresario y de un guapo gigoló. Había besos a escondidas entre las ruinas romanas. Lindas borracheras con vino a la luz de la luna. Innumerables cartas que invitaban al sonrojo. El final, en Venecia. El amor que vencía todas las pruebas. La riqueza y la hermosura como sinónimos de felicidad. Me dio a leerlo. Lo hice con rapidez, apurado por mi ternura hacia ella. Nada en verdad que valiera la pena, solo su destreza para pergeñar tales relatos de la sencillez y las almas azucaradas.
—El secreto de escribir: usar solo puntos, no comas. Me lo dijo H. G. Wells —y remedó su voz, cargada de un fuerte acento británico—: “Si escribes así, todo lo que escribas, incluso lo malo, parecerá bueno”.
Escribió más. Lo hizo con diligencia y profesionalismo. También, con el dinero en mente. El Saturday Evening Post la contactó para pedirle una de sus historias románticas. Setecientos dólares le ofrecía. Martha Gellhorn se puso a tundirle a su máquina de escribir. Así fueron saliendo más bilgers. El pirata que salvaba a la rica heredera española, un choque de trenes donde la heroína era salvada por un guapo escritor, una norteamericana que iba a España a luchar contra el franquismo.
—Tengo otra historia —me guiñó un ojo—. Es la de un guapo médico mexicano que seduce a una bella norteamericana y la lleva por un pasadizo secreto a conocer a sus ancestros, valientes aztecas que viven en una cueva bajo el Tepozteco…
Me sonreí.
—¿Puedo usar tu nombre? Me encanta tu nombre: Arturo Díaz Vigil —lo saboreó, y tras hacerlo, me dio un beso—. Mi protagonista es moreno y guapo, como tú. Imperturbable y bondadoso, como tú. Tendrá tus ojos y tu voz. Ya tengo la primera frase: “En cada viaje, un amor…”
Bebimos vino tinto y terminamos desnudos en su cama. Si alguna vez se entregó, si alguna vez fue ella misma, enamorada, fue esa ocasión. La guardo en mi memoria como el recuerdo de una buena travesura o el olor de un guiso cuyo deseo de volver a saborear nos acompañará siempre.
Se levantó desnuda, sus exquisitas caderas me fueron expuestas por un guiño de la luna a través de la ventana, igual que sus senos, maduros, blanquísimos y erguidos. Tomó un libro del estante.
—Es tuyo —dijo—. Si compartimos cama también podemos compartir fracasos.
Se acurrucó en mí. Estaba algo tomada, el vino demasiado metido en algunas tristezas del alma, si no, no lo hubiera dicho. Esto fue lo que dijo:
—Hem —se refirió así con familiaridad a Hemingway—, una vez dijo que yo tenía la ambición de Napoleón pero el talento de una tonta colegiala. El hijo de puta. Le apestaba la boca. Su aliento era el de una selva podrida. Que esté gordo, gordísimo, eso le deseo. Gordo como un cerdo. Que dios lo castigue llenándolo de lonjas y cachetes, al marrano. Que se convierta en un tonel de grasa. Eso sí que le pegaría en su grandísimo ego…
Me dio el libro. Era una novela. The Wine of Ashtonishment, su título. Martha Gellhorn, su autora. Su protagonista, Jacob Levy, está encerrado por los nazis en Dachau. Una historia de sobrevivencia sin final feliz.
No hablaré de sus méritos literarios. Si los tiene o no, que sean otros los que juzguen. Yo soy médico. Sé de enfermedades, no de libros. Su dedicatoria es lo que tiene valor. A la hora de dármelo, ya la había escrito. Un gesto que aún me conmueve. Martha Gellhorn sin máscaras. Escribió en español:
“En cada viaje un amor. Y tú eres mi amor mexicano, Arturo Díaz Vigil”.
Un recuerdo agridulce. Martha Gellhorn no tardó en marcharse de mi vida. Sus bilgers le dieron dinero. Lo utilizó en abogados que le facilitaron su regreso a Estados Unidos y los papeles para legalizar a Sandy como hijo suyo ante las autoridades norteamericanas. No se compró el jeep. Tampoco la casa de Cuernavaca donde vivía. Un día se marchó. Lo hizo sin avisar. María, la sirvienta, notó mi sorpresa, acompañada de una súbita tristeza e incomprensión que apenas y domeñé para no ponerme a llorar como un niño de brazos. Me entregó un sobre. Dentro, una carta, su letra, sus palabras:
“Mi amor mexicano.
“La palabra hogar no es más que una entrada en el diccionario. Podría decir que también el amor, pero estás tú y mentiría. Sucede, lo has notado, que hay dos mujeres en mí. La menos fuerte, la sentimental, que anhela la compañía amorosa de otro ser humano. Esa la has gozado tú, es tuya y te pertenece. También está la otra, la que esculpo día a día, que rechaza ese anhelo. Es una mujer dura, si bien indispensable, tan útil como la dignidad de vivir esta vida, que se rige por una sola regla: no compartirse con otro Ella es quien es y no necesita de alguien más. Llámalo egoísmo, llámalo tontería, llámalo como quieras. Soy una mujer que se quiere así, indomable, sin domesticar, inhumana. Desde niña me han querido poseer, nadie ha podido…”.
Su despedida me dolió. Fue una canallada más de la vida. “¡Martha Gellhorn!”, la llamaba. Una vez lo hice, a todo lo alto que mi voz lo permitía, a las faldas del Tepozteco, mientras ella, olvidada por completo de mí, emprendía nuevos viajes y nuevos amores. Por algún tiempo le seguí la pista. Sus reportajes, sus libros. Escribió una novela sobre México. The Lowest Trees Have Tops. Busqué mi presencia en sus páginas y no la hallé. Se centraba en la mediocridad de los norteamericanos que vivían en Cuernavaca, en la descripción constante de bugambilias y flamboyanes y en un folklorismo que me pareció cursi, como salido de uno de sus bilgers. A nosotros, los mexicanos, nos llamó “indios vestidos a lo Huckleberry Finn”. A mi tristeza se le aunó la decepción.
Alfonso Reyes me llamó a la cordura. Mujeres hay muchas, su razonamiento. “El hombre está hecho para la pluralidad en la cama”, informaba con la sabiduría del docto y del pícaro. Me alentaba divertido a golpes de sus versos:
si sabes que cerré los ojos al desafío de unos labios rojos,
entonces puedes darme por perdido.
No tardaría mucho en morir. Alfonso Reyes se adentró en “esa gula de la nada”, como llamaba a la muerte. Adiós uretritis, adenoides inútiles, circuncisiones tardías, presbicia, corazones maltrechos, las balas en el cuerpo de su padre, que eran sus afecciones en vida. Adiós sus versos y su bonhomía. Adiós a Homero en Cuernavaca, al paciente universal.
Olvidé a Martha Gellhorn. Mi cama se volvió plural hasta que pasaron los años, menguó la fuerza y me volví taciturno, dolorido de articulaciones, con gastritis y solitario.
La vida en Cuernavaca transcurrió igual. Sus calores y sus lluvias torrenciales. Su calma chicha. La mediocridad de los turistas de fin de semana que la invaden. Quise escribir mis memorias y me di por vencido, lo mío eran los linimentos, los remedios contra la bilis y la hemorroides y los estetoscopios, no la literatura. Me convertí en un hombre tranquilo, y cuando se pudo, divertido. La vida nunca la he entendido, pero he procurado no hartarme de sus canalladas ni de su sinsentido. Me volqué a los paseos y a la contemplación, también a las lecturas. El periódico, ni se diga. Se ha vuelto una rutina. Así, de cuando en cuando, algunas noticias me remitían a Hemingway: su Premio Nobel, su suicidio. También a Martha Gellhorn. Brillante periodista: la declararon la mejor corresponsal de guerra en Vietnam y leí un texto suyo sobre la invasión de Estados Unidos a Panamá, la destrucción completa del barrio del Chorrillo. La leía y procuraba que no me afectara en el ánimo. El tiempo todo lo cura, no todo. La presencia de Martha Gellhorn fue como una medicina que no estaba a mi alcance.
Hoy el Marik ha desaparecido. Se convirtió en un centro comercial con tiendas de zapatos, dulcerías, paleterías y restaurantes. Los domingos compro el periódico en un kiosco frente al Palacio de Cortés y me dirijo ahí a desayunar. “Doctor”, me saludan y me dan la mesa de siempre. Huevos con jamón y jugo de naranja. Estoy viejo y me siento viejo. Abro las páginas y leo las noticias. Nunca hay nada en verdad nuevo, pero me sirve para pasar el rato y distraerme. El país, la misma mierda sin remedio. El mundo, igual. Espanto las moscas, rechazo a los niños que vienen a venderme chicles.
De pronto, me salta un nombre. Es una nota mínima, perdida entre las páginas de cultura.
“Muere en Londres Martha Gellhorn, ex-esposa de Hemingway. La reportera de 87 años se suicidó con una cápsula de cianuro…”
No pude evitarlo. Recordé claramente la cápsula nazi hecha en Hamburgo con la doble ese inscrita en su fondo. No me la devolvió. Se quedó con ella, como quien hurta una minucia de una tienda. Desde entonces, lo planeaba. Desde entonces la llevaba consigo para usarla. Me pregunto si, al tomarla, llegó a pensar en mí, su amor mexicano. O en Hemingway, o en cualquiera de sus amantes. Pedí un whisky. El mesero dudó, no sabía si había escuchado bien. “Un whisky”, insistí. Lo tomé y brindé por ella. Me temblaban las manos. Temblor de vejez y de un curioso y triste nerviosismo sin escrúpulo.
—Estamos perdiendo la batalla, siempre estamos perdiendo la batalla —me dije.
Un colibrí zumbó, indiferente, lo vi subir y bajar con su estática palpitación de alas, y tras un breve pasmo, nervioso, acaso asustado, fue a buscar sus verdades esenciales en la fronda de una jacaranda.
AQ